jueves, 29 de diciembre de 2011

El invernadero de nieve




Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, diciembre, 2010

lunes, 26 de diciembre de 2011

Un abrazo para Sancho Gracia


Sancho Gracia deja atrás, una vez más, toda su cabellera portentosa para agrandar el salto de la vida. Le he escuchado hablar, en una entrevista, del tercer cáncer al que tiene que enfrentarse: tras superar uno de pulmón y otro muy violento de vejiga, ahora le han descubierto un tumor cerebral. Le pregunta la presentadora si tiene la cabeza rapadita y Sancho Gracia responde: “Como una bola de billar”, con esa simpatía socarrona que es un ánimo alzado, una especie de presencia joven o una disposición que es la sonoridad corpórea de su voz.

Sancho Gracia es su voz: tanto, que hizo grabaciones musicales recitando temas como Usted, incluidos en discos recopilatorios de canciones de amor, que era lo suyo, y ahora sigue siendo también su propia voz, con vigor telefónico y ganas de volver para quedarse más.

La voz de Sancho Gracia es también el cuerpo de Curro Jiménez, la leyenda. Qué se puede decir hoy de Curro, ese barquero de Cantillana que no rodó nunca en Cantillana, sino en Lora del Río, porque, como dice él mismo con bastante gracia, allí no quedaba ya ni rastro de la barca. Luego el resto de Andalucía, Ronda, Córdoba, persiguiendo franceses y defendiendo la legitimidad de la Constitución del 12, como luego defendería también la del 78 pidiendo el voto para Adolfo Suárez.

Este hombre de acción debutó con Margarita Xirgú, todavía con el eco lorquiano entre las tablas, estudió en Los Ángeles y se estrenó en España con Vampiresas 1930, de Jess Frank. Antes de Curro, la serie Los tres mosqueteros, haciendo un D’Artagnan más bien hispano, alejado de aquellas cabriolas de Gene Kelly, con una sobriedad entre castellano-uruguaya, en la que ya montaba a caballo y peleaba él, su corteza del héroe. Doce hombres sin piedad y Los camioneros, con una trashumancia por la nueva España.

Después, Curro Jiménez, que ha sido una cara de la Transición, con sus tres temporadas y un regreso, en 1995, todavía no crepuscular, como el nuevo proyecto que acaricia ahora Sancho Gracia: una vuelta de Curro Jiménez, anciano y muy cansado, que recuerda los años de su primera juventud, en los que encarna al personaje su hijo, el excelente actor Rodolfo Sancho.

Me ocurre con Sancho Gracia y con Curro Jiménez como con El padrino: todo me parece bueno, el inicio, el regreso y también el ocaso. Recuerdo un día en Sigüenza, hace cuatro años: me encontré, saliendo de una cafetería, con Curro Jiménez vestido de domingo, con la misma sonrisa que montado a caballo y sin su pistolón. Nos hicimos una foto y recuperé al niño que también quiso unirse a él y su cuadrilla.

Deseo ver estrenado ese proyecto, con Sancho y su hijo. Ahora, más que nunca, necesitamos de nuevo a Curro Jiménez cabalgando por Sierra Morena.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Alberto Ballesteros, Teatro Chino y Libertad 8


Merece la pena mantener plaza fija en Madrid para poder asistir al velo de la luz, curvada y ocre, en una sala mágica, sobre el escenario minúsculo del Libertad 8, donde hay milagros puros que se ofrecen sin grandilocuencia, pero con una verdad que se palpa y se escucha, se respira y se escribe.

Ayer por la noche se presentaba Teatro Chino, el segundo compacto de Alberto Ballesteros. La noche en que me despedí no me pidieron las llaves, pero ayer vigilábamos todos la entrada y la cortina de la sala, porque no nos queríamos perder ni un solo minuto del arranque.

¿Qué pasa con este muchacho, que se sube al escenario casi de puntillas, como un gato, pero con unas botas repletas de energía que golpean, tienen ritmo, con una humildad intensa, con su palabra breve y su postura, de fetal a creciente, apostado en su silla, que de pronto despliega esa fortaleza quebrada de la voz, esa fragilidad hecha misterio, esa sutileza convertida en el eco más nítido?

Ellos seguirán allí, fumando en cubierta, y nos acordaremos de ti: estamos destinados a acordarnos de Alberto Ballesteros, y también celebrarlo. Le acompañaron Ángel Pastor, con su armónica negra, de blues incorporado al corazón de Madrid, y también Héctor Tuya, productor y músico total, entre Asturias y Nueva Orleáns, sobreviviente de noches muy lejanas que ayer también regresaron con su mejor versión, cuando el poeta, novelista y noctámbulo Diego Medrano desnudó El clítoris de Camille y acabó descubriendo que, lo suyo, siempre ha sido Tapar el sol con el pulgar.

Noche de sinergias y reencuentros, noche con Elvira hecha una reina, como siempre, turquesa bajo el cielo del desierto del Atlas, y con Salva volando encima de la Puerta de Toledo.

Pura alegría de noche humada en piano-bar, que también pudo ser una noche infinita, y en realidad lo fue.

Alberto Ballesteros escribe con una pulcritud musical de concepción poética, que juega con tu oído y lo despierta en el entendimiento de lo sugerido. Hay elegancia, sobre todo elegancia, en este chico que lo mismo te arranca un aullido interno con su Bésame, o dispara, que consigue levantar a todo el Libertad con su trepidante canción Tu ventana, porque cada día que nace resucito contigo: "voy a abrir tu ventana y a besar tu sonrisa, / voy a hacerlo despacio que no tengo prisa, / la tristeza se ahogó en el fondo del vaso, / si te vienes conmigo seremos hermanos".

Y lo somos. No hay certeza en él, sino discernimiento; no hay una afirmación, sino un interrogante que se encuentra a sí mismo y también nos alumbra un poco a los demás, nos sube al escenario sin subirnos.

Tanto Teatro Chino, como su anterior disco, Sheffield –con temas ya clásicos entre nosotros, como Buscando un trozo de cielo, No habrá dolor y Sweet Corinna-, van precedidos de textos que son unas novelas comprimidas, una especie de prólogo que es también una fotografía del trasiego de Alberto, de todas las imágenes fijadas dentro de la maleta, como las hojas sueltas de una vida que luego cobra forma al ser cantada.

Me gusta mucho el arte de los discos de Alberto, la forma de contar lo que no cuenta, el concepto de la fotografía, la estética, la guasa y también el dolor, cuando es preciso, pero siempre mostrado con decoro, con esa emoción fina que aparece de pronto debajo de las letras.

Estuvo acompañado de toda su familia, de sus padres y hermanos, que es la mejor manera de cantar, y también de muchos de sus amigos.

Y de sus seguidores, que cada vez son más.

Cantó de maravilla. Zapateó, transmitió, sin levantarse ni una vez de la silla. Es increíble lo que puede lanzar este muchacho, toda la carga tan profunda de belleza y verdad, de melodía sensible, sólo con la fuerza de sus brazos llevando la guitarra sobre el baile de su propio disparo.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Poema del domingo


EL INDIANO

Si la memoria curva arde en los arcos,
cómo se comprime una conciencia
dura de ventisca y senectud.
Fue la mañana gris del vendaval,
con el mantel de lino sobre el campo
en su tensión mojada.
Quién podrá beber ahora su cáliz,
en qué verdad de yermo, si es un dolor sin muerte
hurgando entre los párpados vencidos
de un vaivén de columpio en la ladera.
Quedan, apenas, trozos de un paisaje,
sólo restos de ti, como tu nombre
que ahora se define con nosotros,
se perfecciona, vuela, es casi exacto
si podemos volver a tu ciudad
casi como a la nuestra:
sin regresar y sin asimilarnos,
si nos mira como a un desconocido,
como a alguien que se adentra
por un tiempo que fue su propio tiempo
y no le reconoce.


Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

jueves, 15 de diciembre de 2011

Puente aéreo: "... Y la palabra se hizo música", de Fernando Lucini


Y la palabra se hizo música. Porque la música tiene su propia palabra. Porque la palabra es música. No hay otra explicación: nacemos para el éxtasis y el canto, como dice Javier Vela, de una verdad interior, de su propio linaje convertido en el ritmo de un latido secreto. No se trata tanto de musicar un poema, de añadir melodía a lo que ya tiene melodía: sino de cantar, de bailar los acordes de una celebración, de levantar la voz como un emblema que es también un nuevo testimonio de vocablos palpables, de memoria sonora.

La palabra se hizo música: fue entonces cuando se reconoció, cuando la canción popular amarró sus cimientos a una densidad y también cuando el propio poema ganó respiración, se oxigenó, en otra dimensión que hacía vibrar los libros en su nueva impresión del escenario.

