martes, 20 de noviembre de 2012

La ira del desahucio


No ha hecho falta consenso para la reforma laboral con su despido libre, ni para la amnistía fiscal con los defraudadores de Hacienda. Sin embargo, el Gobierno se ampara en una solución pactada con los bancos para afrontar el drama del desahucio. Nada menos que 350.000 desde 2008, con 100.000 familias más que pueden resultar afectadas este año y 200.000 el siguiente. Las cifras no son una especulación: son reales, y llevan tras de sí una muerte real, con su asfixia social. El famoso Código de Buenas Prácticas aprobado hace seis meses, al que en su día se sumaron libremente las entidades bancarias, únicamente se ha llevado a la práctica en situaciones de indigencia extrema. Los bancos abrazaron una solución no vinculante, que les dejaba con absoluta libertad para no tenerla en cuenta. Cosa contraria hubiera sucedido con una reforma legislativa, tan vinculante como la laboral: aunque, por otro lado, muchísimo más justa.

Dice Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia, que el Gobierno prefiere una “acción concertada con los bancos”. Esto, más o menos, es como que te atraquen a la salida del cine, que te roben hasta los calzoncillos, que te quiten las llaves de tu casa y se la lleven también, para que el ministro de Justicia sugiera una “acción concertada” con los atracadores. La comparación no es baladí: no admitida la dación en pago –esto es, que una vez que el banco se queda con tu casa por impago de la hipoteca, la adjudicación del bien inmueble por el banco suponga una extinción de tu deuda, que no sigas pagando por la propiedad de lo que ya no posees-, el banco quita la casa a los desahuciados y, una vez dejados en la calle, la deuda no se extingue y se cobra hasta el final. Hasta el final, ¿de qué? De un atraco legal. Porque si el banco prestó dinero a un deudor para comprar un inmueble, con un precio de tasación, luego no puede reducirle el precio de adjudicación hasta un 50%. Es el negocio del siglo: el banco no tasa tu propiedad en lo que vale, sino en la mitad; luego la pone a la venta por el precio real, o sea el doble, y tú mientras, en la calle, sigues pagando el resto de la deuda. Y frente a esta situación no ya de abuso, sino de expolio social, el Gobierno propone consenso.

Lo más sangrante es que muchos de estos bancos han sido rescatados con nuestro dinero: con nuestros ajustes, con nuestros despidos. Y reciben dinero del Banco Central Europeo con un interés mínimo. O sea, que les pagamos su mala gestión y nos quitan las casas. El Gobierno debe salvar al ciudadano: no necesitamos Código de Buenas Conductas ni para los desahucios ni para los asaltantes a punta de pistola, sino legislaciones justas.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Los escenarios de la memoria (II)


¿Cómo se transita la memoria, con qué vigor de tiempo se mantiene en una pulcritud de las estampas? ¿Vivimos o soñamos el recuerdo? ¿Lo vamos escribiendo con nosotros? ¿Qué es la literatura, entonces, sino un regreso eterno a las palabras de la pura vivencia? Todas estas preguntas me vienen a raíz de la relectura de Los escenarios de la memoria, el maravilloso libro de Josep Maria Castellet sobre los años felices de la celebración, ese tiempo de vida, por parafrasear, de nuevo, el título de la última novela de Marcos Giralt Torrente, en el que viven las horas más brillantes de una plenitud. Realmente Barcelona era entonces otra, otros también los bares y hasta el humo de las conversaciones. Se bebía ginebra hasta caerse –algunas cosas no cambian-, y después se tiraba de Alka-Seltzer como medicamento generacional. Las copas se tomaban en Boccaccio, y Jaime Gil de Biedma atendía a un jovencísimo Serrat, que le comentaba su proyecto, entonces muy vivo, de musicar uno de sus poemas.

Aquello era más grande que la vida, porque el exilio era ya gravitatorio, se hablaba más de España fuera de ella y había unos oasis muy pequeños, visibles y fulgentes, también en Madrid, como el Café Oliver en Madrid y todavía el Gijón, que vivía el canto del cisne más espectral y rítmico, antes de convertirse en un museo.

Hoy todo se transita en el museo, pero abriendo Los escenarios de la memoria uno se reencuentra con un mundo que ahora apenas vive en los poemas de Gabriel Ferrater. Carlos Barral, mientras, procura que su barba se mantenga cuidadosamente recortada. Ungaretti contempla el mar Mediterráneo en un barco invisible que navega de Sitges a Alejandría, y otra vez a Sitges, como si Ítaca fuera el bamboleo del mar.

Rafael Alberti en la URSS no se cree su propio personaje, Josep Pla nos cae algo antipático y Aranguren parece un tipo abrigado por los libros y una conversación que se nutre a sí misma a lo largo de años, siempre que no interrumpan por teléfono. Pere Gimferrer es director y guionista, pero también estrella fulgurante de una película en blanco y negro que nos lleva a su casa, hace más o menos treinta años, convertida en guarida para una iniciación, libresca, sobre su propio mito, y Mercé Rodoreda nos mira desde la eternidad de un piso minúsculo en Ginebra, cuyas sombras la envuelven por la noche.