jueves, 16 de diciembre de 2010

Luces errantes, de Ismael Serrano


Una luz errante en la ventana. Hay que detenerse a mirar a esa luz, a escuchar esa música. Quizá nos detenemos ya para demasiadas pocas cosas, y los aviones parten con una prontitud desmesurada, y los trenes se agotan en un túnel sin tiempo. Pero no vendría mal que esperaras a escuchar el pequeño milagro de unas voces.

La canción se titula Luces errantes y la firma Ismael Serrano. Ha sido este verano, un junio de algún vértigo azul recuperado y de fiebres cambiantes, cuando Ismael viajó a Ramala, donde grabó el tema acompañado por los coros de los niños y niñas del Conservatorio de Música Edward Said.

Si todas estas palabras pueden activar la sensibilidad a cualquiera -Ramala, franja de Gaza, coro de niños, y también Edward Said, autor de las maravillosas, incisivas y duras Crónicas palestinas, que era además experto en Joseph Conrad-, la suma de valores, la letra de la canción, su melodía, es una explosión de júbilo y de fe en contra del cinismo que vivimos, de la desesperanza o del desánimo.

Lo malo de escuchar Luces errantes es que después uno no puede arrancarse de la cabeza la melodía, la letra, el compromiso. Después de haber oído esta nueva canción de Ismael, acompañado de un coro de niños de la franja de Gaza, todas esas voces te acompañan a cualquier hora del día, como un eco lejano, cada vez más presente, de ligereza y aire, de musicalidad flotante, de una alegría limpia de temor o de esquirlas. Se ha hablado mucho de la hermosura de la tristeza, desde la pose romántica de damas enfermadas por la melancolía, con esa languidez de cipreses nevados. Se ha hablado mucho, también, de la expresividad de lo agresivo, de su plasticidad violenta, del impacto visual de la víscera expuesta como profanación de la salud, de una humanidad. Sin embargo, quizá porque la literatura y el cine se han esmerado mucho en sublimar ese esteticismo ocre del perdedor, de la derrota justa, de su dolor larvado, no se vindica tanto desde el arte la alegría infantil, cenital, que es la expresión pura de la mayor belleza de este mundo.

Esta nueva canción, Luces errantes, tiene a su favor no sólo esa estética, sino también esa ética. La voz de Ismael Serrano suena cálida, matizada y sugerente, como ese mismo vuelo de todas las cometas que todos esos niños echaron a volar por encima del muro de la franja de Gaza, para formar parte del Guinness. Sin embargo, cuando entra el coro de niños, cuando ese coro de niños palestinos echa el vuelo a cantar, nos parece también que podemos volar más allá de nosotros, de nuestro propio muro, porque esas voces de una fragilidad ensordecedora las que nos llenan de oxígeno, en la respiración de un mundo nuevo que debe promoverlos como protagonistas.

Escucha Luces errantes, y se te llenará el espíritu. Aseguro una experiencia contagiosa, y una cercanía duradera: porque ellos cantarán dentro de ti, y abrirán más tus ojos, y te harán mirar mucho más lejos. Escucha Luces errantes en http://www.itunes.com/ y http://www.luceserrantes.com/.

Todos sus beneficios serán destinados, precisamente, a los niños refugiados de la franja de Gaza, a través de la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados de Palestina, la UNRWA Comité Español. Quizá por eso ahora, justo ahora, cuando todo parece más perdido que nunca, ha llegado el momento de volver a cantar.

Por que hay que estar en contra del desánimo, de la desesperanza y del cinismo. Sobre todo, cuando parece ya que todas las batallas se han perdido. Es imposible escuchar esta canción, y atender a este coro de niños cuando entran y dan color y forma, sensibilidad y lenguaje, plasticidad sonora, en árabe, a esta nueva letra de Ismael, y continuar pensando que las cosas necesariamente acaban mal, aunque sea cierto. No es una canción escrita contra nadie: es una canción escrita a favor de estos niños, con esa lucha diaria por la supervivencia de los que ya han perdido casi todo, con la devastación bombardeada de cualquier mañana luminosa.

Así, por encima del muro, un día muchos niños de la franja de Gaza quisieron dibujar otro nuevo futuro, y trataron de entrar en el libro Guinness con el mayor lanzamiento de cometas que se ha visto, por encima del muro. Todo esto cuenta la canción, por el encima del muro, la casa, el olivar. Todos esos niños, así, con esa fuerza. Hoy por la mañana se presenta esta canción, y por mi parte al menos no quiero que la actualidad agresiva del día se trague la noticia de que estos niños cantan, y ahora pueden ser oídos aquí. Porque hay que creer en ellos, frente a los descreimientos: trata de escuchar su luz errante, como si todavía soñaras otra vida.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los nuevos trenes de Europa


Cuál es el fragor de los trenes de Europa, con qué cadencia cruzan el paisaje sin latitud ni tiempo, casi sin salida ni llegada, sin más espacio pleno que el propio dinamismo de los días de viaje. José Martínez Ros, que pasó un año en Córdoba en la Fundación Antonio Gala, ha escrito un libro de poemas titulado Trenes de Europa, que tiene mucho de movimiento iniciático, pero ya poderoso en una madurez, con esa geografía del lenguaje convertida en motor de la propia maleta personal. En este libro ya con voz, pegada, y potencial lírico de José Martínez Ros, la soledad social se ha convertido en un fondo de luz indecisa y cambiante, con paradas de metro desoladas, trenes abandonados y lugares de paso en los que apenas es posible el amor.

En estos poemas de José Martínez Ros hay, además, revelación moral: la vida, tal y como ha sido hasta el momento, no nos sirve. La localización es deslocalización, porque "el decreto de exilio es a perpetuidad". Pero exilio no sólo de nosotros, de nuestro propio entorno vivencial, sino también de cómo ha sido todo hasta ahora mismo, porque estamos en una permanente mutación que va a dejar alterada la visión, lo queramos admitir o no.

