miércoles, 25 de abril de 2012

Un martini en NY

He visto a Maeve Brennan frente a un escaparate de Manhattan. La he visto dibujar un perfil anguloso con su delicadeza, el mentón detenido bajo el labio de quietud sugestiva, el pelo recogido y ajustado hacia atrás, las manos enlazadas delante del vestido, sosteniendo el sombrero con el lazo en la cinta. Hemos visto todos, una vez al menos, a esta chica esbelta, principesca y menuda, con el resto irlandés en la melancolía bajo los ojos y una puerilidad atractiva en los rasgos de cisne mucho más urbano que Grace Kelly. Así, uno imagina a Grace Kelly de muchas maneras, pero nunca embobada al otro lado del escaparate donde espejean los sueños de una joya. Sin embargo, si uno piensa en un cruce entre Dorothy Parker, o también una Zelda Zayre algo más cuerda –algo que hoy parece demasiado difícil, incluso a Woody Allen- y la Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s, podríamos encontrar a Maeve Brennan.

Su llegada a España, en forma de cronista de aquel Nueva York desmesurado, deprimido aún pero dispuesto a la alegría de la frivolidad con cierta intensidad en los brillos, también tiene nombre de mujer: hace diez años, Isabel Núñez buscaba en las estanterías de Strand, en plena Gran Manzana, un libro para una amiga. Entonces se encontró, por casualidad –como suele ocurrir, siempre, en las librerías de segunda mano- con las crónicas neyorquinas de Maeve Brennan, y así surgió su libro Sinrazones del olvido, escrito junto a Lydia Oliva. Luego pudo poner rostro y acción a una mujer joven que ahora la miraba desde el buzón del tiempo. Olvidada por todos, Maeve Brennan había muerto en 1993. Se sabía de ella que había sido escritora en The New Yorker bajo el seudónimo de The Longwinded Lady, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968. Ahora se reeditan estas Crónicas de Nueva York en Ediciones Alfabia, tras una lucha constante, editorial a editorial, de Isabel Núñez –autora de la traducción y la edición-, seducida por su estilo y por el personaje: esta chica irlandesa, distinguida, que se había quedado en NY para ser escritora y fumaba en boquilla, como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, tenía predilección por las gafas de sol grandes y adoraba mirarse en los escaparates. Ella escribía en los bares. Su prosa se auscultaba bajo el brindis. Si querías tomar un dry martini, ella te llevaba al mejor bar.

Finalmente, ya envejecida, arrasada por su propio relato, acabó viviendo en los lavabos de The New Yorker y después en la calle, como cualquier mendiga de sus propias crónicas. ¿Se inspiró en ella Truman Capote para su Holly Golightly? Hoy parece que sí. Habían escrito juntos en Harper’s y Barzaar, y también en The New Yorker. Si analizas su foto, es una Audrey Hepburn algo más frágil.

lunes, 23 de abril de 2012

Día del Libro: Cervantes y la modernidad


Vuelves al Quijote y se acumula una lentitud de hojas prensadas, de grabados enormes de Doré ilustrando los ecos del pasaje. El Quijote es el eco del pasaje, y también del paisaje, la salida a la luz después de haber entrado en la Cueva de Montesinos, para poder mirarnos con más fuerza en la revelación de lo que somos. Al Quijote se vuelve siempre o casi siempre, aunque no se tenga el libro entre las manos; porque, de alguna forma, siempre lo tenemos durmiendo en la retina, atisbando los párpados, presionando el envés de lo que no seremos. Sin embargo, el Quijote sí es dueño de nosotros; no tanto de lo que somos, como de lo que ansiamos ser, de esa naturaleza paradójica entre la realidad y el deseo, con la idoneidad de cualquier sueño puesto cara a cara con su revés patético. Somos el Quijote y su angostura, somos la sustancia invertebrada de la España posible, en donoso escrutinio, con su hoguera final.

