jueves, 31 de marzo de 2011

El largo adiós




Joaquín Pérez Azaústre. Puente Genil, marzo, 2007

martes, 29 de marzo de 2011

Manuel Alexandre, un recuerdo


Su mirada tenía aquella sombra heroica de los tiempos en que se compartían los cafés, cuando Madrid habitaba en La colmena antes de que Cela la escribiera. Tenía nombre de actor y de poeta, pero como muchos actores y poetas comenzó a estudiar Derecho antes de que la guerra lo sacara del aroma aquietado de las aulas, de esa lentitud de la pizarra que daba poco vuelo a su interpretación. Poco después, el hambre y la contienda, y también la amistad en el Teatro Universitario con Fernando Fernán Gómez, que habría de marcar el resto de su vida. Un Madrid murió, hace meses, con él: el Madrid del Gijón, de los actores y de toda esa gente de difusa ralea y malvivir, todo ese horizonte de nervio y perdición que alumbraban las horas de la noche con un chato de vino a lo Claudio Rodríguez. Eran chicos imberbes todavía en la guerra y hombres en la España de la desolación, que sólo se reunía en los cafés: fue antes de que Umbral decidiera mandar en el Gijón, cuando sus reyes eran Perico Beltrán y Fernán Gómez, pero también los poetas del 50 y el cordobés Manuel Álvarez Ortega, que andaba traduciendo a los simbolistas franceses cuando todo en España era un simbolismo del desastre con un significado demasiado evidente.

Ése fue el Madrid de Manuel Alexandre, que ha muerto con tres centenares de películas, series de televisión y obras de teatro en su espalda delgada de secundario exacto, cargado de matices en la frase, que a veces era una, y sólo una, con una humanidad de perdedor consumido en sus flecos amables sin que se le advirtiera el artificio. Teatro Reina Victoria, Teatro Eslava, el Español. Bienvenido, Mister Marshall, Cómicos, Muerte de un ciclista, Viaje de novios, Calle Mayor, El Malvado Carabel, La vida por delante, Plácido, Atraco a las tres, Don Quijote cabalga de nuevo, Vota a Gundisalvo, El caso Almería, El año de las luces, El bosque animado o Sinatra, son sólo un retazo de su presencia en varios de los títulos más significativos de las últimas décadas, cuyo cine ha tenido en Alexandre ese buen hacer del artesano como cimentador de la estructura actoral de cualquier película, esa seguridad sobre el oficio.

De las series, estuvo en todas, o casi: Curro Jiménez, Cervantes, Fortunata y Jacinta, Estudio 1, Los ladrones van a la oficina, La regenta, Blasco Ibáñez, y hasta hizo de dictador acabado en 20 N: los últimos días de Franco. En su última película, ¿Y tú quién eres?, de Antonio Mercero, visión crepuscular y sensibilizada del alzheimer, con Cristina Brondo como nieta bella y dulce entregada a su vida final, fue protagonista del ocaso.

Es el rostro del cine, es nuestro cine, con su pequeña historia sin finales felices.

lunes, 28 de marzo de 2011

Leonardo Padura y el asesinato de Trotski


En De qué hablo cuando hablo de correr Haruki Murakami se refiere a esos novelistas que tienen que ir ganando fuerza muscular a base de constancia, cavando a pico y pala, hasta que un día se topan con un manantial. Si escribir tiene algo de trabajo pesado, por el trato con unos materiales de difícil manejo, ¿qué es lo que ocurre cuando todo ese trabajo artesanal, duro y continuo, es llevado a cabo, además de con fe, con un impresionante talento de por medio? Lo que ocurre es Leonardo Padura, y el manantial hallado ya no es únicamente una brillantez, sino una soledad de cima rutilante. Si algo había quedado claro antes en sus novelas policíacas era que Leonardo Padura dominaba ese andamiaje, sus armas de escritor, ese pico y pala de la construcción de un personaje y de sus situaciones, de un paisaje poroso y sensorial habitado durante la lectura, pero también cuando han pasado ya meses, y hasta años, desde que se cerró el libro. Ya en Adiós, Hemingway, toda esa destreza estaba al servicio de un reto mayor: la reconstrucción de un personaje conocido por todos, desde la admiración y el desencanto que cualquier lector de Hemingway ha experimentado alguna vez en su vida, y convencernos con verdadero oficio de escritor de que una nueva versión del personaje, y a la vez la de siempre, caminaba de nuevo por Finca Vigía esa última noche del disparo.

Pero ha sido con El hombre que amaba a los perros, centrada en las figuras de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, desde que empieza a convertirse en su ejecutor, y en el propio Liev Davídovich, desde el inicio del destierro que le conduciría hasta su muerte violenta en Coyoacán, cuando Leonardo Padura ha encontrado al final esa vía de agua esplendorosa a la que se refiere Murakami, que en el caso de Padura no queda reducida al gran talento que ya le conocíamos, sino que ha alcanzado una dimensión de magisterio colosal y potente, de una envergadura, sabiduría y pasión, perfil de personajes, de sus travesías y sus miedos, esas zozobras íntimas, secretas, que vuelve humana la Historia y sólo está al alcance de los grandes gigantes.

El hombre que amaba los perros es una novela gigante de personajes gigantes, que luego sin embargo resultan tan creíbles como la compasión y el dolor. La transformación de Mercader en su propia sombra histórica, la del asesino de Trotski, y su evolución posterior, décadas después del magnicidio, tratando de encontrar en sus ruinas un resto del muchacho que un día fue; la figura del propio León Trotski, crepuscular y desesperanzada, pero azuzada por la resistencia, el valor en la huida, e Iván, el narrador, cubano también represaliado por el comunismo de la isla, son sus tres planos alternantes, alimentados entre sí con ritmo y sugerencia instintiva de puzzle.

Los perros borzois, tan amados por Trotski y su asesino, aparecen esbeltos, elegantes, como la dignidad perdida del mundo tras la devastación de la máquina de exterminio estalinista en la guerra española, en Cuba y en sus purgas genocidas. La descripción de la intimidad familiar de Trotski, asediado y condenado a muerte en la distancia, repudiado por todas las naciones hasta que llega al México de Cárdenas, en Noruega, en Turquía o en la desolación de un vagón de tren paralizado por un temporal de nieve en medio de la estepa rusa, es magistral en todos sus matices. Investigación, ficción, ensayo y personajes tratados con una fina autopsia emocional: la novela total vive y respira como esos principescos galgos rusos.

domingo, 27 de marzo de 2011

Poema del domingo


ANAQUEL

Los aires redentores
contagian a las sombras que se escapan,
que quiebran la frontera de una línea
fibrosa en el papel, en un papel armado
de agudos desalientos, aristas flameadas.
Se puede convivir, se ha convivido,
lo que ha sido puede volver a ser:
los libros que se guardan, que se ubican.
En esta estantería hay sitio para todos.