Se trata de poemas reflexivos, con un ritmo endiablado de musicalidad potente, mixtura de realismo e imágenes oníricas, con unos escenarios maleables, sí, pero indeterminados, como aeropuertos o estaciones de tren, en los que entramos con nombres y apellidos, con unas credenciales que de pronto no están: así, la nueva identidad se encuentra sólo en los lugares transitorios. ¿Es éste el hombre nuevo? ¿Es la disolución del yo, sus máscaras cambiantes, con influencia directa e indirecta de Pere Gimferrer y el espectro novísimo?

El libro también es una guía turística por ese nuevo mapa de unos sentimientos que no hayan acomodo en los moldes antiguos. Así, el poeta culturalista también duda de su propio culturalismo, de sus asideros literarios, del edificio formal que es la palabra entendida como revelación. José Martínez Ros niega también esa revelación, en una desnudez moral que llega a los poemas sin palabras, que cuestiona el ropaje, en una nueva desolación que no tiene estructura ni para cuestionarse a sí misma: el nuevo grito mudo, y a la vez torrencial, ya sólo es tiempo.

Este hermoso libro, editado por la Fundación José Manuel Lara, transita en una edad de la desconfianza, de extraños entre extraños. Nadie bebe champán en los aviones, o quizá mucho más, por el miedo al enigma. No hemos dejado nada, porque no hemos tenido nada con anterioridad. Somos invulnerables, porque ya no tenemos nada que perder: quizá por eso mismo estamos condenados. No hemos llegado aún a las ruinas, porque somos aún jóvenes. Quizá nosotros mismos somos las ruinas, y habitamos ahora una reconstrucción.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Tormenta transparente, de Javier Lostalé


Tormenta transparente, el vuelo sostenido de una ausencia. Javier Lostalé ha publicado un libro de poemas titulado precisamente así, Tormenta transparente. Hablamos de un poeta de fina destilación, de un conocimiento no sólo de las artes del poema, sino de su materia esencial, de ese advenimiento emocional que es el origen mismo de la necesidad de escribir. Así, Tormenta transparente es un libro de amor: pero un amor singular, un amor que se genera a sí mismo dentro de los poemas, que es nacimiento y también fin en sí mismo, que golpea el interior, las paredes propias del poema, y también del poeta, con su pecho de pronto convertido en toda una espiral de resonancias que desde el silencio cobran forma, que desde el terrizo crean el cuerpo, la materialidad de la nada.

Tormenta transparente es un libro sobre la ausencia total del amor: no sólo del sentimiento, de su recepción y compañía, sino también del sujeto, porque todo es acción generadora. Así, es el propio lenguaje quien se inyecta a sí mismo, las palabras son cuerpo, piel, tejido primigenio del amor. Muchos versos ahondan en la idea: "Cohabito con el espacio alumbrado de tu despedida", "En la corteza de la luz tu palabra me habla", "Se abre entonces en todas las cosas el tacto de tu voz". La ausencia, al llegar, se relaciona también con el espacio, que es el escenario de un vacío. Sigue la misma estancia, los objetos, y hasta la forma misma en unas sábanas. Sigue toda la vida, sigue el curso corriente de las horas, y sin embargo ahora todo está poblado por la ausencia, conquistado de pronto por un sordo esplendor. Lo explica Lostalé en el poema Tus manos: "Donde anida en silencio el resplandor último del tacto". Porque somos también el eco más sutil de unos dedos tendidos, "concíbeme en tu profundo latido sin aire". Somos ese latido que aún recuerda el instante anterior a ese hueco, la distancia menuda entre dos cuerpos y su conquista minuciosa y blanda. "Abrázame como si ya no estuvieses / para que tu presencia sea umbral del mundo". Así, es la propia ausencia la que inaugura el mundo, porque sólo tenemos esa ausencia, que también es corporeidad.

"Como una tormenta respiras dentro de mí (…). Donde no estás sin memoria aún me concibes". El sujeto amado no sólo se concibe a sí mismo en el lenguaje, en esa plenitud fértil de la imagen, sino que también concibe al propio escritor, que invoca en el silencio una claridad, la presencia invisible de la perduración. Javier Lostalé, tan generoso siempre con la poesía de otros, ha estado acompañado en su presentación en León por Luis Artigue y un servidor; en Córdoba, además, por Pablo García Baena, en la complicidad del magisterio fecundo y sensorial.

martes, 2 de noviembre de 2010

Residencia de Estudiantes, o la leyenda de hoy



La fanfarria con vistas, una percusión en el jardín. Se han cumplido cien años de la Residencia de Estudiantes, un oasis moral, y se ha escrito ya tanto sobre ella que el margen es pequeño, diminuto, para cualquier nueva iluminación. Sin embargo, la noticia es hermosa, porque noticia es que en España una institución como la vieja Resi se mantenga aún en pie, hermosa y duradera como esa fachada de ladrillo sostenida en el tiempo, como un buque erigido más allá de nosotros y de todos los nombres que la integran. La Residencia es hoy más que su legado: es también la acción de ese legado, y su prolongación en los nuevos creadores, investigadores, profesores, artistas de muy diversa condición y pelaje, que de una u otra forma han ligado su vida, antes o después, a la Residencia de Estudiantes. Es un lugar de paso que deja un paso en nosotros, una huella más honda de lo que se pueda suponer: no sólo por su territorio mítico, no únicamente por Federico García Lorca, Salvador Dalí y Luis Buñuel, o la constelación de sus amigos, y sus compañeros de vida y esperanza, Juan Ramón, Antonio Machado, Unamuno, los otros; sino también por una sutileza en la manera de afrontar la vida, que seguramente ha sido nuestro proyecto educativo más decididamente vital y aperturista.

No hay muchos lugares que sean de verdad la casa del poema, pero también del poeta. No hay muchos lugares en los que la palabra, su cuidado y su aroma, sea reverenciada como un templo que a todos nos acoge sin importar jamás su procedencia. No hay muchos lugares cuya sola presencia, cuya continuidad, suponga un referente artístico y moral de la sociedad más deseable, y además se mantenga. Ese lugar es la Residencia de Estudiantes: lo era hace cien años, y hoy lo sigue siendo, a través de un sinfín de congresos, conferencias, recitales, conciertos, que nos recuerdan siempre nuestro mejor pasado, el que pudo haber sido, el que menos duró y el más brillante.

