miércoles, 23 de junio de 2010

Andanzas del Barrio Alto


El Barrio Alto es un bar singular en el barrio. Tiene nombre de novela naturalista, ambientada en la lucha de clases, pero también de relato de los años 20, un poco Scott Fitzgerald, con aquella nostalgia de los días claros de la primera juventud. El Barrio Alto es un bar singular en el barrio porque no es tabernario, pero tampoco es bar únicamente, en plan copeo de sábado, sino que sabe albergar una clientela de lo más variopinta, estimulante.

Entre semana resulta especialmente agradable. Nosotros, nuestro grupo de amigos, cuando quedamos para comer, acabamos muchas tardes yendo al Barrio Alto, quizá porque parece de otro barrio, por la música álgida, vibrante, o porque uno de los dueños, Marc, rubio con la mirada atenta de los buenos detectives, es un buen lector de Ian McEwan con el que da gusto hablar de su novela Amor perdurable. Está en la calle Humilladero y tiene dos camareras -especialmente, dos- que encarnan el encanto y la amabilidad: Susana, con vocación de cóctel en las venas y unos imponentes dry martinis, y Lua, que es una suavidad bajo los ritmos musicales de piel.

A mí me gusta pensar que el Barrio Alto lo hemos puesto un poco de moda nosotros, con tanto ir y venir, y trayendo siempre a más amigos a tomar algo allí, que es la única forma de apoyar un local. Es seguramente el bar del barrio, entendido como coctelería, y la especialidad es la degustación de ginebras. Hace un par de días pasé allí toda la tarde y parte de la noche, en una de esas jornadas de evasión que luego tienen algo, si lo piensas, de una extraña victoria.

Todo el mundo debiera tener un bar así, donde se sienta uno bienvenido al llegar porque sepan ponerte sin pedirla tu copa. Es un placer pequeño, ya lo sé, pero qué sería de la vida sin ellos.

viernes, 18 de junio de 2010

La blancura de la ballena


Un poco de poesía cada día: acabemos esta semana terrible con un poco de ritmo. La reiteración tiene su causa, porque seguramente en esta situación, frente a las reformas económicas que ocultan el despido libre, o más flexibilizado, que es lo mismo, o contra el desencanto colectivo, ahora sólo tiene sentido el poema entendido como derecho más fundamental. No como celebración, porque quizá ahora sólo encuentra razón no tanto el entusiasmo, que incluso acaba siendo demasiado optimista, sino la supervivencia, que tampoco lo es menos, y el poema también como artefacto es la supervivencia cimentada en sí misma.

¿Qué se puede esperar de la poesía? Una respiración, lo que ya es mucho. En estas condiciones, vindicar cualquier libro es un oficio libre en el fervor humano, porque nadie cree en nada, y porque la fe cansa más que cualquier consigna. Quizá por eso mismo acercarse a La blancura de la ballena, el último y más reciente libro de poemas de Rodolfo Serrano, sea el mejor oficio de perduración referido a este hombre, maestro de periodistas, que ha hecho de la sombra alargada de Melville no sólo un motivo de expresión, sino también toda una credencial de su poética, que es el periodismo convertido en vertiente emotiva, o la barra del bar como experiencia bajo la luz de gas dúctil de la metáfora.

¿En qué podemos creer? Seguramente, en nada: los hermanos, la luz, esa franca familia que uno escoge bajo el manto de paz de los amigos. Una cerveza fría bien tirada. Un gin-tonic servido con ese gusto justo de limón. Un escaparate en que el librero puede hablar contigo de los libros, y enjuiciarlos después: en Madrid, la Méndez, en la calle Mayor, y en Córdoba la nueva librería Luque. Stefan Zweig, los libros. Y Leonardo Padura, con su Adiós, Hemingway, pero especialmente El hombre que amaba a los perros, la mejor disección del asesinato de Trotski y de Ramón Mercader, de todo el comunismo y su mancha siniestra derritiendo cualquier ideología humanista. También Juan de Mairena, y ese hermoso prólogo que le ha escrito a Rodolfo el cantautor Pedro Guerrero, porque tiene que llover a cántaros para que el hombre nuevo, si existe, alcance la conciencia de un amanecer.

Éste nuevo libro de Rodolfo es una recomendación para el verano, siempre que se quiera revestir el verano de un gran pulso interior: la sentimentalidad, la dicha, la imagen flanqueada por una nueva música mordiente. Y la hospitalidad, el milagro de la literatura como forma de vida, de ese gran periodismo junto al tren 27, en altos hornos, cuando la mina ajaba el último lamento en la espiral oblicua de coronas de flores. "Llamadme Ismael", arranca Moby Dick. Poesía casi dictada en el último hotel. Esas coordenadas del milagro.