Perteneciente a Delta (Visor, 2004)

sábado, 26 de marzo de 2011

Álbum de fotos, o casi una poética


La memoria es la luz indirecta del cerco, el límite al acecho del instante futuro. Dijo alguna vez Jaime Gil de Biedma que los temas de su obra eran “el paso del tiempo y yo”, lo cuál es decir mucho y también es decir nada: porque el paso del tiempo y uno mismo es la síntesis de cualquier escritura, por encima de propuestas estéticas variadas. Antonio Machado, un poeta al que Biedma se sentía muy afín, podría haber afirmado exactamente lo mismo; pero también Juan Ramón Jiménez, no tan afín a Jaime Gil de Biedma, simplificando al máximo toda su escritura, incluyendo la prosa y su última etapa, podría también decirlo: porque incluso la poesía del lenguaje acaba siendo el reino de uno mismo, como tanto sufrió y gozó Emily Dickinson, una gran poeta con su ensimismamiento no del todo simpático. Uno, cuando escribe, ¿por qué escribe?

Escribo como recuerdo, escribo para acordarme de mí mismo. Ya sabemos que el paso del tiempo es una constante, y también la propia vivencia personal. Sabemos que la patria del lenguaje puede reclamarse como fin en sí mismo –esto es: Góngora, pero también Mallarmé y una larga tradición- o como medio para un fin –poesía social, cierto 50 y el mejor Blas de Otero-, y que el habla coloquial puede llegar a ser una retórica mucho más ambiciosa que la construcción de un mundo visual. Sabemos que se puede entablar un diálogo con la propia poesía –metaposía, metaliteratura al fin: cierta tradición del 27 emparentada con la generación del 70 en España, los novísimos-, y con el resto de equipaje cultural, en un cuestionamiento de los símbolos que acaba siendo, también, una indagación de la identidad propia y su proyección social, y que la indagación histórica, geológica, vital, emocional, cambiante, es siempre motivo del poema.

El poema como planteamiento de asuntos, como interrogador de lo real: ¿dónde acaba y empieza lo real? ¿Se pueden poner lindes al realismo? ¿Un poema es más realista por ser más un notario del aquí y del ahora, que por tratar de trascender la realidad buscando alteridades más diversas? La poesía surge de la tensión entre planos, lo reconocible y lo insondable, en varias poéticas, y el debate sobre la realidad, que ha nutrido la teoría poética y novelística en los últimos dos siglos, por ahora será cíclico.

Sin embargo, hoy la realidad es todo. ¿La realidad es memoria? Por supuesto que sí. Y hay que ajustarla. Uno debe poner en orden sus fotos familiares, también limpiar el polvo de las tapas y repasar los rostros más antiguos, que también fueron jóvenes un día y vivieron sus horas en aquella avenida con el vértigo alzado de una nueva vida por hacer. Un libro no puede contestar todas las respuestas, pero al menos sí las suficientes para seguir viviendo.

jueves, 24 de marzo de 2011

The wall



Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero, 2011

miércoles, 23 de marzo de 2011

Pablo Guerrero, en este ahora


Escrito en una piedra con los cielos tan solos. Los títulos de los libros de poemas de Pablo Guerrero tienen tal unidad armónica interior, tal integridad corpórea y material que pueden enlazarse como un todo, en una calidad orgánica y tangible. Anteayer por la noche, Pablo Guerrero estuvo en Córdoba para presentar el libro homenaje que le ha editado El Páramo, A Pablo Guerrero en este ahora, coordinado por Antonio Marín, con colaboraciones de Luis Eduardo Aute, José Luis Ferris o Alejandro López Andrada, entre muchos otros. Es hermoso el título, En este ahora, porque en este ahora nombrar a Pablo Guerrero, reivindicar sus poemas convertidos en canto, su canto vuelto voz sonora y desgarrada, proyectada en las sombras de un recogimiento clamoroso, no es únicamente una justicia histórica: es, también, una necesidad íntima y generacional.

Alejandro López Andrada ya le acompañó, antes, en un disco con adaptaciones de poetas extremeños, Luz de Tierra. López Andrada, claro, no es extremeño, sino de Los Pedroches, y en esa latitud de horizonte finísimo, encrespado de claridad cobáltica, la poesía de Alejandro nos revela, también, esa doble naturaleza o doble nacionalidad paisajística, sentida, de una gran pureza ornamental de grandes coincidencias con la poesía de Pablo Guerrero, que se ha ido macerando en una auscultación de la naturaleza convertida en una sabiduría que casi nace y acaba en sí misma, generada por su revelación. De ahí su inclusión en el disco, por esa afinidad que excede la procedencia y convierte los ánimos en la mejor credencial. José Luis Ferris también es poeta, y ha escrito además una gran biografía de Miguel Hernández, con lo que el cerco aquí se va estrechando en las complicidades, las voces y los ecos, ese arpa de hierba transitado por la poesía que nace de la necesidad de ser escrita, ya sea en una piedra o sobre el mar.

Es hermoso que Pablo Guerrero haya venido a Córdoba, una vez más, y como en otras ocasiones anteriores acompañado de Rodolfo Serrano, con la hermandad hablada en el poema y también con esa filiación que dio a luz el disco Hechos de nubes, producido por Los paraísos desiertos. Cuenta colaboraciones como las del recordado José Antonio Labordeta, el propio Aute, Víctor Manuel y, por supuesto, Ismael Serrano, que ejercía además de productor. También estaba en aquel libro Javier Álvarez, con quien Pablo grabó el sorprendente disco Guerrero Álvarez, con la gran finura natural de dos generaciones encontradas, en esas melodías y el poema. Esta unión fue estupenda, con lo folk que es Guerrero y lo pop de Álvarez, pero la mixtura resulta de una gran belleza en el empaste, en lo recitado y lo cantado. Para mí ha sido un privilegio leerle y escucharle, siempre cerca, esperando que al fin, un día de éstos, vuelva a llover A cántaros.

martes, 22 de marzo de 2011

El archivo Balcells


Pertenece a otro tiempo, cuando la literatura era otra cosa. Carmen Balcells, la famosa agente literaria de los años sesenta, y los setenta, los ochenta y noventa, ha vendido al Ministerio de Cultura un archivo más que interesante, que es el testimonio organizado de los días felices. El fondo es, en sí mismo, la obra de una vida. Si la obra de un editor es su catálogo, quizá la de una agente pueda ser una colección epistolar: también de manuscritos, galeradas, contratos y demás.

No es razón literaria, pero es verdad vital. Y de la verdad vital puede extraerse la mejor nota a pie de cualquier página, esa explicación desmenuzada de un anhelo común. La literatura, en sí misma, es anhelo común: del propio autor, que siente una necesidad imperiosa de desarrollar la historia o el poema. Del editor, cuando lee el libro, y decide dar ese necesario paso al frente de la publicación. Luego llega el público, la inmensa minoría juanramoniana, la crítica, el lector: la hora del lector, parafraseando a Castellet. Sabemos que desde el Ministerio de Cultura, que ha pagado nada menos que 3.050.000 euros además por la biblioteca personal de la gran agente catalana, se ha pensado en convertir este archivo en un “centro nacional dedicado a la creación, la edición y la industria editorial”. Por ahora ya ha sido recibido, y llevado a Alcalá de Henares, en el Archivo General de la Administración. Se trata de 2.500 metros de papeles, vivencias, rasgos, restos, de algunos de los escritores más importantes del siglo veinte, españoles e hispanoamericanos.