En esta vida, cualquiera se define en los homenajes que hace. Uno, cuando escoge hacer un homenaje, se está nombrando a sí mismo en el valor, y también en la falta de valor, de la figura homenajeada, de aquél a quien le presta, y le organiza, el aplauso de otros. Cuando Miguel de Cervantes comenzó a pergeñar el Quijote no estaba ya para muchos homenajes: la vida no le había dado demasiadas ocasiones como para sentirse agradecido, a pesar del aplomo valeroso con que don Juan de Austria había valorado su participación heroica en la batalla de Lepanto.

Corrupciones de entonces, no muy diferentes a las nuestras de ahora, con la compra de honores incluidos, fanfarrias al abrigo de figuras de honradez dudosa y justos que purgaban, en la cárcel, por las culpas de otros. Sin embargo, Cervantes deja a un lado el teatro y también la poesía, en parte porque no puede, ni con Lope en los escenarios, ni con Quevedo y Góngora en las rimas, y es entonces cuando decide, en el colmo de toda frustración, reinventarse a sí mismo, y probar a inventar su propio género, que nombre y pueda contener su vida.

Así nace el Quijote, con sus consabidos homenajes poéticos: así, parodiando a la novela de caballerías acaba sublimando su linaje –no sólo el de Amadís, o el de Tirant, sino también el propio, esa misma conciencia de hijosdalgo que tanto preocupara a su limpieza de sangre-, acaba prestigiando sus valores, esa tierna equidad que era una indignación del XVII.

El Quijote, con toda esa literatura dentro de la literatura, con toda esa raigambre de homenajes dentro del homenaje que es el libro con placer de contar, es la modernidad: no sólo Galdós, en pleno costumbrismo; el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes. Una gran road-movie.

domingo, 22 de abril de 2012

Poema del domingo


LOS VIOLINES HAMBRIENTOS


Los violines hambrientos. Tocaremos la aurora con su pan de equipaje, su maleza de cuarzo. Heredarás mi caja de herramientas, los dibujos parlantes al abrir la camisa. En la palma el dolor laminando el silencio. Perderás como ayer, pero no es importante: mantén la gracia, el don gratinado del cielo, su rabia pulmonar. No permitas que nadie condicione tu gesto. No hay caudal sin mutismo. Al final de la barra los mineros comercian con su propia fortuna. El palacio de cobre con su foso de humo, almadén sin escoltas oficiales de cal, el oficio privado de la perduración: descansaré a la sombra, y limpiaré tu voz de su propio equilibrio.


Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

viernes, 20 de abril de 2012

Las mil vidas de Alberto Ballesteros


De entre todas las virtudes que lleva en su cajón Alberto Ballesteros, quizá la más importante es que no trata de imitar a nadie, de gustar a nadie, de caerle simpático a nadie. Y claro que Alberto Ballesteros, este songwriter emigrado de Sheffield que es de lo más brillante que uno puede encontrarse en la nueva noche madrileña, tiene influencias, ha buscado bien a sus maestros, sube al escenario y es una proyección que ha imantado el eco de un aplauso. Y claro que es simpático también. Pero una cosa es serlo y otra intentar serlo. Una cosa es haber escuchado bien a César Pop o a Quique González, y otra muy distinta intentar cantar como ellos, o escribir como ellos, o hasta imitar su tono o sus mensajes. Alberto Ballesteros tiene mil direcciones porque no ha parado de buscarlas, de tentarse a sí mismo para encontrar, al fin, la verdad de sí mismo, la singularidad que le da fuste, pegada y prontitud, y también muchas caras de una misma moneda radicalmente despierta; pero sobre todo, la intención de renovarse a cada golpe nuevo de canción, en las letras que tienen, de verdad, poesía -ahora que tanta gente, sobre todo cantando, se adjudica el vocablo-, y una nueva manera de cantar, que en realidad es la buena, la antigua, la de siempre, que se aleja del grito y se decanta por esa menudencia matizada que parece en muchas ocasiones que no llega, que se arrastra y te abraza, que se eleva y sucumbe a su propia caída, en su fiebre de labios, de guitarras partidas, de las botas castizas encontradas en una tumba abierta en el desierto de Arizona.