Esta tarde se inaugura, en Rivas, la exposición de Fernando Lucini "... Y la palabra se hizo música", abierta hasta el 13 de enero. Como escribe Rodolfo Serrano, "Merece la pena, porque es la memoria no sólo musical, sino artística y social de un país y de un pueblo. De Fernando ya lo he dicho todo. Creo que es uno de los pocos que ha dedicado su vida a la canción de autor, a la memoria, a la lucha. Hombre de una generosidad que casi hiere, tiene en el corazón cada nota que se ha interpretado en España para luchar por la libertad. Yo me siento orgulloso de ser su amigo".

Yo me siento también orgulloso de ser amigo de los dos, de asistir a tantas conversaciones sobre Miguel Hernández, sobre Lorca y Machado, alguna vez Guillén, Luis Cernuda, José Hierro, Pablo Neruda o José Agustín Goytisolo; pero también Paco Ibáñez, Serrat, Carlos Cano, Hilario Camacho... Fernando Lucini tiene espacio para todos en su mirada abierta, dedicada al estudio de la canción de autor como un género que puede abarcar todo, empezando por la propia poesía y terminando en el arte de los discos. Pura creación amplia, para dar otro vuelo al adjetivo.

Claro que un poema es una cosa y una canción otra, pero aquí el asunto es diferente: se trata de integrar el pálpito sentido al escribir con esa exaltación de su canto encendido. Porque la palabra se hizo música, se vuelve otra vez, hoy, música en Rivas Vaciamadrid, en su verdad múltiple.

Carátulas de discos y fotografías de autores españoles y latinoamericanos de los años 60 y 70, Edad de Oro de la canción de autor -seguramente ahora, desde mediados de los 90 para acá, vivimos la Edad de Plata-, en una concepción orgánica de tres brazos nutrientes: el exilio, el arte y la poesía.

El canto exiliado, así, es un "homenaje a las voces prohibidas y silenciadas durante la Dictadura", con álbumes editados entre 1962 y 1974 por Imanol, Paco Ibáñez, Bernardo Fúster, Chicho Sánchez Ferlosio, Elisa Serna o Pedro Ávila; Arte y canción nos muestra la variedad cromática, casi poesía plástica, en discos de Adolfo Celdrán, Raimon, Vainica Doble, Tita Parra, Los Sabandeños, Camarón, Martirio, María Dolores Pradera o Luis Eduardo Aute; y La canción y los poetas reincorpora a Jarcha, Olga Manzano o Soledad Bravo, a la vigorización de una poesía entendida entonces, sobre todo cuando era musicada, como compromiso político. Todo esto, acompañado de ilustraciones de Miró, Dalí, Mariscal, Tàpies, Barceló... También el propio Alberti, que, de haber nacido cuarenta años más tarde, seguramente, también hubiera sido cantautor. Como Rodolfo Serrano, cantautor sin guitarra, veterano de noches recortadas con discos.

... Y la palabra se hizo música, en Rivas Vaciamadrid, se inaugura esta tarde, a las 20:00, en el Centro Cultural García Lorca -no hay mejor nombre-, y lo hará, claro está, con música y palabras, con palabras y música: hablarán, recitarán, cantarán, históricos como Pablo Guerrero, Luis Pastor, Elisa Serna, Javier Bergia o Martirio, jóvenes maestros como Pedro Guerra, Ismael Serrano y Manuel Cuesta y también gente nueva, estimulante, tan prometedora como Marwan, Jorge Castro y Muerdo.

Yo también mordería por estar allí.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

África




Joaquín Pérez Azaústre. Marruecos, octubre, 2011

martes, 13 de diciembre de 2011

Ciudadanos de Rusia


El pueblo ruso empieza a levantarse. Cientos de miles de ciudadanos se manifestaron el sábado en Rusia y acaban de aprobar una resolución en la que exigen al Gobierno una convocatoria de nuevas elecciones, después de que Hillary Clinton, jefa de la diplomacia estadounidense, en el Consejo ministerial de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, afirmara que las recientes elecciones parlamentarias no fueron “ni libres, ni equitativas”. Los observadores de la OSCE informaron de varias “violaciones” de la legalidad, incluido el “relleno de urnas”.

Ganó Rusia Unida, de Vladimir Putin, con mayoría absoluta en la cámara baja de la Duma, pero ahí no acababa la victoria: el martes, el dirigente opositor Boris Nemtsov era detenido en Moscú junto a 250 manifestantes, así como otros tantos cientos de opositores también fueron encerrados en furgones policiales. También el bloguero Alexei Navalni era retenido durante una manifestación que acusaba al gobierno del fraude electoral y otro líder opositor, Ilia Yashin, era condenado a 15 días de cárcel solamente por manifestarse. Pero ahora, esta resolución firmada por miles de rusos, ha sido publicada en la web liderada por el ex campeón de ajedrez Gari Kasparov, exigiendo al Gobierno la libertad de los presos políticos y la anulación de un escrutinio que entienden falsificado, la dimisión del jefe de la comisión electoral, Vladimir Churov, la investigación de todo indicio de fraude, la penalización de los culpables y el cambio de la ley electoral. Para los 35.000 manifestantes del sábado, y para cualquier tipo decente, ya sería una gran conquista democrática que Putin no siguiera metiendo en la cárcel a los candidatos de la oposición antes de las elecciones.

En realidad, se está luchando también por los comicios próximos de marzo, en los que se vuelve a presentar, para recuperar la presidencia que nunca abandonó del todo, Vladímir Putin, un ex-capitán del KGB con unas vestiduras aparentemente democráticas para el miedo interior de cualquier dictadura. Pienso en las matanzas de la población chechena a manos del ejército ruso. Pienso en la crisis de los rehenes del Teatro Dubrovka, en Moscú, cuando un comando terrorista islámico checheno lo secuestró, con 850 rehenes, exigiendo por su liberación la retirada rusa de Chechenia, recuerdo el breve asedio y el lanzamiento policial, a través de los sistemas de ventilación del teatro, de un agente químico desconocido que causó la muerte de 39 terroristas, pero también de 129 rehenes inocentes. Pienso en el asesinato, nunca aclarado, de la valiente periodista Anna Politkovskaya, mientras preparaba un artículo sobre las torturas sistemáticas en Chechenia, bien documentado con testimonios y pruebas gráficas.

Es la Rusia de Putin: la represión soviética pero sin comunismo, con libertades falsas y el mayor abismo imaginable entre ricos y pobres. Pero esa misma Rusia también está en el mundo que ansía respirar una democracia verdadera.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Viernes de La Latina


Pienso ahora en los viernes de La Latina. En cómo una reunión de amigos puede convertirse en la familia, en ese extraño nudo parental que te acoge y te abraza. Se habla mucho de los domingos de La Latina, en Madrid, porque son estupendos: el mercadeo del Rastro, con su gesto ambulante de devenir cansado, de una antigüedad de las costumbres que hemos heredado y que nos salva.

Uno imagina el Rastro de Madrid andado por Machado y por Baroja, buscando libros de viejo que a ellos, entonces, les parecerían muy viejos, de esos escritores olvidados que quizá entonces ya comenzaban a estarlo, pero aún no lo sabían. Uno imagina El Rastro en plena transición, con Patxi Andión saliendo de su esbelta torre de vigía para coger la moto y apoyar un concierto solidario, y reteniendo al fin en la retina las notas musicales de la canción que luego sería el himno del Rastro, uno, dos y tres, y también su alegría.

Luego una cañita en el bar de Los Caracoles, con fotos de Ava Gardner cuando andaba entonces por allí, risueña como el nimbo de un amanecer sin resaca posible, o en esa Fuentecilla que es el abrevadero de los viajes, una especie de alto en el camino con misterio apacible. Todo esto son los domingos de La Latina, sus tardes trepidantes de largas cervezadas, una especie de furia por vivir y apresar el instante, por brindarlo y beberlo.

Pero ay, quien conoce los viernes sabe que existen otras latitudes de dimensión pequeña, con la voz queda y menuda en las conversaciones que acaban como el viernes pasado, haya o no un filete de hígado por medio. Cuando todavía no empieza la locura del sábado, ese fiesteo continuo de bares y mujeres sacudiendo el asfalto con tacones lejanos, pero ya la semana se derrumba, estar en La Latina, un poco en plan cocido a lo Galdós, es un lujo al alcance de muy pocos.