Si en una de esas historias reinventadas que tanto le gustaban a Max Aub, con un extraño bucle temporal, trasladáramos al Madrid de hoy a cualquiera de los intelectuales españoles de hace cien años, seguramente no reconocería nada: ni la Castellana, ni la Puerta del Sol, ni los viejos cafés, que ya no existen. Pero podría volver a la Residencia de Estudiantes, y quizá hasta se encontraría a sí mismo en uno de esos grandes cartelones que, con cada exposición, contribuyen a mantener viva y actualizada nuestra memoria más sensible y vertical. Sabrían que están en casa, que habrían llegado a casa. Hablaremos de esto dentro de cien años: de la misma alegría, en el mismo canal. Y sonarán las voces como música, subiendo la colina, de todos quienes fuimos residentes.

martes, 12 de octubre de 2010

María, la portuguesa


Juan Flores murió de un disparo a dos metros, a dos metros escasos de aire y de marea, de dureza y quietud, hace más o menos 25 años. Era un marinero de Ayamonte, desde Ayamonte hasta el faro, desde Ayamonte hasta el fado. Parece ser que su asesino fue un guardia portugués, y que alrededor de los dos había una mujer llamada María, la portuguesa. El suceso podría haber dado lugar a uno de los dramas andaluces de García Lorca, con esa mezcla mordiente de desgarro y encina, en su extremo telúrico, y se convirtió en una de las canciones más famosas de Carlos Cano. Dicen que el guardia portugués se llamaba Nunes, y que persiguió a Juan Flores acusándolo de pesca ilegal, un motivo mucho menos grave que su muerte, a bocajarro o a cara de perro, disparándole a menos de dos metros. Cómo saber ahora si Juan Flores conocía realmente a María la portuguesa, aunque su hermano Manuel guarde los recortes de periódico de entonces y una fotografía, el día del entierro en Ayamonte, con una mujer con una corona de flores junto al féretro, que podría ser María, en ese duelo íntimo.

Qué misterio anida debajo de las cuencas de la muerte, cómo se espera un cuerpo al otro lado del ferry, para velarlo después toda la noche: un cuerpo que era más canción que cuerpo, porque Carlos Cano afinó tanto que convirtió su historia en el himno oficioso de Ayamonte. Hay quien asegura que María la portuguesa existió de verdad, y que sus nietos regentan un restaurante cerca de La Antilla, con lo que la niebla de misterio, con su dulzor de pistas encontradas, va cercando la solución del mito. No escribo el nombre del establecimiento por respeto a la memoria familiar, la misma que tenemos todos en común, que se nutre de historias, de disfraces de vidas heredadas.

La voz de Carlos Cano estremeció el puente entre la copla y él, del mismo modo que acercó irremediablemente Cádiz y La Habana con eso de que La Habana es Cádiz con más negritos y Cádiz La Habana con más salero. La única verdad de todo esto es que la literatura, más cantada o menos, siempre acaba siendo hija de la vida. Y también que echamos mucho de menos la voz de Carlos Cano, su presencia de sal y erudición buscando la raigambre popular, ese nacionalismo sin fronteras cuya única sustancia era la indagación del mayor territorio hospitalario. Seguiremos cantando María, la portuguesa porque, en realidad, lo de menos es quién fuera María, qué tejido interior se desgarró el día que mataron a Juan Flores, y qué relación tuvo con ese guardia, Nunes, que también tendrá su historia. Estampas arrastradas, esa caja metálica que guarda tantas fotos de relatos sin que la vida escriba un buen final.

lunes, 27 de septiembre de 2010

De qué hablo cuando hablo de correr



Haruki Murakami regentaba un bar en Kioto. Era un jazz-bar, un poco jazz-café, como el de Córdoba, en esa esquina limpia de la Espartería hacia La Corredera, con sus conciertos semanales y su niebla nocturna a través de la barra. Murakami había ido a la universidad, y ya sabía que le gustaba escribir. Sin embargo, también le gustaba mucho la música, y montar su propio bar fue quizá su primera obra creativa. Allí empeñó los años de su incipiente juventud, como sólo se hace en un local de copas por la noche, a base de quedarse recogiendo hasta las tres de la madrugada, levantándose luego al mediodía y volviendo a empezar a media tarde.

El bar iba tan bien que ya se empezó a plantear Murakami abrir otro segundo, o se lo habían sugerido, cuando de pronto la vida de empresario nocturno y mecenas de grupos emergentes de jazz se le fue volviendo cuesta arriba, o mejor noche arriba, más camino del alba que del escenario de su bar. Fue entonces cuando Murakami, que todavía era un hombre joven, decidió dejar el bar. No contratar un encargado, con el ojo del amo engordando el caballo en la distancia cómoda, sino dejarlo, desentenderse por completo de él, para empezar a escribir una novela. Fue entonces cuando dejó de fumar, se mudó del centro a las afueras para estar más cerca del campo, y también cuando comenzó a correr largas distancias y a escribir.

"Escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico (…) Tal vez piensen que, con tal de tener la fuerza suficiente para poder levantar la taza del café, se pueden escribir novelas. Pero, si probaran de veras a hacerlo, estoy seguro de que enseguida me comprenderían y se darían cuenta de que escribir novelas no es un trabajo tan apacible (…). Aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. La que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas, envueltos en el ropaje de nuestras historias, pensamos con todo el cuerpo".

Se vive con el cuerpo, se escribe como el cuerpo. En Murakami hay mucho de Hemingway, por esa acción directa del lenguaje, y también de Fitzgerald, por la sensualidad de las palabras, por su porosidad. De hecho, quizá sólo en París era una fiesta puede rastrearse una forma tan fina y tan exacta de definir el oficio de novelista; también en The Crack-Up: no obstante, Murakami ha sido traductor al japonés de Fitzgerald. Ahora Murakami sigue haciendo maratones y escribiendo novelas, muy buenas por cierto. De qué hablo cuando hablo de correr es la mejor definición del cuerpo convertido en escritura.

martes, 21 de septiembre de 2010

José Antonio Labordeta


Palabras para cantar. Palabras para reír. Palabras para llorar. Palabras para vivir. Palabras para gritar. Palabras para morir". Esto ha sido siempre Labordeta: un bosque infinito de palabras, la tierra mineral del canto convertido en testimonio. El inicio de la columna es suyo: es la primera estrofa de su canción Palabras, incluida en Cantar y callar. Si algo ha hecho José Antonio Labordeta en estos años ha sido cantar. Si algo no ha hecho, ha sido, precisamente, callar, porque desde el principio de su vida pública -como escritor, como cantante, como conductor de programas televisivos, como diputado- se ha sabido deudor de una heredad de hombres con las vidas secadas bajo el sol del silencio. Más que conciencia de clase, la suya ha sido siempre una conciencia histórica, que es la ideología con la raíz telúrica del suelo.