El boom, realismo mágico, no puede entenderse sin Balcells, y hay también distintas herencias añadidas, como los archivos de Paul Bowles, que nos sigue mirando desde un desmadejado cielo protector sin vencidos desiertos. Pero este archivo es más, es mucho más: es también el de Miguel Ángel Asturias, Mario Vargas Llosa, García Márquez y otras correspondencias, primeras ediciones, borradores, esquemas por capítulos. Muchas fotografías, muchas vidas. Y hasta las bibliografías completas de Neruda, Vicente Aleixandre y Camilo José Cela. Un verdadero lujo, en fin, y más en estos tiempos, cuando ya no hay dinero para nada sin productividad directa.

¿Dónde empieza, realmente, la capacidad real de un país, sus ideas, sus gentes, sus trabajos, sin un soporte recio de lecturas? Hablar de la agente que tanto ha acompañado a los mejores novelistas de los últimos años, de esbozos, de retazos, de sus fotografías dedicadas, es un brindis al sol mejor del mediodía, la edad del mediodía, como dice Miguel Ángel Ortega-Lucas. La vida de un escritor está hecha de recortes muy pequeños, de contratos muy grises que se firman deprisa, porque la verdadera urgencia es escribir. Carmen Balcells nos deja, como final feliz de un año extraño, la novela en fragmentos de su vida.

lunes, 21 de marzo de 2011

Ediciones Cartonerita niñabonita


Poesía en tiempos de crisis, pero no poesía en crisis. Es precisamente en estos tiempos cuando la poesía gana forma, coraje y concisión. Se hace necesaria la poesía y también surgirá en Libia, tras las cenizas de la revolución contra el tirano. Se hace necesaria aquí y ahora, con una inteligencia que vulnere los límites tangibles y los vuelva aliados de la imaginación. Es lo que ha pasado en Zaragoza, donde una iniciativa hermanada con otra bonaerense ha dado lugar a una insólita colección de poesía: Cartonerita niñabonita. Se trata de una nueva colección de poesía, con un concepto nuevo y un método absolutamente nuevo, que como todo lo nuevo que merece la pena se ha copiado de alguien: la cooperativa Eloisa Cartonera, en el barrio mítico de la Boca.

Resulta que David Jiménez, uno de los culpables de esta historia, en un viaje por Buenos Aires, se encuentra con una agrupación cultural que se dedica a editar no exactamente cuadernos, ni exactamente libros, ni plaquettes, sino unos cuadernos-libros-plaquettes editados con cartones usados, cuya procedencia no sólo no se oculta, sino que se proclama, reciclados para tal fin, esto es: editar poesía. Cada uno de los libros se individualiza, está pintado a mano en la portada, de manera que cada libro del mismo título es distinto a los otros, se personaliza en ese origen múltiple y gastado.

Conozco esta hermosa iniciativa a través del escritor David Mayor, que ha editado con ellos un conjunto de poemas que es casi novela, o una novela con capítulos reducidos a la espina dorsal del pez espada, titulado, precisamente, Otra novela. David Mayor estuvo en Córdoba hace varios años, en el comienzo de julio de 2006, presentando su libro de poemas En otra parte, en la librería Anaquel, donde también se presentó otro libro de Martín Rodríguez Gaona. Fue una de esas tardes bien mullida de libros en el calor soporífero de los gin-tonics previos en La Gloria, cuando el sudor hacía presagiar un verano convulso para la escritura misma y un coleccionismo de los ceniceros de los bares. Córdoba, en verano, sólo existe en sus bares y en sus librerías.

Lo que más me entusiasma de esta gente es que le ha presentado cara a la crisis con lo mejor que tienen: osadía, invención. Además, con cartón y papel reciclado, materiales usados porque la literatura está usada, con el mimo sutil de los objetos sin preocuparse de su perduración, sino de sus formas mutadas hacia una vida nueva. Es necesario encontrar la vida nueva –recuerdo el título del libro de Eduardo García- para encontrar de nuevo llama ahora, esa brizna de luz que antecede al misterio. Hoy me he sentido muy cerca de Zaragoza en el temperamento humilde y visionario. Hasta el nombre me gusta.

domingo, 20 de marzo de 2011

Poema del domingo


EL LEVE ABRAZO DEL FUEGO

Muchos hombres saltaron sobre el fuego.

Abrazaban la hoguera con sus brazos desnudos,
leña muerta y dolor de nubes que quemaban.

Muchos hombres saltaron sobre el fuego
quisieron responder su abrazo leve.

Los demonios vinieron a buscarles
y encontraron cenizas sobre el llano.

Perteneciente a Una interpretación (Rialp, 2001)

sábado, 19 de marzo de 2011

Casa de citas


Copiar o no copiar, éste es el tema. Antes parecía estar clarísimo, con los límites de la propiedad intelectual como baremo para poder distinguir entre un homenaje o una cita y una apropiación indebida. En los últimos años, ha habido mucho de apropiación indebida disfrazada de homenaje literario o de cita. Al ser bienes intangibles, la cosa quizá parezca menos clara, pero con una analogía de bienes corporales no lo es tanto: la diferencia entre citar y plagiar podría ser la misma que entre coger algo prestado y llevárselo. Todo el mundo puede colegir que no es lo mismo; sin embargo, como sucede siempre con la propiedad intelectual, los matices hacen que los límites sean, sólo aparentemente, más difusos.

Al citar a alguien, de alguna forma se toma algo prestado. Incluso si se hace debidamente, esto es, especificando la fuente, la obra y el autor, se toma algo prestado. No se puede tomar prestada, por ejemplo, una novela entera: eso ya no es coger prestado, sino apropiación indebida. Pero, ¿y un párrafo? Si se aclara la fuente, ¿por qué no? Sucede algo parecido con los homenajes: un poema en el que aparece un verso de otro, debidamente puesto como una incorporación que nos remite, para el lector atento, a otras tradiciones, como hacía tanto Jaime Gil de Biedma y han hecho los novísimos con la antigüedad clásica. Sin embargo, lo que no se puede es fusilar un poema entero, de otro, dando a entender que es de uno: aquí es donde termina el homenaje –ese préstamo tan común en el tráfico libre- y empieza el plagio, el robo.