Siempre puedes tomar un gin-tonic distinto en un bar al que vamos porque nos tratan mal, sobre todo la camarera guapa. Venimos desde todos los puntos de Madrid y siempre llega tarde el de más cerca. Brindamos con vermú en La Paloma y contamos el chiste del vermú. Pienso ahora en Serrat, en aquellas pequeñas cosas y en todas las historias de Madrid. Son historias de viernes.

Guardadme bien el sitio, porque vuelvo muy pronto.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los escenarios de la memoria (I)


¿Cómo se transita la memoria, con qué vigor de tiempo se mantiene en una pulcritud de las estampas? ¿Vivimos o soñamos el recuerdo? ¿Lo vamos escribiendo con nosotros? ¿Qué es la literatura, entonces, sino un regreso eterno a las palabras de la pura vivencia? Todas estas preguntas me vienen a raíz de la lectura de Los escenarios de la memoria, el maravilloso libro de Josep Maria Castellet sobre los años felices de la celebración, ese tiempo de vida, por parafrasear el título de la última novela de Marcos Giralt Torrente, en el que viven las horas más brillantes de una plenitud.

Realmente Barcelona era entonces otra, otros también los bares y hasta el humo de las conversaciones. Se bebía ginebra hasta caerse –algunas cosas no cambian-, y después se tiraba de Alka-Seltzer como medicamento generacional. Las copas se tomaban en Boccaccio, y Jaime Gil de Biedma atendía a un jovencísimo Serrat, que le comentaba su proyecto, entonces muy vivo, de musicar uno de sus poemas. Aquello era más grande que la vida, porque el exilio era ya gravitatorio, se hablaba más de España fuera de ella y había unos oasis muy pequeños, visibles y fulgentes, también en Madrid, como el Café Oliver en Madrid y todavía el Gijón, que vivía el canto del cisne más espectral y rítmico, antes de convertirse en un museo.

Hoy todo se transita en el museo, pero abriendo Los escenarios de la memoria uno se reencuentra con un mundo que ahora apenas vive en los poemas de Gabriel Ferrater. Carlos Barral, mientras, procura que su barba se mantenga cuidadosamente recortada. Ungaretti contempla el mar Mediterráneo en un barco invisible que navega de Sitges a Alejandría, y otra vez a Sitges, como si Ítaca fuera el bamboleo del mar. Rafael Alberti en la URSS no se cree su propio personaje, Josep Pla nos cae algo antipático y Aranguren parece un tipo abrigado por los libros y una conversación que se nutre a sí misma a lo largo de años, siempre que no interrumpan por teléfono. Pere Gimferrer es director y guionista, pero también estrella fulgurante de una película en blanco y negro que nos lleva a su casa, hace más o menos treinta años, convertida en guarida para una iniciación, libresca, sobre su propio mito, y Mercé Rodoreda nos mira desde la eternidad de un piso minúsculo en Ginebra, cuyas sombras la envuelven por la noche.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El espíritu del Olsen




Joaquín Pérez Azaústre. Retrato de Javier Vela. Madrid, mayo, 2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

San Cristóbal en Córdoba


Una ciudad vive sus propias transiciones en la barra de un bar o en su última ruina sostenida en el tiempo. Somos nuestra ruina y también nuestros bares, memoria de otros días concentrados en una carta, familiar aún, lejanamente, por esas coincidencias del cuerpo y el espíritu. Bares de transición, noches de entrega: cuando el paisaje muta, cambia nuestro registro de los días pasados, pero también de cualquier punto de unión con nuestro futuro imaginable.

Cuando una ciudad, un barrio, no recuerda sus bares, no los mima, se está dejando atrás la resonancia de unas noches vivas que alumbraron las horas de la celebración; y qué sería de nosotros, ayer y hoy, pero también mañana, sin tener un espacio en el que reflejarnos.

Para volver, para que el regreso sea posible, antes tenemos que habitar un territorio, sus cuencas, sus matices, con esa sucesión de imágenes conexas y también inconexas, pero que son corteza de los días. ¿Es posible vivir sin escenarios? Seguramente, sí. Como también puede hacerse sin poesía y sin música; pero, entonces, ¿qué devenir estamos construyendo? El tráfico continuo hacia otra nueva parte, una especie de nomadismo crónico que ve pasar, sin vida, el decorado.

Un decorado fijo para Ciudad Jardín, en Córdoba, es San Cristóbal, que se ha ido reinventando en su vigor de años. Como un faro nocturno interpuesto entre la plaza de Los Califas y la plaza de Costa Sol, San Cristóbal mantiene iluminado su posición de oasis tabernario, de vocación del encuentro más allá del límite del barrio. Hay bares que crean barrios, que les dan su pujanza cuando cierra el mercado, que emiten su frecuencia de medios bien servidos sobre una barra que es memoria activa, donde padres e hijos se suceden en la contemplación exacta de una calle.

San Cristóbal, hermanada con varias tabernas cordobesas que han hecho de la cocina casera su personalidad, guarda el sabor intacto de la infancia: medallones sabrosos y berenjenas fritas en las noches de invierno, cuando el salón del fondo se ajustaba en la mirada vieja de los pasos pequeños o las manos pequeñas, por citar el título de la novela corta de Andrés Barba. San Cristóbal sigue siendo una hospitalidad para Ciudad Jardín, la taberna como álbum familiar en la vida de un barrio, pero también el pulso sostenido por encarar el día de mañana. La mejor gastronomía tradicional cordobesa puede pedirse allí, pero un observador alerta entenderá que el tiempo es su vigor recuperado.

Una ciudad se enhebra de texturas diversas, de aventuras más o menos acertadas, de improvisaciones o proyectos más aquilatados. Ahora, Córdoba contempla un futuro incierto, pero hay que ocuparlo: siempre será más cálido sabiendo que hay lugares a los que regresar, sabores que despiertan la retina para ver el pasado en porvenir. Si pasamos estas puertas, podremos habitar mejor la incertidumbre.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Diario de un poeta reciencasado


Juan Ramón Jiménez en barco a Nueva York, divisando el lenguaje bajo el mar apacible. ¿Cuál es la mirada del poeta? ¿Nada en el reverso de las cosas? Imagino ahora el trasiego de maletas y también el embarque, el primer paseo por la cubierta y esa sensación de acogimiento instantáneo al abrir la puerta de su camarote. Juan Ramón Jiménez se casó a los 35 años y escribió, durante el viaje de novios, Diario de un poeta reciencasado, uno de los libros más fundamentales de la poesía española, mucho más citado por su título que por una verdadera lectura de su intención poética. Si pudiera hablarse del lector de poesía como si existiera realmente, podríamos convenir que títulos como Campos de Castilla o el Romancero Gitano son siempre leídos; y, cuando no se leen, al menos, se conocen algo.

En el caso de Antonio Machado, quizá el poeta sencillo del paisaje es más comprendido, y por tanto más popular, que el de las vidrieras interiores de Soledades. Galerías y otros poemas, del mismo modo que el Lorca digamos menos difundido, el que ya estaba harto de la gitanería que le había atribuido su éxito, tipo Poeta en Nueva York, y no digamos ya sus Sonetos del amor oscuro, siendo unas propuestas superiores, al menos desde ese difícil punto de vista que es la verdad orgánica en poesía, el pulso y la tensión entre la mirada y el lenguaje, se citan tanto, y se leen tanto, como Diario de un poeta recién casado, que es la revelación del artificio poético como verdad vital.

Podría haber una historia delicada en contar la vida de ese libro, cómo se fue gestando cada noche, la sonrisa templada de Zenobia amaneciendo al crepitar del día. Imagino a Juan Ramón no tan maniático como la gente cuenta, todavía hoy, tantos años después de su muerte –en España se lee mucho menos a los poetas, incluso a los más grandes, de lo que se propaga el chismorreo- y quizá llevando a su mujer en brazos antes de abrir la puerta de su camarote. Lo imagino, eso sí, puntilloso con todas las facturas, extremadamente atento a que nada se pierda, mirando con primor y con ternura el equipaje abierto de Zenobia.

No sé, me gusta imaginar a Juan Ramón precisamente así, con la delicadeza del poema convertida en expresión de una corporeidad amable, en su viaje infinito, con su brillo perpetuo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Javier Vela, Ofelia y otras lunas


Javier Vela nos abre el vuelo subterráneo de Ofelia y otras lunas, su último poemario, que va a ser publicado en Hiperión tras haber ganado, ayer, el Premio Ricardo Molina. Largo poema único, con esa expresión íntima de la reflexión existencial y también el tornado -Gimferrer, Tornado- de su propia espiral de fuerza musical, de empeño en expresar su ritmo sostenido, esa celebración de la vida cortada por matices que son la contención de un torrente verbal. Desde sus primeros libros de poemas -pienso ahora en La hora del crepúsculo, pero también en Tiempo adentro o en Imaginario-, muchos encontramos en Javier la predisposición al canto, en ese pulso rítimo y sonoro que no elude los riesgos de la voz y se expresa en poemas nacidos para ser recitados sobre un escenario, con esa contundencia de su timbre, lleno de gravedad percusionista. Sin embargo, se combina en Javier Vela, a través del viaje de sus libros, un cerco intelectual a su propia dicción, una decisión firme y consciente de moldear el meandro de sí mismo, de dotar a su voz, con su frescura, y con ese descaro manifiesto, también de un molde propio, la intencionalidad que se encuentra al azar en ocasiones, pero, al mismo tiempo, confía en no dejar nada a la conciencia del azar.