El suelo se lo ha pateado muy bien Labordeta, en su juventud y también más adelante, cuando presentó el programa de televisión Un país en la mochila, que sirvió a gran parte de la población, por no decir la mayoría, como recuerdo de una sociedad que se extinguía, ese grito apagado en la desolación de la lluvia amarilla sobre pueblos desiertos, siguiendo el título de Julio Llamazares. No sólo contaba ese libro oculto de oficios olvidados, esa artesanía de las tardes cosidas al abrigo del invierno, un registro de voces venidas de otro tiempo, que todavía era éste y se estaba inclinando, sino que también era un canto sostenido con pura resistencia ante el exterminio de esa vida, esa lentitud como un valor recuperado al menos en lo que duraba un episodio. Quien resiste no gana: resiste, que no es poco.

Para los que nacimos con la democracia, nuestro primer recuerdo de José Antonio Labordeta está muy asociado a aquel programa. Antes hubo discos, recitales, libros de poemas y dolor: el de la muerte de su hermano, el poeta Miguel Labordeta, el 1 de agosto de 1969. Ahora podríamos cantarle al propio José Antonio los versos que escribió entonces a su hermano: "El quiso ser / palabra sobre el río al amanecer, / y caminó / por viejas esperanzas que nadie entendió". Labordeta siempre fue su voz y también el recuerdo de su hermano, el otro poeta, el tronco de otra vida y de otra obra verbal. "Polvo, niebla, viento y sol. Donde hay agua, una huerta. Al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón".

Quizá José Antonio Labordeta ha sido, realmente, el último noventayochista: no tanto por la obra literaria, que también podría verse, sino por la intención de descubrir esa identidad que da la tierra, entendida no como discriminación geográfica, sino como una integridad que a todos nos acoge, y a todos nos empapa. La emigración, el hambre, la tristeza. Esa dignidad en el Congreso. Polvo, niebla. Viento y sol.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Poesía en la prisión


Siempre la claridad viene del cielo, largo se le hace el día a quien no ama. Hace un par de días tuve la ocasión de recitar estos dos versos de Claudio Rodríguez, versos amplios como la luz, versos amplificados del espíritu, en la prisión de Córdoba. Acordarse de Claudio, pero también de Lorca y de Cervantes, dentro de los muros de la cárcel, no puede ser igual que hacerlo fuera: los escritores, claro, son los mismos, pero las lecturas no. No se puede entender sin libertad a Cervantes, y al Quijote mucho menos. Recordé el episodio de los galeotes, cuando el caballero y Sancho los encuentran: al saber que los llevan a galeras, donde morirán de agotamiento o de disentería, remando por el mar Mediterráneo, o en singular combate con los turcos, Don Quijote decide liberarlos. Luego, la historia acaba mal, como casi siempre, cuando el sueño se topa con la realidad. Uno de los presos recordó, precisamente, a Calderón, y La vida es sueño como una cima de la literatura española. También citó a Luis Rosales: igualmente irrebatible. Literatura y libertad es mucho más que la lectura de El conde de Montecristo: la libertad es el poema, nuestra libertad es lenguaje, esa liberación blanca del yo en la interpretación personal de cualquier texto, o la imaginación sobre el poema.

Poesía del conocimiento o de la comunicación, o mixta, o de otro vuelo: también en la prisión pude conocer al venezolano Jorge Real, autor de Los vuelos del silencio, y a los demás integrantes de su club de lectura. Dentro de esas paredes la palabra adquiere necesariamente otro sentido, una plenitud de redescubierta desnudez, igual que la mirada al escribir, desprovista de todos esos velos que pueden corromper la realidad, o la limpieza exacta en la escritura. No se pueden leer las Nanas de la cebolla de Miguel Hernández dentro igual que fuera: es imposible, y ellos lo saben bien. Quizá porque cualquiera, al escribir, tiene que enfrentarse cada día con todas sus tormentas interiores, matizadas o no, que son las que conforman una identidad. Varios de los presos y las presas me hablaron finalmente de la liberación de la lectura, de esa capacidad de ensoñación a través del poema, de esa redención de la escritura, como una salvación.

Normalmente aquí no escribo de lo que me sucede, pero hace un par de días me sentí un privilegiado: por compartir la mañana con ellos y con ellas, con toda esa atención, ese interés verdaderamente único, y por dedicarme a mi oficio de escritor. Porque todos hablamos de lo mismo: la lectura como permeabilidad, como lluvia calando lentamente en el cuerpo, el mundo que se ensancha dentro de uno mismo al leer poesía, ese crecimiento indefinido. La lectura, también, como posición ética: esa religión de la belleza y de la libertad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mankowitz, Wolf Mankowitz



Era un agente doble, o pudo serlo. Wolf Mankowitz, guionista de la primera película de James Bond, al parecer sabía de lo que hablaba. Durante más de diez años, los servicios secretos británicos sospecharon de él, y así fue sometido a una vigilancia exhaustiva y constante, como en cualquier film de guerra fría, por la sospecha de pertenecer a la KGB. ¿Era este escritor un agente secreto, que se la había jugado al MI5 desde el final de la Segunda Guerra Mundial? La agencia británica de contraespionaje no lo dudó nunca, por sus contactos asiduos con varios militantes del Partido Comunista desde 1945. Desde luego, Wolf Mankowitz conocía bien el oficio: cuando presentó el guión de 007 contra el Doctor No a Cubby Broccoli y Harry Saltzman, los primeros productores del famoso agente británico, luego de haber adaptado el texto desde las novelas de Ian Fleming, estos hombres de cine quedaron seducidos por ese magnetismo de la historia, el carisma excitante de su protagonista y también el realismo detallista, que tornaba verosímil ese mundo invisible de las claves en los microfilms.