Todos los escritores se influyen entre sí: así ha ocurrido siempre desde Grecia, y seguramente también desde mucho antes, en la primera historia de caza junto al fuego. La tradición oral parte de la repetición y la repetición hizo memoria. Que se puedan citar fuentes, que se puedan incardinar obras de otros, que se pueda uno apropiar, por un instante, de la palabra de otro, es una facultad creativa con su correspondiente límite legal. Una cosa es la postmodernidad, y la fragmentación de ese libro poliédrico del mundo, y otra muy distinta el robo a pluma armada.

jueves, 17 de marzo de 2011

Carlos Cano, diez años después


Pienso en Carlos Cano, y en estos diez años de su muerte. Carlos Cano se fue un mes de diciembre, con ese sobresalto en la gruta del pecho. Cuando se escribe de alguien que se ha muerto, leemos estas cosas, como “se marchó” o “se fue”, porque la palabra “muerte” es dura, y suena dura. Se puede entender más con una cercanía emocional, cuando el golpe es extremo, y así nombrar la muerte se convierte en una reedición de su dolor. Por eso a veces me suena vacío, o podría parecérmelo, escribir lo que acabo de escribir de Carlos Cano, “se fue”, por mucho que me recuerde a una letra suya –“¡Ay! Se fue / se fue vestida de día. / ¡Ay! Se fue / se fue vestida de sol. / ¡Ay! Se fue / las malas lenguas decían / que fuego la prendería / el fuego del corazón”-, sin haberle conocido poco más de cinco minutos, un día que nos presentó Antonio Ramos Espejo: fue en un concierto por la tolerancia, en la plaza de toros de Córdoba, hace ya tantos años que hasta podría inventarme un buen diálogo, y quizá seria cierto.

Sin embargo, escribo “se fue”: porque se ha ido, o porque me parece que se ha ido. No siempre sucede de igual modo. No siempre la gente que se muere, la conozcas o no, te da la sensación de haber desaparecido, que es lo que sucede, de haber dejado algo a medias, una conversación, y pendiente contigo, sin que sepas por qué; quizá no siempre ocurre, porque la desaparición no es absoluta, porque no puede serlo. Alguien puede decir, sin falta de razón, que en el caso de un músico es más fácil: sí, es razonable. Quizá todavía más que en el caso de un novelista o de un poeta. Uno no lee a Blasco Ibáñez pensando que está vivo, por más que La barraca sea la viveza primitiva del mal y se pueda aplicar a cualquier tiempo. Uno, cuando lee a García Lorca, tampoco piensa que está vivo, o que simplemente se ha marchado, porque desde el principio, al hacer ya tanto de su asesinato, se le evoca ya como un fantasma de sí mismo, una proyección sobre su nombre que pone el personaje por delante de la persona que hubo.

Estos días he vuelto a escuchar a Carlos Cano. Sus Habaneras de Cádiz. Su María La Portuguesa, de actualidad también hace unos meses por la raíz verídica del tema. Lo he vuelto a sentir, como cuando era veinte años más joven y escuchaba su bandera blanca y verde y, sin sentirme andalucista, ni nacionalista mucho menos, sí que se agitaba en mí interior una plenitud con la generosidad de la tierra. Tengo la impresión de que va a regresar, para cantarnos, un día de estos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Cartelería razonable




Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero, 2011

martes, 15 de marzo de 2011

Amparo Muñoz frente a su alfombra roja


Tenía una simpatía torrencial modulada en los ojos, un tierno entusiasmo de vivir. Hace más o menos tres años, cuando el Festival de Cine de Archidona le rindió un homenaje con el repaso de toda su filmografía, bajó las escaleras de aquella alfombra roja con la suave elegancia de una estrella que todavía conserva el brillo sostenido del tiempo. Durante aquella semana, en ese pueblo envuelto cada año en el celuloide del cine español, se volvieron a repasar las películas de Amparo Muñoz, irregulares muchas de ellas, algunas demasiado aferradas al marco de una época y unas pocas muy buenas, como Mamá cumple cien años, de Saura, y Familia, de Fernando León. Se sentía entonces bien, con ganas de celebrar la vida cotidiana que no aspira más que a la hora siguiente, como si la fortuna le hubiera regalado una segunda oportunidad. Quería, sobre todo, volver a trabajar: le daba igual en el teatro que en el cine, o la televisión. Porque, después de todos estos años, y de toda una vida con el precio muy alto, Amparo Muñoz se sentía actriz, y era en el escenario donde su verdadera luz podía renacer.

Amparo Muñoz, sin la alfombra roja, era una mujer ancha con la mirada limpia, que había vivido todo o casi todo y había sobrevivido no para contarlo, pero sí para sublimarlo en cada nuevo tiento de su vida. Después de la bella biografía, a modo de conversación dialogada con un lector invisible, escrita por el periodista Miguel Fernández –uno de los instigadores de aquel homenaje, que la hizo entonces tan feliz-, titulada La vida era el precio, la figura de Amparo Muñoz se había reposado en el inconsciente colectivo. Lejos habían quedado los episodios más difíciles, que supero ella sola, siempre con el apoyo familiar y unos cuantos amigos escogidos. Se vendió mucho de su vida o se intentó vender, y por eso esta biografía, amable y rigurosa, significó una dignificación no ya de ella, que no lo necesitaba -porque cada uno vive no tanto como quiere, sino también como puede-; pero sí del personaje público, que quedó barnizado con la pátina esbelta de una trayectoria marcada por la más salvaje libertad personal, con un verdadero canto de individualidad y de arrojo, pero también de una generosidad y una bondad íntima que la hizo ser querida casi tanto o más que su belleza.

Todos hemos soñado con Amparo Muñoz. Ella no querría ahora mismo, creo, ningún tipo de duelo. Seguramente propondría, si pudiera, una gran fiesta, una celebración de amigos muy cercanos, para brindar al menos por los momentos más hermosos de su vida, por esa brillantez de una mirada que sólo deseaba el bien ajeno. En Familia se vio lo extraordinaria actriz que fue, mientras la vida y las circunstancias le dejaron. Siempre será guapa.

domingo, 13 de marzo de 2011

Poema del domingo



TRASPLANTE
 
Tu vida vive en mí. Es una casa abierta
con un recibidor de maderas suaves.
Tu vida late en mí, en la nueva cocina
con el pastel de carne, con los muebles pastel
despejando las vidas hacia el patio interior,
sosteniendo tu voz un bastón muy pequeño
que fue el eje solar de la infancia arcillosa.
Tu vida vive en mí, pero no soy semilla:
sólo el destinatario de tu carta ulterior,
metáfora encarnada bajo los azulejos
con ese tono antiguo de despensa cubierta,
de provisiones secas en los meses de frío.
Quiero encontrar en mí esa hospitalidad,
la del salón cobrizo en el sitio de encuentro,
hule de carbonilla, despertares de amianto
-silicato de sal, alúmina de hierro-
con el gallo fantasma repicando en la luz.
Dame ese viejo cuarzo de su tumba de mina,
aquel sifón granate, la botella más verde
del embudo perplejo, déjame revolver
el telar de tu ropa transparente y ligera.
He buscado en la calle San Antonio de Pádua,
en el San Rafael que vigila la plaza
igual que un arponero de la vida invisible.
He comprado un almendro para verlo crecer.

Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

jueves, 10 de marzo de 2011

Las Ollerías, presentación en Córdoba



Esta tarde presentación en Córdoba
(Delegación de Cultura, C/ Capitulares 4, 20:00)

miércoles, 9 de marzo de 2011

Las aristas del cielo




Joaquín Pérez Amaro. Córdoba, enero, 2011.
Motivo de portada de Las Ollerías
(Las Ollerías se presenta esta noche en el Libertad 8 a las 21:30, y mañana en Córdoba en la Delegación de Cultura, Capitulares 4, 20:00)

martes, 8 de marzo de 2011

Una aproximación a la poesía de Rodolfo Serrano


La vida como un prisma aletargado extendiendo los brazos a cualquier expresión. Eso me parece que es, en esencia, la poesía de Rodolfo Serrano: una de sus vertientes expresivas, una cualidad rica y puntual que sólo es el capítulo seguido de una historia más larga. Llevo varios meses dándole vueltas a la idea de Rodolfo, en su Blog, de escribir un poema nuevo cada lunes. Al principio, para qué negarlo, me pareció una temeridad: convertir el poema en columna periodística, con esa voluntad que da el oficio y esa otra voluntad de los lectores, que crea una obligación casi contractual, por el lado emotivo, me parecía una apuesta demasiado arriesgada.

Sin embargo, a pesar de la osadía cotidiana del lunes, el asunto ha ido funcionando, y siempre varias decenas de comentarios, al hilo del poema, independientemente de que ese lunes fuera mejor o más logrado que el lunes anterior, me han ido convenciendo de una sola realidad: que para bastante gente, a mucha de la cuál seguramente Rodolfo no conocerá físicamente en su vida, o verá pocas veces, levantarse los lunes y leer su poema es una misma cosa, y una credencial de la mañana. Tenemos, entonces, otro perfil poético: el de la acción alusiva y voluntaria del poema.

Fue entonces cuando comprendí que estaba tratando de entender este fenómeno internáutico-poético, digamos, con unos cánones convencionales de la creación literaria. Y, si algo caracteriza a la escritura de Rodolfo, es su no convencionalidad. ¿Quién ha dicho que el poema no pueda ser, también, una radiografía sentimental, matutina y directa? ¿Quién ha dicho que no puede ser, además, columna periodística amorosa? Precisamente la literatura puede serlo todo, y esa es su mayor ventaja sobre lo visual, que ya es, per se, mientras que la literatura sugiere o puede ser.

Después de mucho tiempo de conocerle y quererle, tengo la impresión de que Rofolfo Serrano no se ha limitado, estos años, a escribir varios libros de poemas -Especial para cócteles o La blancura de la ballena-, una novela ambientada en sus territorios míticos de Córdoba y Madrid -Un único crimen- y varios ensayos: dos sobre la memoria -La España de Cuéntame y Toda España era una cárcel, ambos en colaboración de su hijo Daniel-, y uno sobre el trabajo periodístico de título desapasionado, en ese fingimiento de desposesión sentimental que es la autocrítica directa -Un oficio de fracasados-, más algunas canciones popularizadas después por su hijo Ismael. Cualquiera, ante semejante biografía o radiografía literaria, podrá pensar en un carácter multifacético, y acertará. Sin embargo, hay algo mucho más profundo en la escritura de Rodolfo Serrano que excede la convencionalidad de los géneros y las presuntas unicidades de los libros: Rodolfo, en realidad, lleva ya varios años escribiendo una misma novela, poliédrica y en marcha, una reconstrucción emocional que abarca el sentimiento amoroso -presente en los poemas, como también la ausencia del padre o la tristeza por los sueños todavía dormidos bajo los adoquines-, la recreación histórica de sus años feroces -la Transición y los primeros años democráticos, con santificación o sin ella, a menudo sin ella y con juicios muy críticos- y un sentimiento de hermandad trascendida, de humanidad muy honda, de compasión amiga, convertida en una forma de respirar, y también de escribir.

Uno puede enfrentarse a un libro de Rodolfo Serrano, sea de lo que sea, de poesía o de ensayo, pensando que está saliendo al paso de eso, de un libro, y será verdad. Pero la verdadera literatura se nutre de varias capas, calor y densidad, y por eso ese libro supondrá, realmente, un capítulo exento del gran libro que Rodolfo lleva escribiendo hace años. Periodista, sí; pero también escritor de una novela que es mucho más larga que sus libros, que se ha ido deslizando en pequeñas entregas, recoletas y vivas, ocultas y de pronto activas en la Red. Así, también su libro Historias de Madrid, puede ser leido de muchas formas distintas: como tratado turístico y como novela de costumbres galdosiana, como álbum fotográfico de un Madrid cada vez más crepuscular, sí; pero, también, como muestrario humano y bondadoso de una tipología de personajes a veces golpeados por la vida, que aparecen despacio, sin hacer ningún ruido, por más que lleven dentro el ruido primigenio de una autenticidad intacta y vulnerable. Todo esto es la poesía: esa hondura, ese gran monólogo interior cincelado de tiempo y esa meditación, usando el título benetiano.

Así, puestos a citar presencias rastreables en él, ciñéndome a cuestiones de ética vital pensaría en Antonio Machado, Herman Melville y León Tolstói; atendiendo a razones de poética-estética, quizá sus referentes más cercanos, en la lírica patria, sean Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater, con algo de Ángel González -el 50, o sea, en su vertiente más cercana a la Escuela de Barcelona-, y en la inglesa un eco lejano de Philip Larkin y W. H. Auden, como rastros formales.

Todo esto -cada vez lo tengo más claro, y así he tratado de aplicarlo en mi libro de poemas más reciente, Las Ollerías- es la literatura: no una aspiración concretada en un título, o en unos pocos títulos, sino una gran conversación moral, prolongada y suave, de ahondamiento no siempre pacífico, de herrumbre solidaria y solitaria, de una oxidación de los propios recuerdos convertidos en lenguaje y en una carnosidad no del todo apacible, que establece cualquier escritor con su propia existencia, con sus dudas y sus vacilaciones, y también con sus instantes vividos de mayor plenitud. La gran novela que Rodolfo Serrano ha tenido siempre entre sus manos, y que todavía no ha escrito -esa historia de Vallekas, de esos años, de la agitación cultural en la nueva pureza de rescribir la vida en nuestra entonces joven y despierta democracia-, la ha ido destilando secretamente en sus libros, como fogonazos concentrados de una existencia vuelta fotogramas bajo la luz honrada de la única experiencia verdadera.

lunes, 7 de marzo de 2011

Entrevista en El Mundo de Andalucía

Esta semana se presenta mi nuevo libro de poemas, Las Ollerías (Madrid, miércoles 9, 21:30, Libertad 8; Córdoba, jueves 10, Delegación de Cultura, 20:00). Por su posible interés, reproduzco la entrevista que me hizo Juan María Rodríguez en El Mundo de Andalucía.


Pérez Azaústre: "Siempre, para ganar hay que perder"

-Puesto que el poemario es un buceo en la identidad y el origen, háblame de tu infancia.