Poesía con intención, con una vocación por ser lo que primero se ha pensado, pero con puerta abierta a la emoción que tiembla y nos conmueve. Javier Vela ganó el Premio Adonais y el Loewe a la Joven Creación, entre otros muchos galardones. Ahora, con este Premio Ricardo Molina, concedido en Córdoba, ciudad con que le unen tantas y tan puras imágenes biográficas, un poco a lo Antonio Colinas en su novela Un año en el sur, asistimos a la confirmación de lo que ya supimos antes, mucho antes, en Tiempo adentro y en Imaginario: la llegada firme de un poeta que sigue siendo joven sin ser un poeta joven, algo que, seguramente, Javier no haya sido todavía.

En época de poéticas con voluntad minúscula, Javier Vela regresa con un poema largo, con ese largo aliento que es un largo adiós a la comodidad de la ambición escasa: Ofelia y otras lunas no es sólo un poema largo, sino también un canto que ha nacido como el reto tornado en realidad, tras exigir de nuevo a la poesía todo lo que cabe esperar de ella.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Puente aéreo: Jon Andión


Esta noche toca Jon Andión en el Libertad 8. Toca la virtud del pensamiento, el poema entendido como un largo diálogo generado a sí mismo. Presenta su libro Palabras invisibles (Huerga y Fierro): "Asumo aquí, todo sobre lo que la luz desliza, lo que cae delicadamente en la penumbra de las ideas, en el cuartón oscuro de las esencias y los mapas olvidados. Asumo valorar la circunstancia, la coyuntura, la condición el coraje y la libertad de buscar palabras invisibles sobre los ojos quietos de mis hermanos". Versos partidos, diálogo expresado como ritmo poético, una especie de filosofía sin ornamentos que se nombra a sí misma con una delicada transparencia.

Digo que esta noche toca Jon Andión porque estará rodeado de músicos parlantes, de poetas cantores, bien flanqueado, entre otros, por Pablo Guerrero y Patxi Andión, cada vez más jóvenes en esa rebelión del asombro verbal, y por Rodolfo Serrano, que es cantautor sin guitarra, quizá el más puro cantautor que he conocido nunca, por intención y vida, aunque tú no lo sepas, a capela y de cañas. Además, la poesía es canto, y esta noche en el Café Libertad la música estará cargada en los acentos, en esa sutileza del lenguaje que es más una cadencia que sus metros, más una marea que un estanque, más un adentrarse en el paisaje que el paisaje en sí mismo.

He charlado un rato con Jon Andión mientras leía su libro, sin vernos y sin vino. Me quedan los impactos duros del paladar, esas asociaciones de palabras ya no tan invisibles, los versos que golpean, que son el estribillo o el inicio de una conversación: "En la antesala diplomática de la memoria". Aunque me quedo, especialmente, con el poderoso arranque del poema Orientación: "En los entresijos de la cultura moderna, resucitando los convenios de la locura (...). Entronados todos los colores que vuelven al fondo del recuerdo, en un nido de madera tambaleante en la última copa de un cedro en el desierto". Luego, en A la intemperie, leemos que "Los hijos de la razón, criaturas blancas de tez áspera y sangre fría ancladas a la realidad, desmoronan lo que quedaba por soñar". Sueños como palabras, imágenes gastadas por un uso inclemente: hay que recuperarlas, hay que volver a darles el brillo primigenio para así recordarles su primer sonido.

Espero que respete Jon Andión mi poco respeto por la separación versicular de ese diálogo, pero lo cito tal y como me quedó prendido: el lector, en el libro, encontrará los versos ajustados a su intención visual, sonora y rítmica. Pero son las palabras las que quedan en el sueño transido de palabras las que ganan después el poso de la edad, las que también son Palabras invisibles y se vuelven conciencia en el encuentro que no ha ocurrido aún. Quedan más poemas por escribir y, desde luego, muchos que brindar. Esta noche me pierdo una reunión de amigos en la que faltaría cantar tras unos gins, pero sobre todo la presentación de un nuevo libro y de un poeta.

Como no estaré allí, espero que este puente aéreo nos acerque.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Germinal




Joaquín Pérez Azaústre. Marruecos, octubre, 2011

martes, 29 de noviembre de 2011

Pablo Milanés en Miami


Pablo Milanés toca en Miami, resucita la Nueva Trova Santiaguera en el corazón de los milagros. Pablo Milanés toca en Miami después de haberlo hecho en el Teatro Warner, en Washington, a apenas tres manzanas de la Casa Blanca, y de pronto la Guerra Fría se regenera sola, se potencia entre el mundo exaltado de Miami y el fantasma de la Revolución.

Después de tantos años desde playa Girón, es posible seguir escuchando a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez exactamente igual que entonces, pero sin política: la música es la misma, y las letras también. Sin embargo, es la Revolución cubana la que aún no ha llegado al puerto equidistante de una transición democrática, con unas garantías políticas y sociales que ahora piden también algunos de sus protagonistas.

Pablo Milanés toca en Miami, amplía su geografía de actuaciones, pero lanza además un hermoso mensaje de reconciliación. Algún día, La Habana caerá y se levantarán las libertades públicas. Lo que la Revolución de Fidel Castro pudiera haber tenido de inspirador en sus inicios, al abrigo de cantos libertarios salidos de los labios de estos mismos trovadores, derivó después en una extraña y pintoresca dictadura estalinista transida por maneras de Tirano Banderas, por citar a Valle-Inclán y no siempre a los tiranos descritos por Gabriel García Márquez, tan cercano a Fidel como pudieran serlo, antes, los viejos cantautores de la tierra ganada.

Tras la Revolución, el pueblo cubano reconquistó su tierra nacional; inmediatamente después, perdió lo que nunca había tenido: la capacidad de escoger, o de ir buscando, su propia senda histórica.

Ahora Pablo Milanés toca en Miami y nada menos que veinte organizaciones anticastristas acuden a las puertas del American Airlines Arena para protestar violentamente contra el concierto, tras haber arrancado estas últimas semanas los carteles que lo anunciaban y haber destrozado, en público, unas cuantas decenas de sus discos, después de amenazar a los organizadores.

Tras 52 años de dictadura, se entiende y se respeta, y también se comparte, la crítica a un sistema que se ha agotado a sí mismo y que ya sólo tiene, en el mundo de hoy, la salida de la democracia participativa. Sin embargo, la destrucción de discos recuerda demasiado a las quemas de libros en el mundo de ayer, en Berlín, cuando el partido nazi requisaba títulos de Stefan Zweig.

Pablo Milanés es mucho más que su compromiso político –acaba de afirmar que ya no canta a Fidel, que cantaría encantado a las Damas de Blanco y que es un revolucionario crítico-, y la nueva Cuba no se podrá escribir sin escuchar Yolanda, como apenas podríamos respirar sin escuchar, de nuevo, Ojalá, de Silvio, o La gaviota.

La transición tendrá su propia banda, pero también habrá de convivir con el pasado, comprender sus matices, reinterpretar las músicas, para así reinventar un futuro común.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Lunes 28, Manuel Cuesta en el Galileo


Esta noche hay en el Galileo una concentración de emoción libre. Toca Manuel Cuesta, que es la doble cara de sí mismo. Cuánto de metafórico hay en la recreación del super-héroe de su último disco, más allá de la fascinación del cómic: porque esa doble vida y doble cara es la que guarda él, la que ubica a menudo siempre en el revés de sus canciones.

El tema podría ser Cantautor en tiempos de crisis, o cómo sobrevivir a la prima de riesgo tras la fragilidad de la creación. Escribir y cantar. Escribir es cantar. Manuel Cuesta nos canta y nos escribe, porque edifica el canto en una pulcritud de la palabra poética liviana que no renuncia nunca a su expresión sensible.