Todo comenzó en 1944, cuando los nombres de Mankowitz y Ann, su esposa, fueron citados en una carta interceptada de un veterano de guerra sospechoso de militancia comunista. Le estaba investigando el MI5, el mismo MI5 para el que Wolf Mankowitz había desarrollado un reclamo internacional de sofisticación y estilo de manos del mismísimo James Bond. El antiguo soldado, David Holbrook, relataba una visita del matrimonio en Newcastle: "Wolf siempre me acusa de no ser realmente un marxista, lo que probablemente es verdad, pero a mi me gusta mofarme un poco de él y pensar que soy más útil que él". Podía ser una trampa, pero el MI5 se lo tomó tan en serio que al año siguiente mantuvo el seguimiento, cuando el guionista se alistó en las fuerzas armadas. Luego, ya licenciado, en 1948, los servicios secretos británicos obstaculizaron su ingreso en la Oficina Central de Información del Gobierno de Londres: "Nuestros registros demuestran que este hombre era conocido en 1944 como el marido de una miembro del Partido Comunista, y él mismo un marxista convencido"

Sería hermoso que la historia fuera cierta: con toda la tralla que le ha metido Bond, James Bond, a los comunistas en decenas de películas, pensar que uno de sus creadores principales, el escritor cuyas líneas luego interpretó Sean Connery, podría ser un comunista convencido, y además un agente doble, es la mejor noticia literaria del verano. Fue años más tarde, en 1956, cuando Mankowitz volvió de la Feria de la Juventud Mundial en Moscú con ganas de coproducir una película con los soviéticos, pero ya no interesaba al servicio secreto. Ahora su historia es un monumento a un pasado muy poco piadoso. Mankowitz, Wolf Mankowitz. Debía de gustarle el dry martini.

jueves, 26 de agosto de 2010

Marilyn


Cada cierto tiempo vuelve Marilyn, y es bueno que así sea. Cada cierto tiempo vuelve Marilyn, de pronto una película o una publicación, o simplemente la necesidad de traerla de nuevo a nuestras vidas. Pero, ¿es que se ha ausentado alguna vez? Marilyn va a estar siempre presente, con su melena rubia platino recortada sobre un fondo de estrellas, peinado a lo Mae West pasada por el Actor's Studio, esa inocencia pícara a lo Natalie Wood, cuando se encontraban en las fiestas y podían hablarse, en apenas un cruce de palabras, del estigma fugaz de la belleza. Marilyn vuelve siempre cuando hablamos de los Kennedy, porque Marilyn fue una crisis de los misiles de Cuba pero sin Fidel Castro, fue un Happy Birthday cantado dentro de un vestido tan ceñido que la tarta era ella. Marilyn es también su posterior romance con Bob Kennedy, igual que antes palió los dolores de espalda del presidente Jack. Marilyn también es Peter Lawford, y aquel clan de Las Vegas, Marilyn es la voz que apenas necesita tener voz, y ese enigma para los intelectuales que definió Gimferrer y antes descubrió Arthur Miller.

Precisamente ahora va a publicar Seix Barral los cuadernos íntimos de la actriz, en los que habitan no sólo reflexiones, sino también poemas, de una palidez honda y dramática. Lo de menos es que se carteara con Carson McCullers, Somerset Maugham o Norman Mailer -de su relación con Truman Capote ya sabíamos-, aunque esto aumenta el misterio. Con Marilyn todo es misterioso, desde sus últimas fotografías, envuelta en esas gasas rosadas que dejaban entrever su cuerpo modelado en íntimas fragancias, hasta la aparición de alguna cinta pornográfica en la que más de uno se ha empeñado en reconocer a la entonces juvenil Norma Jean. Ahora vuelve a ser una nueva noticia del verano, como si se hubiera ido, cuando su muerte lo que hizo fue dejarla por siempre entre nosotros. A Angelina Jolie, si al final la interpreta, no le va a bastar con rellenar la bolsa demasiado ligera de sus huesos, sino que tendrá que incorporar una nueva dulzura de sus rasgos que, con tanta angulosidad marcada por la delgadez, ahora mismo parece demasiado difícil. Van cambiando los cánones, va girando la cámara, y los ojos del público se vuelven ahora a Megan Fox del mismo modo que hace ochenta años lo hicieron hacia Gloria Swanson, o incluso Theda Bara. Sin embargo, Marilyn siempre ha sobrevivido. Sigue siendo el eco de unos sueños, el reverso más bello de la fragilidad.

Nuestra vida sería más triste sin ella, sin que cada verano apareciera un nuevo motivo para pensar en Marilyn en cualquiera de sus películas, por más que prefiramos siempre Vidas rebeldes, junto al último Clark Gable, apurando la vida con el sorbo de sus labios cansados de besar al vacío.

lunes, 23 de agosto de 2010

Orson Welles y Charlton Heston en Granada


Con este tiempo extraño, veraniego y cambiante, imagino el no menos extraño, veraniego y cambiante encuentro granadino de Orson Welles y Charlton Heston para rodar una película sobre Federico García Lorca. Fue el 16 de septiembre de 1960, y todavía hacía calor. Welles había llegado seis días antes, acompañado de la hija que había tenido con Rita Hayworth. Lo leo en un interesante artículo de Gabriel Pozo Felguera, y trato de recomponer la estampa de los primeros días del cineasta recorriendo la Alhambra, el Albaicín, mientras rodaba en la Huerta de San Vicente y en Víznar con una cámara de 16 mm. La fuente, al parecer, es un veterano camarero del Hotel Alhambra Palace. Luego llegó Heston, con su esposa y su hijo, y vieron al alcalde de Granada, tratando de buscar información.