Mañana sábado, a las 22:00, toca en el Libertad 8. Le acompañarán Ángel Pastor y también Héctor Tuya, su productor musical en ese disco sobrio, auténtico, que no se parece a nada o no trata de hacerlo, que ha sido Teatro Chino. Alberto Ballesteros es de lo más honrado y digno que uno puede encontrarse cualquier noche de Madrid en una sala. Lleva, como todos, varias existencias en los hombros, la vida vespertina, también la taciturna, la escritura y la vida, el trabajo o la vida, pero tiene la inteligencia de no alardear de su alter ego, de guardarlo en su voz, cubrir su piel biográfica, de convertirla en verso, reverso de una piel que es la escritura lúcida del día.

No se lo pierdan.

jueves, 19 de abril de 2012

La primavera italiana de Pablo Rubio


Imagino a Pablo Rubio sentado tras su mesa del Café Comercial, atisbando los amplios ventanales y anotando los trazos minuciosos de la vida pintada. Lo veo –creo verlo- en uno de los asientos pegados a la pared, como esos sofás pardos que acomodan la espalda y te ofrecen, delante, toda la inmensidad del gran salón, ocupado por mesas de mármol negruzco, veteadas con hebras finísimas y blancas donde el café se derrama sobre el tique de la cuenta, formando comisuras imposibles de siluetas brumosas. Ahora estoy seguro: estoy viendo a Pablo Rubio, en este mismo momento, tomar notas en una de sus libretas, sobre el escenario que se ofrece, presuroso, cromático y tardío, al otro lado del cristal enorme, Madrid reblandecido en la glorieta luminosa de Bilbao, cuando el último sol se escurre por los áticos de grandes balconadas con su espesor sangriento.

Pero antes, poco antes, Pablo Rubio ha pasado por Barajas. Ha llegado de Italia, donde ha expuesto mucho y bien. En la Toscana, en Lucca, en una muestra colectiva reciente, pero también en Roma y en Bolonia. Ahora va hacia Córdoba, tras la parada en Madrid, donde preparará varias piezas que después enviará a Portugal. Pero es Italia, sobre la que escribiera Blasco Ibáñez un libro hoy un tanto olvidado, En el país del arte, que es una guía de viajes fastuosa, del escritor reencarnado en la verdad más pura de la piedra en el tiempo. Mucho sabe del tiempo, de su fragmentación quebrada en una identidad, Pablo Rubio, que ha ido construyendo una poética no muy alejada de uno de sus maestros, el griego Jannis Kounellis, que utilizó la tierra, el fuego, el humo y el carbón, la madera y hasta animales vivos no sólo en sus pinturas, sino también en sus instalaciones; así, el pintor cordobés –creador, también poeta del matiz sugerente con su verdad de fuerza material-, en la última colectiva en Lucca, ha compartido espacio con el mismo Kounellis, con lo que las distancias se definen en su plasticidad sobre el azar.

La muy interesante propuesta de Pablo Rubio es el territorio de la pérdida, sí, pero también la búsqueda interior, la multiplicación y el reencuentro. La identidad, o sea, con su doble vertiente de memoria y olvido, de recuerdo y presente, con lo que su pintura y sus espacios se van nutriendo también de la poesía visual de ese desvalimiento, y también el vigor, que es el tanteo, o acecho, hacia uno mismo.

L´identità frammentata es una biblioteca colosal poblada por papeles, libros y anaqueles, también retratos y objetos, casi siete metros de ancho por tres de alto, que de pronto asiste a su propio derrumbe, que es la misma caída del yo desvanecido. Si quieren internarse en su estimulante geografía, entren en www.pablos-pablos.com. Pura creación libre, con la hondura más dúctil.