He visto a Maeve Brennan frente a
un escaparate de Manhattan. La he visto dibujar un perfil anguloso con su
delicadeza, el mentón detenido bajo el labio de quietud sugestiva, el pelo
recogido y ajustado hacia atrás, las manos enlazadas delante del vestido,
sosteniendo el sombrero con el lazo en la cinta. Hemos visto todos, una vez al
menos, a esta chica esbelta, principesca y menuda, con el resto irlandés en la
melancolía bajo los ojos y una puerilidad atractiva en los rasgos de cisne
mucho más urbano que Grace Kelly. Así, uno imagina a Grace Kelly de muchas
maneras, pero nunca embobada al otro lado del escaparate donde espejean los
sueños de una joya. Sin embargo, si uno piensa en un cruce entre Dorothy
Parker, o también una Zelda Zayre algo más cuerda –algo que hoy parece
demasiado difícil, incluso a Woody Allen- y la Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s, podríamos
encontrar a Maeve Brennan.
Su
llegada a España, en forma de cronista de aquel Nueva York desmesurado,
deprimido aún pero dispuesto a la alegría de la frivolidad con cierta intensidad
en los brillos, también tiene nombre de mujer: hace diez años, Isabel Núñez buscaba
en las estanterías de Strand, en plena Gran Manzana, un libro para una amiga.
Entonces se encontró, por casualidad –como suele ocurrir, siempre, en las
librerías de segunda mano- con las crónicas neyorquinas de Maeve Brennan, y así
surgió su libro Sinrazones del olvido,
escrito junto a Lydia Oliva. Luego pudo poner rostro y acción a una mujer joven
que ahora la miraba desde el buzón del tiempo. Olvidada por todos, Maeve
Brennan había muerto en 1993. Se sabía de ella que había sido escritora en The New Yorker bajo el seudónimo de The
Longwinded Lady, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968.
Ahora se reeditan estas Crónicas de Nueva York en Ediciones Alfabia,
tras una lucha constante, editorial a editorial, de Isabel Núñez –autora de la
traducción y la edición-, seducida por su estilo y por el personaje: esta chica
irlandesa, distinguida, que se había quedado en NY para ser escritora y fumaba
en boquilla, como Audrey Hepburn en Desayuno
con diamantes, tenía predilección por las gafas de sol grandes y adoraba
mirarse en los escaparates. Ella escribía en los bares. Su prosa se auscultaba
bajo el brindis. Si querías tomar un dry martini, ella te llevaba al mejor bar.
Finalmente, ya
envejecida, arrasada por su propio relato, acabó viviendo en los lavabos de The New Yorker y después en la calle,
como cualquier mendiga de sus propias crónicas. ¿Se inspiró en ella Truman
Capote para su Holly Golightly? Hoy parece que sí. Habían escrito juntos en Harper’s y Barzaar, y también en The New
Yorker. Si analizas su foto, es una Audrey Hepburn algo más frágil.
Cine, literatura y una mujer frente a un escaparate en una ciudad voraz. Demasiado como para decir que hoy será otro día cualquiera. Muy de mañana, ya tengo algo en que pensar. Habrá que estar atentos a esa edición de Isabel Núñez. Abrazos.
ResponderEliminarJosé Luis, seguro que te gusta. Un abrazo!
ResponderEliminarDesde luego tus crónicas siempre son espléndidas, nos descubren dentro de tu pasión, personas y hechos que podrían pasar sin conocerlos sino es por ti. Por cierto, mi blog cumple un lustro, ¡buen lustre le daría un comentario tuyo! hoy publicaré un pequeño relato sobre un hecho real y triste: un Ateneo con los libros embalados, no todo es real claro, pero casi. Como siempre un fuerte abrazo (sin contractura)
ResponderEliminarSiroco, para mí es una alegría verte por aquí. Nos vemos muy pronto en tu propio territorio, cinco años de Blog, enhorabuena!! Otro gran abrazo para ti (¡por supuesto sin contractura!)
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