
Qué misterio anida debajo de las cuencas de la muerte, cómo se espera un cuerpo al otro lado del ferry, para velarlo después toda la noche: un cuerpo que era más canción que cuerpo, porque Carlos Cano afinó tanto que convirtió su historia en el himno oficioso de Ayamonte. Hay quien asegura que María la portuguesa existió de verdad, y que sus nietos regentan un restaurante cerca de La Antilla, con lo que la niebla de misterio, con su dulzor de pistas encontradas, va cercando la solución del mito. No escribo el nombre del establecimiento por respeto a la memoria familiar, la misma que tenemos todos en común, que se nutre de historias, de disfraces de vidas heredadas.
La voz de Carlos Cano estremeció el puente entre la copla y él, del mismo modo que acercó irremediablemente Cádiz y La Habana con eso de que La Habana es Cádiz con más negritos y Cádiz La Habana con más salero. La única verdad de todo esto es que la literatura, más cantada o menos, siempre acaba siendo hija de la vida. Y también que echamos mucho de menos la voz de Carlos Cano, su presencia de sal y erudición buscando la raigambre popular, ese nacionalismo sin fronteras cuya única sustancia era la indagación del mayor territorio hospitalario. Seguiremos cantando María, la portuguesa porque, en realidad, lo de menos es quién fuera María, qué tejido interior se desgarró el día que mataron a Juan Flores, y qué relación tuvo con ese guardia, Nunes, que también tendrá su historia. Estampas arrastradas, esa caja metálica que guarda tantas fotos de relatos sin que la vida escriba un buen final.