El Orson Welles que toma un fino en Bodegas Castañeda en septiembre de 1960 tiene poco que ver con aquel niño prodigio que conquistara Hollywood. Hace ya mucho tiempo que sufre en carne propia la imposibilidad de la industria para asumir sus proyectos como director: no tienen fe en él, porque resulta demasiado caro. Sin embargo, su talento rotundo como actor le ha hecho ocupar un lugar preeminente casi dos décadas después de Ciudadano Kane, y el propio Heston, que es el Charlton Heston que está rodando mientras en España El Cid, en la plenitud de su carrera y también de su influencia sobre los productores a ambos lados del Atlántico, lo había impuesto sólo tres años antes, en 1957, como su compañero de reparto, y enemigo en la trama, en Sed de mal. Estamos ante dos colosos del cine de todos los tiempos, de distintas texturas y motivos, creadores ambos y proteicos; pero uno, Welles, en su primer declive, y otro, Heston, confinado aún en la épica, que ha seguido encontrando para él buenos papeles.

Según parece, el Ideal publicó una fotonoticia, y el diario Patria los entrevistó. Heston manifestó su admiración por la obra y por el personaje, y descubrió el interés que suscitaba en Estados Unidos, en una entrevista firmada por José Luis Kastiyo con foto de Juan Granados. El proyecto no salió, y seguramente fue mejor así. Sin embargo, me ha gustado mucho imaginar a estos dos actores totémicos andando por las calles de Granada, en 1960, con esa ingenuidad tan propia de algunos turistas yanquis, capaces de andar por las ruinas de Grecia como por un parque de atracciones, que es la que mueve el mundo muchas veces, con ese entusiasmo mágico y resolutivo contra los elementos. Qué podían temer, en la España de Franco, Charlton Heston y Orson Welles, que andaban por las calles oblicuas de Granada, en las que aún vivían varios protagonistas y testigos, preguntando por Lorca y su misterio.

jueves, 19 de agosto de 2010

Los mercenarios


Este nuevo regreso de Stallone es una declaración de voluntad. No vuelve sólo él, vuelven los clásicos: Dolph Lundgren, Bruce Willis, Mickey Rourke, Eric Roberts y hasta Arnold Schwarzenegger regresan en Los mercenarios, la película escrita en parte, dirigida y protagonizada por Stallone. No es que sean los clásicos en gran plan, pero durante una década y media, los 80 y la primera mitad de los 90, ocuparon espacios, carteleras, coparon las taquillas y las copas de oro de unos nuevos reyes del cine de aventuras. Aquello de aventura tenía poco: gimnasio y esteroides -para quien los tomara-, mamporros y explosiones, que por aquel entonces nos gustaban muchísimo, si uno revisa cada uno de esos taquillazos. El rubio Lundren siempre seguirá siendo el boxeador ruso Iván Drago, cuyo combate con Rocky en la cuarta entrega de la serie arrancó un aplauso, en la cinta, al mismísimo Gorbachov. Luego hizo más películas, quizá más olvidables, algunas con otro mito del género, Jean Claude Van Damme. El mejor Bruce Willis fue el de la serie Luz de luna, y después para el cine, esencialmente, La jungla de cristal. Rourke, la verdad, nunca fue actor de películas de acción, pero luego tuvo tanta acción en su propia vida -llegó a debutar como boxeador, siendo ya actor famoso- que no la necesitaba en los guiones; acompañó a Kim Basinger en Nueve semanas y media, y eso ya es ganarse un puesto en la inmortalidad. Eric Roberts, además de ser el hermano musculado de Julia, siempre hacia de malo. Y de Arnold Schwarzenegger qué vamos a decir, si ha terminado siendo gobernador de California.

En fin, los clásicos. Muy a su manera. Siempre he respetado la figura de Stallone: no es un gran actor, ni un gran guionista, ni mucho menos un gran director, pero quizá pudo llegar a serlo si no hubiera ganado tanta pasta. Es la encarnación del sueño americano, un chaval criado en la Cocina del Infierno, que se empeña en lograr su aspiración, digamos más o menos artista. Ahora los humoristas hacen pasto de él, pero algo había, seguro, en el interior de ese muchacho que la noche del 24 de marzo de 1975 vio el combate entre Muhammad Ali y Chuck Wepner. Esa misma noche se encerró en su casa, bajó las persianas y comenzó a escribir: en tres días había acabado el guión de Rocky. Los productores lo aceptaron, pero querían a una estrella como Ryan O'Neal, Burt Reynolds o Robert Redford. Exigió ser protagonista: el resultado fue dos nominaciones al Oscar, como mejor actor y como mejor guionista, y la creación de un mito. Entonces -hoy nadie lo recuerda- compararon su actuación con Al Pacino y Jack Nicholson. Ganó tanto dinero que se olvidó de eso, y ahora es demasiado tarde para que el gran Sly pueda reinventarse.

lunes, 16 de agosto de 2010

El manantial de Patricia Neal


Había una tormenta en los ojos de Patricia Neal, y por eso ella podía ser Dominique Francon. Si uno lee la novela de Ayn Rand, El manantial, y trata de imaginarse el personaje de esa mujer joven, entusiasta y al mismo tiempo vulnerable, que sueña con la perfección del arte comprendida como la absoluta integridad del creador, ya sólo puede ver ese rostro amargado de Patricia Neal, su pasión extremada, que va desintegrando su belleza, como le sucedió en la vida. Había estudiado teatro en la universidad del Noroeste, y hasta ganó un Tony por su interpretación en Voice of the Turtle, en Broadway, y en 1949 fue descubierta para el cine en John Loves Mary, en compañía de un futuro presidente de los Estados Unidos, que por entonces lo mismo besaba a Patricia Neal que disparaba con Errol Flynn en Camino de Santa Fe: Ronald Reagan. Sin embargo, Patricia nunca habría logrado ser Patricia Neal de no cruzarse en su camino el guión de El manantial, la película dirigida por King Vidor basada en la novela de Ayn Rand, que también fue su guionista, y que ya está integrada en ese panteón esmaltado del género, el de las películas oscuras con personalidad propia, que acaban convertidas en sus propias leyendas: ocurrió así con Laura, de Otto Preminger, y también con Sunset Boulevard de Wilder o Eva al Desnudo, de Joseph Mankiewicz. Seguramente El manantial es inferior a todas ellas, pero tiene el misterio a su favor, el enigma encarnado en la mirada doliente de Patricia Neal, como premonición no sólo del drama del guión, un arquitecto que se enfrenta al mundo por mantener su libertad de conciencia, sino también su propio estigma personal, que quizá comenzó entonces.