El título, Las Ollerías, alude directamente a una avenida de Córdoba, que en el libro funciona como un espacio simbólico de la memoria, un territorio donde es posible la reconstrucción del ser. Quizá la infancia es esa geografía del amparo, en la que podemos salvarnos de nosotros mismos. En este libro he tratado de reconstruirla, y de ponerle un nombre.

-La pregunta es más personal. Tu infancia, Córdoba, influencias familiares.

Mi memoria es un recogimiento. Quizá en esto haya algo de Córdoba, como un patio interior. Mucha mesa camilla, y siempre libros encima de esa mesa. Quizá por eso son para mí un abrigo. Allá donde acaban la charla y las películas, empezaban los libros, Todo esto también me ha ido esculpiendo, como el deporte, como la voluntad. Para mí la infancia es un relato. Ahora, por razones de edad, ya van faltando los interlocutores en la reconstrucción de ese pasado. El libro, y quizá casi todo lo que escribo, es un intento de seguir esa conversación.

-¿Niño, joven retraído en una Córdoba recatada e interior? ¿Esa naturaleza explica la proliferación poética de Córdoba?

Proliferación la del Grupo Cántico. Es un placer seguir leyendo a estos poetas jóvenes: Pablo García Baena, Ricardo Molina, Julio Aumente... Mi vivencia literaria de Córdoba, como sujeto que escribe, es de adolescencia y de primera juventud, porque a los 21 años me fui a Madrid. Ese recogimiento tiene que ver con una contemplación un poco más pausada de la vida, pero esto no necesariamente luego se traduce en el poema. Los escritores de Córdoba, ahora, somos muy variados, y hay muchas escuelas que conviven en un compañerismo sano.

-Dices: “La infancia es un relato” y no detallas demasiado. ¿Por qué los escritores, a menudo, os parapetáis tras una cierta indeterminación biográfica? ¿Sublimación literaria?

No, solamente protección. Piensa que tú no cuentas toda tu biografía en la primera cita, hay que dejar algo para después. En el caso del escritor, ese después son los libros.

-Muy bueno... ! Oye, Córdoba ya no será aquella “feria de los discretos”, pero ¿es una ciudad asfixiante, cargada, no...? Las pequeñas ciudades de interior suelen ser un infierno.

La ciudad interior siempre es más difícil, y el aire casi siempre está cargado. No es un puerto de Indias, así, para entendernos. Yo siempre me pierdo en El Pimpi, de Málaga, o en cualquier rincón de Cádiz. En cuanto a La feria de los discretos, Pío Baroja acaba con el tópico de que es un escritor de estilo descuidado. No sólo nombra Córdoba con pericia y precisión, sino que también muestra una prosa rotunda, como en Las inquietudes de Shanti Andía. Yo a veces, en Córdoba, me siento un poco Quitín. Y recuerdo aquella frase de Antonio Muñoz Molina, cuando escribió Córdoba de los omeyas, y dijo que para escribir sobre una ciudad hay que sentirse previamente poseído por ella. Yo voy más lejos: hay que sentirse, también, un extranjero. Poseído, sí, pero esa posesión volátil de una noche.

-¿Qué tipo de relación de jerarquía o desobediencia mantenéis los jóvenes y exitosos poetas cordobeses con vuestros mayores del Grupo Cántico?

Yo sólo puedo hablar por mí, yo sólo respondo por mis propios maestros. ¿Te parece poca la relación del magisterio libremente elegido, por la ambición estética, por el gusto vital? Creo en la literatura como decantación, depuración y filtro de las lecturas que nos conformaron. Así se va tejiendo nuestra propia escritura, como antes se hizo igual con nuestros maestros, que también fueron unos escritores primerizos. Cántico, para mí, es la plasticidad sensorial.

-Amplíame eso de la “plasticidad sensorial”, porque me parece una definición muy exacta para la lírica cordobesa.

Es una posible síntesis de Cántico, pero no la única. Y tampoco de Cántico únicamente. Podría decirse también de Claudio Rodríguez, y al mismo tiempo no todos los poetas cordobeses de ahora podrían adscribirse a esa definición. Sí José Luis Rey, por ejemplo. O Miguel Cobo. Yo creo que todos respetamos y admiramos a Cántico, pero cada uno tiene su camino.

-Por cerrar el ciclo cordobés. Tres cuestiones. Manolete: ¿tienes querencias toreras o era la fascinación del personaje? Otro asunto: vosotros negáis la existencia de una generación, pero vuestro rotundo éxito coral sugiere un grupo, un clan. Y tres: el jurado del Loewe dijo que Las Ollerías es un título demasiado local y que deberías cambiarlo. ¿Abdicarás?

Ok. Voy por partes: 1) Fascinación personal. 2) No hay generación: yo empecé a publicar cuando vivía en Madrid. Todo lo que después se ha movido en Córdoba, y de lo cual me alegro, a mí me ha pillado entre la Ciudad Universitaria y Chamberí. 3) El jurado del Loewe está formado por maestros del idioma, y uno cuando elige a sus maestros también decide escucharlos. Las Ollerías excede el ámbito toponímico: es un espacio simbólico del ser.

-¿O sea, que te sometes a los maestros y cambiarás el título? Y, sobre Madrid: ¿la experiencia en la Residencia de Estudiantes hizo tu escritura aún más metaliteraria? Y una pregunta que te persigue: ¿Ejercerás alguna vez de abogado?

El libro sólo tiene un título y es Las Ollerías. En cuanto a la Residencia de Estudiantes, fue un lujo vivir allí, donde coincidí con compañeros maravillosos, resistentes, geniales, como David Mayor, Azucena López o Juan Manuel Artero. Y sí, ejerceré de abogado algún día, si la vida lo exige, porque acabé la carrera hace unos años y me encantaron Mercantil y Procesal. Y si te gusta eso, puedes ser abogado.

-¿Érase un joven poeta a un premio pegado? Hablemos de supervivencia y mercado literario. Tú llevas 10 años dedicado exclusivamente al folio. ¿Duro?

Si uno escoge su vida, tiene un derecho relativo a quejarse. Yo a todo aquel lloroso por la vida de escritor, le diría que nadie le colocó una pistola en la frente para obligarle a escribir. Uno elige ponerse delante de ese folio, por más que sea una necesidad íntima. La vida es la que es dura, la que se pone borde, como decía El Nani en aquella película.

-“La palabra poeta me viene grande”. ¿Miedo, cordura o, quizá por demasiado lector, excesiva santificación del misterio poético?

Nunca he dicho eso. Lo que dije fue: “La palabra poeta es muy grande”. Y así lo creo. Pero claro que soy poeta, y novelista. Pero para simplificar, siempre digo escritor.

-Un poeta que no se queja. ¿Te salva ser, también, novelista? Alguien me dijo que los novelistas son más prosaicos. Sin embargo, los poetas, a falta de más pasta, luchan por la inmortalidad. Terrible.

