miércoles, 30 de noviembre de 2011

Germinal




Joaquín Pérez Azaústre. Marruecos, octubre, 2011

martes, 29 de noviembre de 2011

Pablo Milanés en Miami


Pablo Milanés toca en Miami, resucita la Nueva Trova Santiaguera en el corazón de los milagros. Pablo Milanés toca en Miami después de haberlo hecho en el Teatro Warner, en Washington, a apenas tres manzanas de la Casa Blanca, y de pronto la Guerra Fría se regenera sola, se potencia entre el mundo exaltado de Miami y el fantasma de la Revolución.

Después de tantos años desde playa Girón, es posible seguir escuchando a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez exactamente igual que entonces, pero sin política: la música es la misma, y las letras también. Sin embargo, es la Revolución cubana la que aún no ha llegado al puerto equidistante de una transición democrática, con unas garantías políticas y sociales que ahora piden también algunos de sus protagonistas.

Pablo Milanés toca en Miami, amplía su geografía de actuaciones, pero lanza además un hermoso mensaje de reconciliación. Algún día, La Habana caerá y se levantarán las libertades públicas. Lo que la Revolución de Fidel Castro pudiera haber tenido de inspirador en sus inicios, al abrigo de cantos libertarios salidos de los labios de estos mismos trovadores, derivó después en una extraña y pintoresca dictadura estalinista transida por maneras de Tirano Banderas, por citar a Valle-Inclán y no siempre a los tiranos descritos por Gabriel García Márquez, tan cercano a Fidel como pudieran serlo, antes, los viejos cantautores de la tierra ganada.

Tras la Revolución, el pueblo cubano reconquistó su tierra nacional; inmediatamente después, perdió lo que nunca había tenido: la capacidad de escoger, o de ir buscando, su propia senda histórica.

Ahora Pablo Milanés toca en Miami y nada menos que veinte organizaciones anticastristas acuden a las puertas del American Airlines Arena para protestar violentamente contra el concierto, tras haber arrancado estas últimas semanas los carteles que lo anunciaban y haber destrozado, en público, unas cuantas decenas de sus discos, después de amenazar a los organizadores.

Tras 52 años de dictadura, se entiende y se respeta, y también se comparte, la crítica a un sistema que se ha agotado a sí mismo y que ya sólo tiene, en el mundo de hoy, la salida de la democracia participativa. Sin embargo, la destrucción de discos recuerda demasiado a las quemas de libros en el mundo de ayer, en Berlín, cuando el partido nazi requisaba títulos de Stefan Zweig.

Pablo Milanés es mucho más que su compromiso político –acaba de afirmar que ya no canta a Fidel, que cantaría encantado a las Damas de Blanco y que es un revolucionario crítico-, y la nueva Cuba no se podrá escribir sin escuchar Yolanda, como apenas podríamos respirar sin escuchar, de nuevo, Ojalá, de Silvio, o La gaviota.

La transición tendrá su propia banda, pero también habrá de convivir con el pasado, comprender sus matices, reinterpretar las músicas, para así reinventar un futuro común.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Lunes 28, Manuel Cuesta en el Galileo


Esta noche hay en el Galileo una concentración de emoción libre. Toca Manuel Cuesta, que es la doble cara de sí mismo. Cuánto de metafórico hay en la recreación del super-héroe de su último disco, más allá de la fascinación del cómic: porque esa doble vida y doble cara es la que guarda él, la que ubica a menudo siempre en el revés de sus canciones.

El tema podría ser Cantautor en tiempos de crisis, o cómo sobrevivir a la prima de riesgo tras la fragilidad de la creación. Escribir y cantar. Escribir es cantar. Manuel Cuesta nos canta y nos escribe, porque edifica el canto en una pulcritud de la palabra poética liviana que no renuncia nunca a su expresión sensible.

Así, dentro de sus múltiples dialécticas, tan extremadas como las de cualquier compositor, Manuel Cuesta se mueve en esa dualidad de quien bascula entre el riesgo de su propio talento, esa facilidad que puede ser un corte de cualquier garganta artística, y la dificultad de unas jornadas que dejan sólo breves pausas para su verdadera vocación. Pero ahí está el tío, tocando esta noche en la sala Galileo Galilei, uno de los templos musicales de Madrid, prestigiándolo con su tenacidad, mientras escribe un bello texto sobre Enrique Urquijo y organiza su agenda dentro del camerino, manager de sí mismo, bien reconocido en el entorno por su mejor franqueza.

Después de casi diez años de amistad, de haber visto crecer a muchas de sus canciones, todas sus estaciones y sus discos, hoy sigo creyendo en Manuel Cuesta. Mantener esa fe nos ha costado a veces poéticas de silencio no tanto a lo Valente, sino a lo Mallarmé, con ese folio en blanco que nos salva, en ocasiones, de tener que escribirlo. Siempre, casi siempre, es mejor dejar un espacio libre que ocuparlo, porque en los intersticios permanece la música, como una salvación, y esas viejas canciones, pasatiempo de luces subterráneas en una Nochevieja sin ilusión de horas predecibles.