Es lo que sucede con el cine: que el éxito brillante suele acarrear dramas rotundos. Patricia Neal compartió cartel en El manantial con Gary Cooper, entonces casado y con hijos, algo que la conservadora sociedad norteamericana no le perdonó a la entonces desconocida actriz: que, como su personaje en la película, que acaba en los brazos del talentoso arquitecto Howard Roark, también en la vida real Gary Cooper terminara en los brazos muy blancos de Patricia. A partir de aquí la historia, y su dolor biográfico: los dos llevaban dos años de secreto romance, que se destapó por la publicad de El manantial. La prensa sensacionalista destrozó la imagen de Patricia, que se casó dos años después y llegó a salir en Desayuno con diamantes, aunque ya hubo muy pocos diamantes en su vida: en 1965, mientras estaba embarazada, sufrió varios infartos cerebrales. Tuvo que volver a aprender a andar y hablar, pero su carrera para el cine había terminado. Quedaba su mirada, como su personaje Dominique Francon, con la carga pesada de una vida en la que jamás se sintió cómoda.

domingo, 8 de agosto de 2010

El ciudadano Mankiewicz


El último hombre vivo de los tiempos dorados acaba de caer, como un viejo honorable. Los Ángeles, agosto, los días del incendio. Ha muerto Tom Mankiewicz, Mank, el último. Su tío Herman había escrito el guión de Ciudadano Kane, esa cima cercana a Sunset Boulevard, bien acompañado de Orson Welles. Su padre, Joseph, había sido el cine y la literatura visual: produjo Tres Camaradas, Frank Borzage, 1938, con guión de Scott Fitzgerald y Robert Taylor de protagonista, y también Historias de Filadelfia, de George Cukor, dos años después. ¿Cómo matar al padre si tu padre es Joseph Mankiewicz, que dirigió a Gene Tierney en El castillo de Dragonwyck o El fantasma y la señora Muir, a Natalie Wood con menos de diez años, y a Vincent Price poco después de Laura y mucho, mucho antes de La caída de la Casa Usher? Cómo podría reinventarse el joven Tom, si su padre había filmado en 1950 Eva al desnudo, la única película que pudo derrotar a Sunset Boulevard -es difícil saber si injustamente- en la ceremonia de los Óscar, donde se llevó seis, aunque las dos películas comparten el conocimiento de Hollywood como territorio de derrumbe, de ocaso emocional en la piscina, en esa caída lenta de los dioses en la mansión desierta.

Cómo imaginar al joven Tom viendo a su padre persiguiendo a Liz Taylor y Richard Burton cada madrugada por los moteles de Los Ángeles, para lograr raptarlos otra vez y conducirlos, de nuevo, al rodaje de Cleopatra, o contemplando a la magnífica Ava Gardner en La condesa descalza, que también dirigió Joseph, su padre, en una plenitud de belleza ardida inalcanzable que había dejado ya de ser estatua en Venus era mujer, y quizá en La condesa regresó definitivamente al panteón, con su mayor pureza.

Sin embargo, Tom también lo logró: en1971, James Bond, con Diamantes para la eternidad, ya había asimilado la estructura de intriga de Ian Fleming para verterla en un lenguaje visual, lo que continuó en Vive y deja morir, El hombre de la pistola de oro, La espía que me amó o Moonraker. Por eso Richard Donner contó con él, como asesor consultivo -guionista, en realidad, pero sin ofender a Mario Puzo- en las dos primeras entregas de Superman, las dos mejores, en las que el espíritu del personaje, maravillosamente encarnado por Christopher Reeve, no sólo prevalece, sino que refulge en la película, en una dimensión mayor que el cómic. Fue también guionista en Lady Halcón, y solamente eso es la posteridad: haber escrito las frases pronunciadas después por Michelle Pfeiffer, su inmensidad de ojos en la abrasión de labios, quizá el último mito femenino del cine, junto a Sharon Stone.

Total, que ha muerto Tom, ha muerto un apellido Del cine, como el libro del Bud Schulberg: el último Mank, el ciudadano Mankiewicz.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Sofismas de Vicente Núñez


Imagino a Vicente Núñez en El Tuta, que es donde hay que verlo y escucharlo. Puedo verlo ahora con la camisa abierta bajo el sol del verano, con esa carga plúmbea y vertical calentando la planta ochavada de la plaza de Aguilar de la Frontera. Escribiendo quizá en una servilleta un poema que después le regalará a su amigo Paco Cerezo, o comiéndose unos fideos finos, a la salida del pueblo, en una de las ventas aledañas.

A Vicente Núñez, los que no le hemos conocido, no nos queda más remedio que inventárnoslo. Cada uno tiene su Vicente Núñez particular en la retina, independientemente de que sea, o no, Ocaso en Poley uno de sus libros predilectos. En mi caso, creo que es el mejor de Vicente, al que había de escuchar, como no se cansa de decir Pablo García Baena. Ayer leí un artículo de Nacho Garmendia, con dominio y bellísimo, sugerente y exacto, a propósito de la edición de Miguel Casado, en Visor, de los sofismas completos de Vicente. Gracias a este texto veraniego volví a estar en el Tuta con él, aunque jamás llegué a verlo, por más que nunca haya escuchado su voz como un prodigio de ronquera purísima y muy honda, con ese ser latente que miraba el envés más endeble de las cosas, más tierno y más salvaje.

Tampoco he conocido, y esto es más evidente por motivos de edad, a Luis Cernuda, y siempre me ha parecido que algo de la personalidad del poeta sevillano, de su distancia íntima con su propio registro, latía también en Vicente, en ese descreimiento que en su caso fue un exilio interior, sí; pero ni a lo Miguel Salabert, que inventó el término titulando así una potente y muy dura novela sobre la primera juventud de la posguerra, ni tampoco a lo Aleixandre, recibiendo en su casa de la calle Velintonia, en Madrid, a la poesía joven española. Así, el exilio interior de Vicente Núñez fue particular, porque no se escondió, pero sí se apartó de La Ramera, como solía llamar Vicente a la poesía.Yo he aprendido a querer a Vicente Núñez escuchando a Matilde Cabello hablar de él, también a Juana Castro, y por supuesto a Pablo García Baena, y a través de esas voces cercanas en el tiempo y la mirada quizá he logrado escucharlo.