Así, dentro de sus múltiples dialécticas, tan extremadas como las de cualquier compositor, Manuel Cuesta se mueve en esa dualidad de quien bascula entre el riesgo de su propio talento, esa facilidad que puede ser un corte de cualquier garganta artística, y la dificultad de unas jornadas que dejan sólo breves pausas para su verdadera vocación. Pero ahí está el tío, tocando esta noche en la sala Galileo Galilei, uno de los templos musicales de Madrid, prestigiándolo con su tenacidad, mientras escribe un bello texto sobre Enrique Urquijo y organiza su agenda dentro del camerino, manager de sí mismo, bien reconocido en el entorno por su mejor franqueza.

Después de casi diez años de amistad, de haber visto crecer a muchas de sus canciones, todas sus estaciones y sus discos, hoy sigo creyendo en Manuel Cuesta. Mantener esa fe nos ha costado a veces poéticas de silencio no tanto a lo Valente, sino a lo Mallarmé, con ese folio en blanco que nos salva, en ocasiones, de tener que escribirlo. Siempre, casi siempre, es mejor dejar un espacio libre que ocuparlo, porque en los intersticios permanece la música, como una salvación, y esas viejas canciones, pasatiempo de luces subterráneas en una Nochevieja sin ilusión de horas predecibles.

Esta noche, no le faltarán amigos a Manuel dentro y y fuera del escenario. Por algo será.

martes, 22 de noviembre de 2011

Green Lantern


Green Lantern alerta bajo el cielo esmeralda. Hal Jordan volando sobre el envés cobrizo de una galaxia roja, trazando su regreso hacia la Tierra sin devolver su anillo a Los Guardianes. Las salas de cine siguen llenas de superhéroes. Y además, con buenas adaptaciones, lo que no es tan común. Ésta de Green Lantern, por ejemplo, ese guerrero de poder colosal convertido en el puño de la imaginación verde. La historia es conocida: Hal Jordan, un experto piloto, se encuentra con una nave espacial que se ha estrellado contra la corteza terrestre. Allí recibe, de manos de su tripulante, un extraño ser con el cráneo rosado y un uniforme verde y negro, su anillo: Hal Jordan será su sucesor, y el primer terrestre miembro de los Green Lanterns Corps, un cuerpo milenario de defensores de la verdad y la justicia en el universo.

El anillo de poder materializará todas las formas que su cabeza imagine para adaptarlas a cualquier combate. Es, digamos, un superhéroe especial, que no usa una fuerza bruta ni dispara rayos por los ojos, sino que imagina, que fabula cualquier imagen y la vuelve real: pero siempre en color verde, desde un elefante a un parque de atracciones. Además, su enemigo es el miedo: frente a la imagen del héroe seguro de sí mismo, Hal Jordan emprende su lucha personal en la determinación por dominarlo.

Green Lantern siempre ha sido un secundario lujoso en DC Comics, tanto en su Edad de Oro como en la Edad de Plata: así, siempre por detrás de Superman y Batman, cuando los superhéroes se reunían para salvar a la Tierra de cualquier amenaza interestelar era imprescindible el concurso de Green Lantern. Todo en este héroe es peculiar: así, si su fuerza proviene del color verde, su punto débil es el color amarillo. Además, tiene dudas: a fin de cuentas, él no nació superhéroe –como Superman- ni tampoco eligió serlo –como Batman-, sino que le cayó del cielo –y nunca mejor dicho- la responsabilidad: se supone que es el propio anillo del poder quien te elige, y así eligió a Hal Jordan como defensor de la galaxia, con ese antifaz verde y su uniforme.

La película es magnífica como adaptación del cómic: capta toda la esencia vital del personaje, sus fragilidades y su humor. Martin Campbell, el director, no presume de ser un gran autor como Tim Burton o Christopher Nolan, tan creativos que destrozan a Batman, sino que se limita a la honradez del trabajo bien hecho, con fidelidad: a fin de cuentas, si un personaje tiene miles de lectores en el mundo, a lo largo de varias generaciones, desde los años 50, ¿a qué tiene que venir un director de cine pretencioso para convertirlo en otra cosa? ¡Viva Green Lantern!


Dibujo de Gil Kane

lunes, 7 de noviembre de 2011

Vuelve Tony Montana


Vuelve Tony Montana, es el regreso del hampa hecha una estética. La propuesta no era nueva, pero había que hacerla nueva: por eso Oliver Stone se inventó la historia de un cubano que, abandonada su isla tras el éxodo de Mariel, en el 80, se convierte en un capo de la coca en Miami, a partir de la película de Howard Hawks. Sin embargo, algo –todo- en esta Scarface era distinto: ese dinamismo de los planos, una sexualidad de la violencia, convertida en preludio del deseo, y también un lenguaje áspero de calle.

El choque entre el guionista y el director, Brian de Palma, seguramente también tiene que ver en la agresividad brutal de impacto, de disparo en la sien, mientras una sierra eléctrica hace trizas el cuerpo de un amigo y la bañera blanca se llena de sangre. Tony Montana es una creación de Oliver Stone, pero también, en parte, de Al Pacino. Sucede con Al Pacino como con Marlon Brando y James Dean, y un poco con Montgomery Clift: que no solamente actúan, no interpretan, sino que están creando casi a partes iguales que el guionista. Ya sé que esto puede afirmarse de la mayoría de los actores buenos, y por supuesto de los más brillantes; pero, quizá por su vinculación mágica/mítica con el universo de Lee Strasberg y el Actor’s Studio, lo cierto es que hay un grupo muy reducido de actores sin los cuales ya no podemos ver los personajes.

Al Pacino es Tony Montana en la misma proporción que es Michael Corleone. James Caan hizo las pruebas también para ser Michael, y se conformó al final con ser Santino: un gran Santino, dicho sea de paso. Al Pacino es Tony Montana cuando se acerca a Michelle Pfeiffer, embutida en su vestido rojo, como una gata roja en su mirada roja, y le pregunta su nombre. Michelle Pfeiffer no tiene nombre, es sólo la sombra refulgente de una carne de un pálido fuego. Tony la consigue por la vía violenta: ella es la perfección de Lauren Bacall y de Verónica Lake, sin sofisticación, sí, pero con mucha más sexualidad.

Los 80, claro, fueron muy sexuales, incluso en su violencia decadente.

Ahora, treinta años después, se vuelve a estrenar Scarface en los cines estadounidenses, en una versión remasterizada. Gusta mucho ver en el estreno a Pacino en plan hippie, un poco Woodstock, pero de andar por casa. El cine de mafiosos actual tiene dos extremos: uno es Scarface, y el otro es El padrino. Sin ninguna de las dos se entiende el cine moderno, y en las dos brilla Pacino como un actor que escribe sus papeles, que los reinterpreta y los ocupa como si fuera él guionista y director de su propia piel pirograbada.

En cualquier discoteca de la costa, hay pistolas ocultas bajo el raso.

lunes, 10 de octubre de 2011

Postal: Casa de campo


Un cielo gris perlado, ya casi invernal, en la humedad de la cornisa helada. No hace tanto frío como ves. Descorre las cortinas, deja que el hilo líquido de luz pueda recostarse en el sofá. La leña seca rumia en el garaje. Debe de haber algo en la despensa. Si no recuedo mal, las botellas estaban sobre el arcón del fondo, en ese mueble-bar, giratorio y con puertas abiertas como carpas danzantes. O no: llevo mucho tiempo sin venir. No te preocupes tanto por el hielo y trae dos vasos bajos.

martes, 26 de julio de 2011

Para una O. E. R. V. (Oficina Española de Registro de Ventas)


Toda esta movida de la SGAE, con Teddy Bautista casi en busca y captura y los furgones de la Guardia Civil registrándolo todo a las nueve de la mañana, tiene algo de canto del cisne abrupto y desatado, como un desenlace súbito que se hubiera hecho esperar con un exceso burdo de metraje. Como en todas estas cosas, vaya por delante la presunción de inocencia y el deseo de que así sea, por más que las simpatías de la SGAE, en los últimos años, hayan seguido el mismo ritmo decreciente que la venta de discos. Independientemente del caso en sí mismo, y de las ganas con las que mucha gente ha cogido la noticia, un posible enfoque del asunto podría ser pensar si la propiedad intelectual, y la gestión de los beneficios devengados por ella, debe estar en manos de una fundación privada que únicamente busca un lucro a menudo poco transparente, y engañosamente al servicio del fomento de nuevos creadores. Pienso, por ejemplo, en la Oficina Española de Patentes y Marcas, integrada en el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, y me pregunto por qué no puede haber una Oficina Española de Registro de Ventas, o algo así, vinculada al Ministerio de Cultura, que se encargue de verificar cuántos discos o libros de cada autor se venden cada año.