Esta noche, no le faltarán amigos a Manuel dentro y y fuera del escenario. Por algo será.

martes, 22 de noviembre de 2011

Green Lantern


Green Lantern alerta bajo el cielo esmeralda. Hal Jordan volando sobre el envés cobrizo de una galaxia roja, trazando su regreso hacia la Tierra sin devolver su anillo a Los Guardianes. Las salas de cine siguen llenas de superhéroes. Y además, con buenas adaptaciones, lo que no es tan común. Ésta de Green Lantern, por ejemplo, ese guerrero de poder colosal convertido en el puño de la imaginación verde. La historia es conocida: Hal Jordan, un experto piloto, se encuentra con una nave espacial que se ha estrellado contra la corteza terrestre. Allí recibe, de manos de su tripulante, un extraño ser con el cráneo rosado y un uniforme verde y negro, su anillo: Hal Jordan será su sucesor, y el primer terrestre miembro de los Green Lanterns Corps, un cuerpo milenario de defensores de la verdad y la justicia en el universo.

El anillo de poder materializará todas las formas que su cabeza imagine para adaptarlas a cualquier combate. Es, digamos, un superhéroe especial, que no usa una fuerza bruta ni dispara rayos por los ojos, sino que imagina, que fabula cualquier imagen y la vuelve real: pero siempre en color verde, desde un elefante a un parque de atracciones. Además, su enemigo es el miedo: frente a la imagen del héroe seguro de sí mismo, Hal Jordan emprende su lucha personal en la determinación por dominarlo.

Green Lantern siempre ha sido un secundario lujoso en DC Comics, tanto en su Edad de Oro como en la Edad de Plata: así, siempre por detrás de Superman y Batman, cuando los superhéroes se reunían para salvar a la Tierra de cualquier amenaza interestelar era imprescindible el concurso de Green Lantern. Todo en este héroe es peculiar: así, si su fuerza proviene del color verde, su punto débil es el color amarillo. Además, tiene dudas: a fin de cuentas, él no nació superhéroe –como Superman- ni tampoco eligió serlo –como Batman-, sino que le cayó del cielo –y nunca mejor dicho- la responsabilidad: se supone que es el propio anillo del poder quien te elige, y así eligió a Hal Jordan como defensor de la galaxia, con ese antifaz verde y su uniforme.

La película es magnífica como adaptación del cómic: capta toda la esencia vital del personaje, sus fragilidades y su humor. Martin Campbell, el director, no presume de ser un gran autor como Tim Burton o Christopher Nolan, tan creativos que destrozan a Batman, sino que se limita a la honradez del trabajo bien hecho, con fidelidad: a fin de cuentas, si un personaje tiene miles de lectores en el mundo, a lo largo de varias generaciones, desde los años 50, ¿a qué tiene que venir un director de cine pretencioso para convertirlo en otra cosa? ¡Viva Green Lantern!


Dibujo de Gil Kane

lunes, 7 de noviembre de 2011

Vuelve Tony Montana


Vuelve Tony Montana, es el regreso del hampa hecha una estética. La propuesta no era nueva, pero había que hacerla nueva: por eso Oliver Stone se inventó la historia de un cubano que, abandonada su isla tras el éxodo de Mariel, en el 80, se convierte en un capo de la coca en Miami, a partir de la película de Howard Hawks. Sin embargo, algo –todo- en esta Scarface era distinto: ese dinamismo de los planos, una sexualidad de la violencia, convertida en preludio del deseo, y también un lenguaje áspero de calle.

El choque entre el guionista y el director, Brian de Palma, seguramente también tiene que ver en la agresividad brutal de impacto, de disparo en la sien, mientras una sierra eléctrica hace trizas el cuerpo de un amigo y la bañera blanca se llena de sangre. Tony Montana es una creación de Oliver Stone, pero también, en parte, de Al Pacino. Sucede con Al Pacino como con Marlon Brando y James Dean, y un poco con Montgomery Clift: que no solamente actúan, no interpretan, sino que están creando casi a partes iguales que el guionista. Ya sé que esto puede afirmarse de la mayoría de los actores buenos, y por supuesto de los más brillantes; pero, quizá por su vinculación mágica/mítica con el universo de Lee Strasberg y el Actor’s Studio, lo cierto es que hay un grupo muy reducido de actores sin los cuales ya no podemos ver los personajes.

Al Pacino es Tony Montana en la misma proporción que es Michael Corleone. James Caan hizo las pruebas también para ser Michael, y se conformó al final con ser Santino: un gran Santino, dicho sea de paso. Al Pacino es Tony Montana cuando se acerca a Michelle Pfeiffer, embutida en su vestido rojo, como una gata roja en su mirada roja, y le pregunta su nombre. Michelle Pfeiffer no tiene nombre, es sólo la sombra refulgente de una carne de un pálido fuego. Tony la consigue por la vía violenta: ella es la perfección de Lauren Bacall y de Verónica Lake, sin sofisticación, sí, pero con mucha más sexualidad.

Los 80, claro, fueron muy sexuales, incluso en su violencia decadente.

Ahora, treinta años después, se vuelve a estrenar Scarface en los cines estadounidenses, en una versión remasterizada. Gusta mucho ver en el estreno a Pacino en plan hippie, un poco Woodstock, pero de andar por casa. El cine de mafiosos actual tiene dos extremos: uno es Scarface, y el otro es El padrino. Sin ninguna de las dos se entiende el cine moderno, y en las dos brilla Pacino como un actor que escribe sus papeles, que los reinterpreta y los ocupa como si fuera él guionista y director de su propia piel pirograbada.

En cualquier discoteca de la costa, hay pistolas ocultas bajo el raso.