No es que no me queje, es que no me gusta ser cansino y no culpo a nadie de mis decisiones. ¿Tú crees que Alfonso Canales se quejaba por escribir poesía? Es una ridiculez. Los escritores tenemos que estar mucho más en el mundo que en nosotros mismos. Olvídate del dinero, que está en otro lugar. Eso no forma parte del debate. ¿De verdad piensas que a Ian McEwan, cuando escribe Expiación, o a Leonardo Padura, cuando escribe El hombre que amaba a los perros, les importa el dinero? Ésa es una visión demasiado pequeña. La literatura ha de tener otras aspiraciones. Otro mundo.

-¿La aspiración de cambiar el mundo? ¿Qué valor dar hoy, en plena hambruna, a la palabra?

La misma de siempre. La de la esperanza junto al fuego. Esa fabulación que da el misterio en los acordes vivos. La capacidad para esperar. Y soñar. Luchar. Jugársela.

-Insisto en los premios. ¿No es una condena para un joven poeta saber que apenas hay vida más allá de los premios?

Es que no es verdad. Uno elige su vida, dentro de lo posible. Lo que pasa es que la prensa, con las páginas culturales cada vez más adelgazadas, ya sólo hace caso de los premios. Stefan Zweig nunca necesitó premios, ni tampoco el extraordinario escritor malagueño Andrés Reina.

-Tú eres articulista. ¿Asustado ante el hundimiento del periodismo cultural?

Más bien alerta. Aunque no suelo hacer columna cultural, sino de opinión, en la que entra lo cultural. Afortunadamente firmo en el Grupo Joly y en Diario Abierto, donde escribo de todo.

-¿Qué campo de batalla dejó aquella batalla de “la poesía de la diferencia contra la de la experiencia?” tan ferozmente librada, particularmente, en Córdoba? Por cierto: una contienda poética donde se habló de poder, mafias y apaños de premios. Todo muy poco lírico.

Nunca hubo tal guerra. Fue un invento de periodistas seguido por periodistas. La poesía estaba muy lejos de allí. Eran los mismos escribiendo lo mismo, con distinta fortuna. A mí siempre me gustaron mucho más los novísimos: Gimferrer, Carnero, Siles o Colinas.

-Efectivamente, “la poesía estaba muy lejos de allí...”. Acabamos. Estás metido en novela. ¿Dirías que tus novelas o relatos están a menudo presididos por perdedores exteriores o interiores?

Sí. Porque la vida es pérdida, interior o exterior. Siempre, para ganar hay que perder.

domingo, 6 de marzo de 2011

Poema del domingo


LAS OLLERÍAS


Aún es pronto para volver a casa:
me han curvado la espalda los enanos
que he venido cargando desde siempre,
los que duermen la siesta en mis bolsillos
para ralentizar mi digestión.
Aún es pronto para volver a casa,
aunque pisé los límites.
Pensé que nadie me podría reconocer.
Escuché los ladridos, temí el polvo naranja.
Recordé la alcancía oculta bajo el mueble.
¿Qué ha sido del nervio, el escondite
bajo un muslo de reina y el metal de unas manos?
Ahora los disfraces son de piel
y miro la avenida desde lejos, ya muy lejos
del sol y de los otros,
que alguna vez volaron para aplacar mi fiebre.
Sé lo que estás pensando: aún es pronto,
y casi no he cumplido mis pactos con la vida.
Es muy pronto aún, pero qué esperas,
si tu voz se me clava en los tobillos
y me amansa la angustia, el temor de un insomnio.
Dentro, en mí, habitas aún la casa.
Otros vinieron antes, y ya la vaciaron
de ti, de tus vestidos, de tus plantas vivaces
a las que siempre hablabas de mí, entre otras cosas.

Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

sábado, 5 de marzo de 2011

Diario de un abrigo


Ya sólo nos queda el frío de espanto. No es que la llegada del frío sea noticia, no es que esta nueva ola de frío polar, como un destello blanco que estalla diminuto dentro de los párpados, que traspasa la lana de los guantes y atraviesa la piel, se cuela en ti, de para mucho, ni para la columna, y además ya era tiempo de un poco de frío. Sin embargo, ahora cambia todo tan deprisa, y ya vale tan poco habitualmente lo de antes, y se van sucediendo las modas tecnológicas, y las redes sociales, y los comportamientos, los delitos, y hasta las maneras de leer, a un ritmo tan difícil de seguir, tan maleducado y tan incómodo, y claudica tan pronto el viejo mundo, que la verdad es que gusta que un poco de frío venga a destrozarnos los nudillos, a helarnos las pestañas y también la marca de la risa, en un recordatorio de la fragilidad, y también de la vida verdadera.

No descubro nada si afirmo que detesto este nuevo mundo que estamos construyendo. Sólo pensando un poco, de la sensación de que asistimos, todos, a un timo general que nos ha cogido por protagonistas, para poder dar sentido a una película que rodaría bien Berlanga. La gran mentira es la libertad: no es que no exista, sino que se recorta a tijeretazos muy menudos, casi imperceptibles, que al final aparecen y son tan efectivos que sus efectos son devastadores. Estamos controlados, verdaderamente vigilados, por redes que hace años sólo se imaginaban en las novelas de ciencia-ficción, y nos parece bien. Todos nuestros datos personales navegan por ahí, en un océano electrónico sin privacidad, y nos parece mejor. Somos sometidos a un bombardeo continuo, consumista y masivo, que nos va sumiendo en la infelicidad, porque nunca tenemos suficiente, y esto ya nos parece estupendo, porque queremos tener, queremos poseer lo que no existe. Hay toda una gente dedicada a saber convencernos de que necesitamos esas cosas, las que ahora mismo aún desconocemos. De ética no hablamos: en este nuevo mundo, la especulación es la bandera, y todos se han lanzado en una lucha frenética por ser dueños de lo que no poseen: porque lo tienen otros, porque se ve en Internet o en la televisión, y nuestra nueva moral es el gregarismo igualitario.

¿El libro? Enterrado por unos cuantos editores megalómanos, que han lanzado el mensaje de que uno quiere marcharse de viaje con 4.000 títulos en su libro electrónico. Otra necesidad que no teníamos, y que además raya en la estulticia: en no saber viajar, y tampoco leer. En fin, que vuelve el frío. Que podemos sacar del armario los gorros, las bufandas, los guantes, los sombreros. Y podemos usarlos. Como siempre. Algunas cosas no cambian. Y es bueno saber que nuestro abrigo sigue calentando.

viernes, 4 de marzo de 2011

Carta del joven novelista Mario Vargas Llosa


Quizá no es necesario ganar el Premio Nobel para poder escribir ese discurso, pero desde luego sí es imprescindible dedicar una vida al arte de escribir. El comentario, aquí, sería reproducir el texto de Mario Vargas Llosa leído en la Academia Sueca, palabra por palabra, porque da la impresión de que todas sus novelas anteriores, esa arquitectura narrativa, esa forja honda y concienzuda del oficio, tantas vidas hechas bajo el abrigo noble de los libros, las ha trenzado Vargas para llegar hasta aquí: pero no para el Nobel, sino porque gracias a que ha ganado el Premio Nobel se ha visto obligado a escribir el discurso, una llave maestra para abrir cualquier puerta, de cualquier escritura, y también la visión gran angular del mundo a través de la ficción.

