"Amo Rusia. Mejor dicho: amo su literatura, su historia, su bebida y su
frío. No podría contemplar una existencia sin Dostoievski, sin Tolstoi y
Turgueniev, y mucho menos sin Pushkin y Chéjov, las mejores lecturas de
verano y de vida. Amo el desconcierto de Napoleón en los palacios
vacíos de Moscú, la princesa Anastasia con sus usurpaciones, ese
tenebrismo helado de Siberia y aquella evocación de Leonardo Padura de
la última salida en tren de Trotsky, con el vagón varado por la nieve,
en El hombre que amaba a los perros. Una gente que es carne de
cañón, primero por los zares y luego ante los sóviets, inventando de
nuevo todo el absolutismo proletario. Rusia siempre ha sido una
fascinación, una especie de territorio salvaje que se ha mantenido tan
intacto como el vodka en la versión ligera del martini o esa resistencia
legendaria de su pueblo abnegado, y también proteico, ante la barbarie
encadenada de sus dirigentes (...)". Para seguir leyendo, pulsa aquí.
(Publicado en El País)
No entiendo por qué Rusia sigue oliendo a lo mismo que hace treinta años. Las libertades se tambalean allí periódicamente. Un abrazo, amigo, a la vuelta del estío
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