El tema no es nuevo. Sobre todo en el caso de los escritores, el único referente que uno tiene para saber los libros que ha vendido es la palabra honorable de su propio editor, que no deja de ser parte interesada en el proceso. Si un fabricante de zapatos, solamente por las veces que pasa el código de barras del producto por las cajas registradoras de toda la geografía hispánica, sabe perfectamente, y sin género de duda, el número de pares de zapatos que ha vendido durante cada curso laboral, ¿por qué un ensayista, que haya publicado un libro sobre las Cortes de Cádiz, por ejemplo, o sobre Stefan Zweig, no tiene ni un solo organismo público, independiente y veraz, para acudir y saber cuántos ejemplares ha vendido?

Sin embargo, con un libro no ocurre nunca eso, y con los derechos que devienen de sus ventas, tampoco. El autor queda sometido a la autoridad del editor, que entrega unas cifras de venta que han de ser asumidas. No pongo en duda la honradez editorial, no se trata de eso, como tampoco tengo motivos para cuestionar la ética de las discográficas, sea la que sea; pero, pensando en el saneamiento de la gestión de los derechos de autor, ¿no sería más fácil la creación de un organismo público encargado de actualizar ese recuento, con todos los nuevos medios en la Red y, fuera de ella, con el tradicional sistema del código de barras? Sería el mayor apoyo posible a la creación.

viernes, 22 de julio de 2011

Caída de Imperios, de Luis Antonio de Villena


Caída de imperios no es un libro, sino un atisbo de libro, un principio de libro que apenas nos sumerge en la visión de lo que pudo haber sido. Pero ese pudo haber sido no deja de ser esplendoroso, quizá como poema epistolar dividido en secciones y en tiempos coronando una amalgama de un clasicismo contemporáneo insólito. Se escribió –lo comenta el autor en el prólogo- “entre finales de agosto y principios de septiembre de 2003, en días vacacionales”.

Eran aquellos días no muy distintos de estos, con ese mismo imperio ladeando la espalda de un millón de provincias crispadas por el látigo de la seguridad. Pero había diferencias, y el contexto de época da una clave semántica: “He visto hoy en la televisión al Emperador. ¡Por Hércules, qué tosco es! Diría que más zafio que un melonero del páramo y más chulo que una recua de mulas ebrias. (…) Pero, ah Teodoro, por mi desgracia al pasar junto al palacio, también he visto hoy –y oído- a nuestro eximio aunque bajito gobernador. Tronaba, enfurecido, con cuantos no aman a Roma, que era como decir con cuantos no le aman a él (…)”.

Si pensamos que este poema de Luis Antonio de Villena, esta prosa poética anterior a La prosa del mundo, está escrita en 2003, y recordamos al entonces “emperador” de occidente y a su “gobernador” por aquí, el paralelismo resulta de gran exactitud.

“He creído, hace bastante tiempo, que vivimos un mundo malo, el fin de una profunda crisis, un cambio de época, que no llegará sin sus correspondientes turbulencias. Por ello –y por mi amor al paganismo y al mundo clásico- estos textos poemáticos, ensamblan conscientemente la actualidad (que no ha hecho sino reforzar mis presupuestos) y las imágenes finales del Imperio Romano”.

Es Caída de imperios: el libro que pudo haber sido –apenas consta de diez poemas en prosa, eso sí, magníficos, de una gran factura plástica y sonora, como epístolas crepusculares en un rescoldo fino de belleza- a modo de canto elegíaco por un mundo de libertad perdida, pero también cargado con esa indignación tan de ahora que Villena firmaba en 2003.

Mixtura de tiempos, de pericia en el riesgo del último placer. Es el mundo de hoy tal como murió ayer, con un lejano Homero contemplando un Egeo privatizado.

martes, 19 de julio de 2011

El nuevo Porvenir de Patxi Andión


Patxi Andión regresa sin la vista cansada, con la misma pericia de mirar la realidad menuda en su destilación. Uno de estos viernes pasados ha tocado Patxi Andión en Madrid, en la sala Galileo Galilei. Allí acudimos todos los amigos, un poco errantes de viernes, a escuchar a este hombre, también trovador errante, que ha hecho de la música encontrada en la escultura lenta de palabras un viaje en el tiempo con serios visos de actualidad creativa.

En la puesta en escena, no tiene Patxi Andión problemas de sonido: sigue guardando una buena voz, torrencial si la ocasión lo busca o lo requiere, pero él sabe bien, después de tantos años de escenario y vida, que nadie va buscando en esa calidad de cantautor el berrido estridente, el grito ensimismado, sino la melodía licuada en una voz que sabe de inflexiones y de gestos, de recitado de suave, de una matización en las palabras que sabe descifrar el peso singular de cualquier adjetivo.

Con un criterio nítido y sensible, se rodeó para el concierto de músicos de indudable calidad, como Antonio Serrano, que no iban buscando, como ocurre a veces con algunos instrumentistas mercenarios, el propio lucimiento personal, sino saber acompañar bajo la contención en la voz, dando un nuevo recorte o surgimiento al hallazgo poético en ese paladeo, con una percusión que nunca debe ser atronadora, sino un ambiente, sombra de la palabra.

La noche del Galileo, escuchando a Patxi Andión, había que vivirla, era otra noche. Nada de charloteos en el escenario, contando vidas comunes, sino haciendo de toda existencia común, macerada en la letra, un brillo descriptible de emoción pura. Hay en este autor algo que se echa en falta en algunos miembros de las nuevas hornadas de canción de autor: por un lado, una formación poética, que ha leído el Siglo de Oro y, por supuesto, también el 27, más la poesía del 70 y los 80, con una verdadera devoción; por otro, esa capacidad humana y libre de transformar el hecho poético en los descubrimientos cotidianos. Pero para eso, claro, hay que leer, y también observar, más allá del drama de uno mismo.

Hemos asistido al regreso de Patxi Andión, a esta juventud suya de ahora que no vive de elegías por un tiempo pasado, sino que se afirma en el fuste del aquí y el hoy.

Esto sí que es canción de autor, esto es Porvenir.

(Fotografía de Juan Miguel Morales)

lunes, 18 de julio de 2011

Marcial Gómez y Alex Raymond


Marcial Gómez frecuenta una figuración atisbada y brumosa, un relieve tenue en la expresión de un plano de lenta realidad. La relación de la pintura de Marcial Gómez con la realidad es alentada por magias diversas, se retuerce y se hunde, profundiza en planos sucedidos de mayor pericia y gravedad. No es casual que el pintor cordobés haya sido incluido en la exposición Magischer Realismus aus Spanien. Im Schatten der Träume (A la sombra de los sueños. Realismo mágico en España), en el Panorama Museum de Bad Frankenhausen, en Turingia, Alemania. Se trata de una selección de obras y de artistas que tienen el realismo mágico como nexo de unión compositivo. Así, Marcial Gómez estará acompañado de los artistas Dino Valls, José Hernández, José Viera, Eduardo Naranjo, Vicente Arnás, Urbano Lugrís y Luis Sáez, con un total de 65 obras. Im Schatten der Träume tiene su origen en una muestra anterior, Im Licht der Wirklichkeit (A la luz de la realidad), llevada a cabo en el Museo en 2007, bajo la supervisión de Gerd Lidner y Michael Nungesser, con algo más de 80 obras de 19 artistas, pertenecientes a de tres generaciones de pintores realistas. Ahora, sin embargo, es la transposición de otras latitudes de realidad difusa la protagonista de la muestra, con varios niveles de significación desde la expresión múltiple, convirtiendo Magischer Realismus aus Spanien en la consagración europea de Marcial Gómez.

Siempre me ha fascinado imaginar su correspondencia inicial con Alex Raymond, el creador y dibujante de Flash Gordon, que entre 1949 y 1953 llegara a convertirse en una relación discipular. De hecho, en muchas de las composiciones de Gómez se ven ecos transidos de ese vigor humanista y vertical en el trazo de héroes misteriosos, como si un hombre extraño, al acecho del hombre más visible, no llegara del todo a enmascararse tras la cortina de lo verosímil.

En la obra de Marcial Gómez hay también otras sombras apreciables: esa geometría hermanada con el constructivismo, la frecuencia de elementos vegetales y también ciertas escenografías del norte de Europa y de la entonces Unión Soviética, por donde viajara Gómez en los 70. Fue a partir de entonces cuando su lenguaje se volvió una mixtura de percepciones varias, siempre con el pie en la realidad que reclamaba Goethe para la poesía imaginativa. Es un pintor insólito que ha llegado a la cima de su propio talento.