Para cualquier escritor joven, para un escritor de cualquier edad, hay algo en este discurso de una confesión deslumbradora. Escribe Vargas Llosa: “No es fácil contar historias (…). Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas (…). Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada”. La reflexión es fruto del estudio, de haber vivido bien París y Barcelona cuando las ciudades eran todavía rutas literarias. Ésta es la enseñanza de un hombre que se ha preocupado de labrar, muy humildemente, su oficio de escribir: porque esa voluntad, y esa modestia, es proporcional a la ambición del propósito.

Cuando en las clases de literatura se trate de explicar a los alumnos qué es la literatura, ya no hará falta otra referencia que cualquier afirmación de este discurso, que ha sido el verdadero premio que Vargas Llosa nos ha hecho ganar a los demás: “Quién busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una vida”, que es como decir Tolstói y Dostoyevski.

Literatura como libertad: de derechos, geográfica. Crítica del nacionalismo, “que convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento”. Horizonte, soñar, leer, narrar: para mejorar nuestro Informe Pisa, sería bueno dejar a los maestros trabajar, pero también hacer un comentario de texto del discurso, de su conexión con la enseñanza y el aprendizaje de uno mismo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Luis García Berlanga y su poesía satírica de España


Murió Berlanga con la escopeta nacional cargada, con un palacio lleno de pasillos y fantasmas de sombras arabescas. Algo había expectante, de repliegue arabesco, en el trazado libre del cine de Berlanga, en el retorcimiento de unos tipos que eran también nosotros, pero ya envilecidos por la opresión de sombras humeantes. Se ve sólo siguiendo la maravillosa, bizarra y acendrada trilogía formada por La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III, que logra un gran dibujo diagonal no sólo del franquismo final y la democracia primeriza, sino también de un sustrato que es mucho más hondo que el pavimento histórico: nuestra naturaleza inconfesable, y demasiado evidente, con su barro de humor brutal y lírico, de sangrante betún, depredador al fin como ejercicio de un autorretrato con bisturí consciente, siempre humanamente divertido y dolorosamente lúcido, con una especie de certera elocuencia cervantina que ha sido tan difícil de llevar al cine, y que en Berlanga llega al quijotismo.

Berlanga ha conseguido hacer de su visión, con títulos que son cine de todos, un género literario denso y particular, que tiene la ventaja del dinamismo narrativo, de esa transparencia en las situaciones y los tipos, y al mismo tiempo nombra nuestra región más negra, más quemada. Quizá cuando se habla del gran cine español se alarga mucho la lista, y lo que hay, por singular, es Berlanga y su mundo, que ha tenido también continuadores y una sombra alargada, pero también certera en una acotación. Tenemos tan asimiladas películas como Bienvenido, Mr. Marshall, Calabuch, Plácido, El verdugo o La vaquilla, que han trascendido ya al propio Berlanga, que tienen su existencia abigarrada, extendida y latente, alejadas del surco de su autor. También hablando de autores, no se nombra a Berlanga sin recordar a Rafael Azcona, ese escritor hundido en bloques de cemento, con esa casa antigua de vecinos hacia un patio interior, que de pronto convierte la grisura en prodigio. Pensando en Luis García Berlanga lo hago en lo mejor de nuestro cine, o en lo que más me gusta: también Jesús Franco –o Jess, como prefieran-, y su Rififí en la ciudad, tan cargado de guiños a Orson Welles, y Basilio Martín Patino, que ha sido el marciano de la fragmentación convertida en ruptura portentosa, con la capacidad para nombrar quizá nuestras parcelas más ocultas.

Cuando lo conocí, me contó entre risas que él se había presentado, de joven, al Premio Adonais. No tuvo suerte y quizá se truncó ahí su posible carrera literaria, para nuestra fortuna: porque así pudo escribir la gran poesía satírica del cine español. Porque, si el cine tiene algo –y realmente lo creo- de creación o logro colectivo, quizá ha sido Berlanga el director que nos ha reflejado con más tino. Cómo olvidar nunca a ese Luis Escobar, marqués de Leguineche, exprimiendo a un José Sazatornil, Saza, cuyo gesto ya era, en sí mismo, un portero automático. Cómo no esperar verle saliendo del Palacio de Linares, como una expedición quevedesca en un cuadro de Gutiérrez Solana: Berlanga desvelando los pasos del espectro de España, su risa de delirio inteligente.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cuenta atrás





Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero, 2011

martes, 1 de marzo de 2011

Rostros, de Ana Isabel Conejo


Cuando se ha disipado todo polvo estelar, cuando ese humo dorado de los focos se sumerge en el agua, la llovizna tardía de cualquier despertar, y un silencio azul tensa la superficie dura de la piscina, ¿qué rastro nos queda de una estrella, de su vida y sus nombres? Vivimos al acecho de la perduración: criaturas que una vez soñaron con el cine y terminaron siendo engullidas por él, en la mitomanía que se alarga más allá de las grietas vitales, del asombro y vacío en cualquier biografía. Pienso en la jovencísima Ava Gardner, cuando era sobre todo Ava Lavinia, viendo a sus once años en su Brogden natural, en Carolina del Norte, en un cine de verano, Red Dust, protagonizada por su idolatrado Clark Gable, ya por entonces Rey de las pantallas, y soñando con ser ella Jean Harlow: sin saber que veintiún años después, convertida ella ya en toda una belleza radiante de mujer, se encontraría con Gable en el remake del film, titulado Mogambo, como protagonista de un idilio triangular que cambiaba Indochina por la selva africana.

Todo esto es el cine. Esto de verdad es el cine: la pasión triangular, los rostros asomados a sus constelaciones. Es lo que se pregunta Ana Isabel Conejo en su libro Rostros (Hiperión, 2007), fundamental para cualquier amante del cine, pero sobre todo de ese cine: el clásico estadounidense, entre los años 30 y los 50. Cada poema lleva el nombre de un actor, o de una actriz. No son biografías poetizadas. No es un muestrario de películas, ni sólo esa visión evanescente que pervive cuando las vidas ya se han apagado. No es nada de eso, pero es todo eso y más: el brillo de una estrella, su rastro luminoso.

Ana Isabel Conejo, autora de otros poemarios de sutileza y de concentración emotiva y estética –Zapatos de Cristal o Atlas, ambos también en Hiperión-, ha conseguido hacer auténticos retratos emocionales, fisonómicos y cinematográficos de las grandes estrellas de nuestra primera memoria: Clark y Ava, sí, pero también Bogart, Ingrid Bergman, Rita Hayworth, Eva Marie Saint, Montgomery Clift, James Dean y tantos otros… Pasear por Rostros –es un libro habitable, como los mejores cuadros, con recovecos, fondos, claroscuros que son su densidad- es adentrarse, sí, en el Paseo de la Fama de Hollywood, pero también en las viejas mansiones olvidadas, solitarias al amanecer, tras el último tiro sobre el césped.