En sus cuadros hay sombras mitológicas habitando jardines olvidados, sombras de barcazas hundidas en una nieve gris. Ulises no termina de regresar a Penélope, Ulises no termina de saber que es Ulises. El viaje es el motivo de una posterior coronación: la del hombre que aprende a diluir su propia identidad, para lograr ser otro.

domingo, 17 de julio de 2011

Poema del domingo


A LA MAÑANA SIGUIENTE EL CAMPESINO VUELVE A ARAR LA TIERRA


Y curaste la tierra de la muerte,
le rozaste las manos
cansadas de estar yermas,
cerraste sus heridas
y cubriste de agua cada surco.

La sombra del arado se alargaba
más allá de la cresta de los montes.

Enterraste a los hijos esa tarde.

Las raíces crecieron tras la lluvia.


Perteneciente a Una interpretación (Rialp, 2001)

martes, 5 de julio de 2011

Miguel Hernández: nuestro gran poeta joven


Quizá lo conocemos más ahora, cuando se ha disipado ya su imagen de mártir fragilísimo al final. Quizá lo imaginábamos algo más amigo de Federico García Lorca, pero ahora conocemos su relación fraterna con Vicente Aleixandre o su filiación brumosa con el mundo selvático de Pablo Neruda. Sabemos, en suma, muchas otras cosas de Miguel Hernández que durante muchos años han permanecido ocultas y enterradas: como su propia vida, como su misma obra, fuera de cuatro tópicos repetidos hasta la extenuación. Quizá haya interesado una simplificación de su imagen pública, como pudimos ver en aquella serie de televisión, simplista hasta el delirio. Quizá haya interesado ofrecer un perfil en bajorrelieve y sin aristas, sin esa evolución proteica y decidida que en apenas ocho años, entre 1931 y 39, fue el mayor crecimiento, en menor tiempo, de la poesía española, para dejar al poeta dentro de la trinchera en la que tan heroicamente militó. Así ha permanecido, declamando junto a sus compañeros, enfangado de sangre y de metralla, para quedarse en estampa militante.

A recuperar a Miguel Hernández, que ha protagonizado un centenario para alzarlo a su verdadera dimensión, ha contribuido especialmente una biografía portentosa, por lo que tiene de investigación pulcra y sin prejuicios, indagadora del hombre y no del personaje, del escritor y no de cualquier máscara, de José Luis Ferris, titulada Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta. También se han vuelto a publicar unas obras completas y varias antologías. Todo contribuye a iluminar el camino de regreso de Miguel Hernández, que es una latitud sentimental, hasta la actualidad poética. Ha sido siempre esa voz de la herida, una herida abierta que sólo cicatriza en el poema. Porque allá al fondo, detrás del retrato, Miguel Hernández era un gran desconocido.

El viaje de un escritor no acaba nunca. Ahora parece, por fin, que empieza no tanto a ser leído –lo fue siempre-, sino sobre todo bien leído. No es que no haya tenido habitualmente lectores de mucha calidad: fue alabado públicamente por Juan Ramón Jiménez, que ya era mucho, y suscitó la escucha más sentida de Vicente Aleixandre, del mismo modo que ahora ha concitado el estudio pormenorizado de especialistas como Jorge Urrutia y el propio Ferris. A Miguel Hernández, entonces, se le ha leído siempre y siempre bien; pero quizá hasta la celebración de este centenario unas cuantas claves de su obra, y de su evolución proteica en menos de una década, no ha estado tan al alcance de la generalidad lectora. Ya sabemos que hablando de poesía, lo hacemos de “una inmensa minoría”, aunque incluso esa minoría no siempre ha estado libre de caer en unos tópicos muy superficiales, sí, pero grabados con un hierro candente sobre toda la obra de este hombre, como si la serenidad viril de ese bello retrato a carboncillo, que le hiciera en la cárcel Antonio Buero Vallejo, poliédrico y de pómulos marcados, con los ojos henchidos de la vida más alta del final, hubiera estado desde entonces condenado a encarnar su versión más folclorista.

No es que en los centenarios necesariamente se tengan que decir cosas interesantes: en ocasiones no son necesarias, como en el caso de Lorca, del que está dicho todo, y el resto es un silencio luminoso. Sin embargo, quizá Miguel Hernández sí necesitaba una nueva autopsia no sólo poética, sino también vital, con la mirada limpia de cochambres populistas.

Fue muy humilde, sí, pero no pobre. Antes de retirarse al monte con las cabras, había aprovechado diez años de instrucción primaria que no estaban al alcance, entonces, de la mayoría de los niños. Alma pura, sí, pero buscó, de manera legítima y con cierto desespero, como aparece en su correspondencia, el ascenso social del reconocimiento, sabedor como era del talento y la densidad que iba ganando a un tiempo cada vez más esquivo con su vida. Pastor-poeta, sí, pero poeta esencialmente, una esponja que aprehendió la mejor enseñanza de un ultra-católico como Ramón Sijé, y cruzó al tiempo el río gramatical de Góngora, para pasar luego al bosque invertebrado de Neruda y a lo neo-popular preciosista.

Así, hay una inteligencia primera en la poesía de Miguel Hernández que es hija directa de su sensatez, pero también de una honestidad vital. Es la naturaleza razonable, o el uso verdadero de su simbología poética. Así, tras Perito en lunas, su prometedor primer libro, en el que pondría el poeta tantas esperanzas, quizá una de las críticas más acertadas se debe a Pedro Pérez-Cloret, en Isla, de Cádiz, cuando, en palabras de Ferris, emplea “una cita de Goethe que revela la intencionalidad de la obra, esto es, el uso de la realidad no como modelo a imitar, sino como una vaga referencia”. La cita de Goethe es la siguiente: “Tened en cuenta la realidad, pero apoyad en ella un solo pie”. El detalle resulta significativo en atención a sus logros finales, esa fusión clara entre el impecable vigor lírico y su transparencia popular.

Cuando Miguel Hernández da a imprenta su Perito en lunas, ya es un experto en Góngora, a quien ha leído bien. También conoce sobradamente la mejor poesía de su tiempo y se ha declarado admirador, entre sus íntimos de Orihuela y también en su primera aventura en Madrid, de Rubén Darío y los poetas del 27, encabezados por García Lorca.

Habría sido muy fácil para Hernández incurrir en el plagio lateral, en una imitación de las formas leídas, dado su deseo de ocupar un lugar merecido entre los poetas de su edad, o no mucho mayores que él. Sin embargo, Miguel Hernández sólo se apropia del oficio, de la adecuada técnica compositiva, porque ya tiene dentro el ritmo y la respiración. Porque los materiales que utiliza, esa naturaleza razonable, le pertenece íntegramente. Es, digámoslo así, un material real, y no poético. Ésta es una grandeza más en la poesía de Miguel Hernández: es dueño de los materiales que usa, que en otros escritores, también en sus días, eran únicamente un asunto poético.

Pero no en Miguel. Su pie en la realidad, según la frase de Goethe, está apoyado no sólo con fuerza, sino con conocimiento. Por eso es “una vaga referencia”, porque no se alardea de lo que se posee: ya tiene la belleza, pero su manera de nombrarla es suya enteramente. Así evolucionó, en apenas diez años, lo equivalente a cualquier escritor sólido en una vida larga. Muerto a los 31, ha sido nuestro gran poeta joven.

viernes, 1 de julio de 2011

Rojo y Negro: un fragmento


"Finalmente alcanzó la cima de la montaña que tenía que trasponer para llegar, por un atajo, al valle solitario donde habitaba su amigo Fouqué, el tratante de madera.

Julián no tenía prisa por verle, ni a él ni a ningún otro ser humano. Oculto como un ave de rapiña entre las rocas desnudas que coronaban la cumbre, hubiera divisado perfectamente a cualquiera que se acercara, incluso desde muy lejos.

En un corte casi vertical de uno de aquellos roquedos, descubrió una especie de gruta. Hacia allí dirigió sus pasos, y pronto se halló acomodado en aquelo refugio.

-Aquí -pensó con brillantes ojos de júbilo- ningún hombre podría hacerme daño.

Se le ocurrió la idea de entregarse al placer de escribir sus pensamientos, cosa tan peligrosa para él en cualquier otro sitio. Utilizó como pupitre una piedra rectangular. Su pluma volaba; no veía nada de lo que le rodeaba. Al fin se dio cuenta de que el sol iba ocultándose por detrás de los lejanos montes de Beaujolais.

-¿Por qué no pasar aquí la noche? -se dijo-. Tengo pan y soy libre."


Stendhal. Traducción de Juan Bravo Castillo

jueves, 30 de junio de 2011

Córdoba: Torre de Fuentes Guerra





Joaquín Pérez Azaústre. Córdoba, marzo, 2007

miércoles, 29 de junio de 2011

Córdoba: una ruta poética


A Rodolfo Serrano, cordobés de La Latina


Las rutas literarias cordobesas son una precisión sobre el silencio. Sea cual sea el inicio que se escoja, ya sea la Puerta de Almodóvar o la de Sevilla, o la Puerta del Puente, equidistante entre la Torre de la Calahorra y la Mezquita, todo un paraíso azul cobalto en un atardecer, o la Posada del Potro, en la que una vez durmió Cervantes, la geografía es tan vasta y tan pequeña, tan irreconocible y tan cercana, tan esquiva y cambiante, como cualquier lienzo de Romero de Torres, con ese vaho fijo de abandono que nos cuenta una historia siempre al final del cuadro, detrás de lo inmediato. En Córdoba, lo inmediato es el riesgo de una pérdida, porque a la belleza conocida de la Judería, con los jardines del Alcázar o la exactitud cortante de sus calles, anudadas por hambre de humedad y una promesa tibia de luz en los balcones, resulta tan imposible resistirse desde cualquier mirada abarcadora que luego quedan libres otros trazos, quizá estampas pequeñas de esta novela en marcha sobre un secreto grave, sobre melancolía y tiniebla, sobre un dolor dormido, que siempre ha ido escribiendo esta ciudad.

Las referencias son interminables, desde el “excelso muro, oh torres coronadas” de Luis de Góngora, que hoy se puede leer frente a la Calahorra, al otro lado del puente romano, a la esencia más preciada de la Canción del jinete lorquiana, con tanto peso en el ánimo de la ciudad, como naturaleza y conciencia crítica: “Córdoba. Lejana y sola”, o su romance San Rafael: “Blanda Córdoba de juncos. Córdoba de arquitectura”. La presencia del río Guadalquivir, quizá como distancia que recorta una arquitectura del silencio, que es también conciencia de juncos amparados por las sombras, por una ausencia súbita.

Sin embargo, aunque la presencia de Córdoba en la poesía tiene sangre ocre de crepúsculo, de esa vista del río con la Mezquita recortada como un palacio extraño del invierno, es el amanecer lo que nos trae su expresión más vivaz, y más recóndita, y más desconocida por la geografía oficial. Lo supo ver, en Elegías de Sandua, Ricardo Molina: “Amanece en las calles. Córdoba se despierta. / Ya es de día. Te amo”, que es también pulsión del cromatismo en los famosos patios cordobeses. De nuevo Molina: “El patio oye el suspiro de otros días en sus arcos”. Se hace más amable comprender la sentimentalidad de una ciudad que es capaz de cuidar hasta el detalle esa plasticidad de las macetas, su predisposición al aire, su ocultamiento cíclico, sólo para esperar un mes del año en que todas las puertas se abrirán y todos los portales serán un paso lúdico, una aproximación a un ruido de agua.

Córdoba se oculta todo el año para aparecer durante un mes. Pero ocurre con mayo como con los lugares más reconocibles de la ciudad: que suelen ser las plazas menos transitadas, como los meses menos concurridos, un descubrimiento inesperado y una plenitud. Así, una vez visitadas las rutas conocidas, podemos dejar atrás la Judería más ribereña y subir desde la Filmoteca de Andalucía, dirigida hoy por el poeta Pablo García Casado, pasando por la Facultad de Filosofía y Letras y subiendo después hasta la Plaza de la Trinidad, donde de nuevo Góngora saluda con una pulcritud de estatua viva. Luego, dejando a un lado Las Tendillas, podemos encontrar la Plaza de la Compañía, donde una vez brilló una librería que fue lugar de encuentro de todos los escritores cordobeses actuales, y también foráneos: se trata, o se trataba, de Anaquel, la vieja librería de Paco Liso, heredera consciente de una tradición cada vez más difícil, junto a la cerveza del Mestizo.

Llegar hasta la Plaza de San Miguel y entrar en la Taberna El Pisto es una conciencia literaria: especialmente, si doblando una esquina que nos llevaría hasta la Taberna Góngora nos encontramos con Pablo García Baena, con toda una expresión romanizada, de senador emérito, camino ya de cierta beatitud. Es en la poesía de García Baena donde nos es más fácil vislumbrar una Córdoba oculta a la visible: sólo hace falta leer su poema El río de Córdoba. Bajar la calle Claudio Marcelo, con esa columnata romana alzada sobre el cielo insostenible, es atisbar también la Córdoba secreta, con un bar que podría haber sido escenario de El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina: el Jazz Café, y una taberna como Salinas, en la que una vez estuvo García Lorca poco después de pasar por Las Beatillas, en la Plaza de San Agustín. Es en San Agustín, como en San Lorenzo o San Andrés, como en Las Ollerías, cuando la ruta literaria se convierte en verdad poética.

domingo, 26 de junio de 2011

Poema del domingo

A mis queridos Luis Artigue y Elena,
tras una medianoche leonesa prodigiosa en París


ELEGÍA

¡Pobre hijo de puta!
(Dorothy Parker, frente a la tumba de FSF)

Ha muerto Scott tomando una pinta.
(Ya casi había dejado de beber.
Decía que no tomaba ni cerveza
y que sólo creía en el trabajo,
en los castigos por no realizarlo).

Gabardina, manos anchas,
los guiones al costado,
un temblor de nieve en las muñecas.
El viento gélido de Princeton
rumiando en Sunset Boulevard,
buscándole un espacio menos frío.
Ha muerto Scott. Había cogido peso.

La barra en la que nunca le esperabas,
la historia de un magnate asesinado.
Avenida Norte, 1443 Hayworth,
Hollywood, California, 1940,
cuando Sheila lució la tez de Zelda.

No pudo morir el día de San Patricio,
no acabó la novela
del viejo productor blanco y en pie,
apuestas y algún fraude,
todo imaginado en el invierno de Princeton.

Espero que la pinta fuera buena.


Perteneciente a El precio de una cena en Chez Mourice (Algaida, 2007)

sábado, 25 de junio de 2011

Crisis de la enseñanza


Acaba el curso y cierran las heridas de una dimensión crepuscular. Es, en ocasiones, lo que parece ir viviendo la enseñanza: un crepúsculo suave, pero también violento, en el ojo quebrado de la mirada pública. Desde todos los puntos de vista, la labor del maestro se cuestiona: sobre todo, tras el Informe Pisa, que nos ha colocado en nuestro propio lugar. Cuando la cuenta de resultados arroja un saldo tan negativo, se necesita alguien a quien poder echar esa cuenta encima, y para eso, como para tantas cosas, nadie mejor que el maestro.

Sin embargo, si atendemos a las condiciones en que se enseña hoy, encontramos riesgos de serios desajustes en la serie trenzada de pactos consensuados que han hecho posible la enseñanza, a saber: entre el maestro y el Estado, a través de los planes de educación; entre el maestro y los padres, en virtud de una fe de confianza recíproca orientada al crecimiento del alumno; entre el maestro, claro está, y ese mismo alumno, en una relación de respeto recíproco, pero también de la imprescindible sumisión intelectual hacia la figura que detenta un saber ancestral; y, por supuesto, entre el maestro y el resto de la comunidad educativa, empezando por los inspectores y acabando también consigo mismo, porque la fe más férrea también puede caer.

Todos estos pactos, todos estos contratos tácitamente admitidos durante generaciones, hoy están en serio peligro de extinción, si no se han extinguido ya, porque la crisis singular de la enseñanza dentro de la crisis, de manera indirecta, se ha achacado al maestro, como se suele hacer, y el maestro está más sólo que nunca ante el peligro. A veces tengo la impresión de que lo único que necesitan los maestros es que les dejen, sencillamente, trabajar. Es una profesión tan vocacional como la propia escritura, y la pasión que surge de mirar el mundo apenas reflejado en la pizarra sólo puede explicarse en una clase, asistiendo a la vida y la fascinación en los ojos de un niño.

Pero claro, si desde los distintos ejecutivos cada uno hace una nueva ley educativa, nos cargamos el criterio de continuidad en la progresión de la enseñanza; si los padres piensan en la escuela más como una residencia que puede mantener ocupada la vida de sus hijos no sólo durante las horas lectivas, sino todas las horas si de ellos dependiera, y además los alumnos no han sido educados, desde casa, en el respeto hacia la persona adulta y, en concreto, hacia la veneración por el misterio de cualquier aprendizaje, y los padres les dejan pasar las horas muertas viendo cualquiera de los programas cochambrosos, luego cómo va a llegar cualquier pobre maestro a explicarles el mundo, con su verdad menuda y transparente.