Seguramente en Córdoba se habría sentido particularmente feliz en la Taberna El Tablón. Recuerdo sus aforismos, disparates geniales llenos de vida y esperanza, de un lirismo lúcido. Es la prosa de las conversaciones convertida en hallazgo visual, ese encanto del medio oreado de luz fina y dorada. Vicente está en la plaza, es esa plaza. Podremos escuchar su voz de nuevo al leer sus sofismas, y descubrir así su imantación, el secreto del vino lujurioso.

viernes, 9 de julio de 2010

Ismael Serrano: acuérdate de vivir



Hay un momento en la vida, más o menos en torno a la treintena, en que uno puede hacer ajustes a su vida si la vida le deja, por lo menos, un margen pequeño. Se trata, o lo intentamos, de reinventaros a nuestra imagen y semejanza, quizá porque hay un trecho que se ha significado y terminó. Podría ser el instante en que mirar de nuevo hacia el trabajo no como una búsqueda silente, sino como un derecho rutilante de sol en la humanización de ser sencillamente un hombre. Podría ser, pero todos vivimos dentro de un espejismo con un tanteo de niebla en el cristal, y somos solamente ese reflejo que a veces nos saluda, desde un rostro cambiante que se parece sólo remotamente a nosotros.

Es como el calor oscilante, hirviendo el alquitrán de cualquier calle. Es la calima de cualquier regreso, al escenario limpio del amor que guarda consonancias con un crimen. Es como un regalo para un primer cumpleaños, siempre que todavía se puedan enredar, en tu cabello, mis dedos espumosos mientras suena una triste chacarera, agitada tu piel también por esta fiebre de un calor que no derrite aún tu fulgor verde.

Procurarás cumplir con lo que has prometido, si un tipo a menudo piensa en ti y sonríe, si mantiene la luz encendida por si se te ocurre volver de repente, por más que sólo quede un mensaje en el contestador. Pero quizá, de todo esto, lo más importante sea que afuera siempre está esperando una nueva mañana, en la treintena y también más allá del hueco en el que anido, por más que se formulen las preguntas y no reconozcamos al despertar nuestro gesto. Volveremos, sí, y hasta haremos balance, y escucharemos nuevas músicas cambiantes, sonidos que también nos hablen de nosotros. Se trata en suma, de recordar la vida, y también de ejercerla. Se trata de escribir la biografía con voluntad de estilo, de cincelar incluso hasta el alcance de una mano, y esa vocación por la mirada que va reconociendo, paso a paso, su verdad palpitante.

Acuérdate de vivir es el nuevo disco de Ismael Serrano. Si ha habido un cantautor generacional en los últimos años, con quien hayamos ido creciendo mientras él también iba creciendo con nosotros, es Ismael. Este disco hermoso y sensitivo, rítmico y hondo, es su mayor cima musical y poética, es la plenitud de un hombre que ha marcado, con ardiente paciencia, el surco de una vida y de una obra. Nunca, ni siquiera en los primeros discos, ha hablado Ismael tanto a la vida del aquí y el ahora, a las incertidumbres y emociones del aquí y el ahora, y a su reconstrucción: quizá como un papel hallado en la cocina, con un encargo abierto de esperanza.

miércoles, 7 de julio de 2010

Conversación con Rodolfo Serrano


Ayer por la tarde, en Madrid, un grupo de cordobeses, unos nacidos y otros adoptados, salieron al encuentro de la ballena blanca. Madrid, ballena blanca, como ha escrito Pablo Guerrero, pero también Madrid-Pequod: un barco a la deriva, el lance sinuoso de los días buscando la espiral de la gran luz. Esa luz aún existe: es volver a algún poema de Miguel Hernández, de su inicio de tierra tras llegar a Madrid, cuando se anonadaba con la electricidad y extrañaba la luminosidad más tierna de las huertas; o ese Miguel Hernández ya crepuscular, dentro de la trinchera, hablando a la mujer del poeta-soldado que ya había abandonado, finalmente, al gran poeta-pastor de la inocencia, recuperada al fin sobre su hijo más allá del sueño de oropel de la ciudad.

Sin embargo, existe otro Madrid mucho más menudo, más secreto, como aquel café sombrío más arriba de Cuatro Caminos en el que Antonio Machado se pasaba las tardes con Guiomar después de pasear por los jardines de Moncloa, donde los dos tenían su banco preferido, un banco que ahora ya solamente existe en las fotografías. Un Madrid cercano a Gil de Biedma, a ese Casa Manolo justo tras las Cortes que es un café de Rick en miniatura, La Latina y el gran Capitán Trueno antes de la última aventura.

Ayer nos encontramos con esto y mucho más en la presentación del libro de poemas de Rodolfo Serrano La blancura de la ballena. Quizá cada poeta, como cada escritor, tenga un pulso interno que ofrecer a los otros, su latido más personalísimo. En el caso de Rodolfo, sería muy evidente hablar del ritmo sostenido de sus versos, de su capacidad para la imagen convertida en la fotografía de la calle, en esa elegía íntima y discreta de aquellos días disueltos de una plenitud. También tiene este libro de Rodolfo el recuerdo político de la vida de antes, con el que casa bien el disco Plata, esa dulce ambición solaz de transcurrir, y también escribir, por el lado más ancho de la Historia, recuperada al fin para la gente entre un tumor de tanques y la oficialidad dictatorial asimilada por la democracia. Incluso podríamos hablar de un desencanto elegante, de ese amor tan grande y tan quebrado que después los fragmentos pueden irradiar un calor infinito.

Sin embargo, el magma genuino de Rodolfo es su autenticidad poética de voz. Leyendo los poemas de Rodolfo uno habla con él directamente. Este libro hermoso, La blancura de la ballena, es en realidad un libro-amigo, es la conversación en un bar invisible donde los camareros conocen nuestros gustos. O, en palabras de Pablo Guerrero, "un libro luminoso, blanco, enamorado, sincero, escrito por un joven que ya tiene experiencias". Leer estos poemas es escuchar su voz despojada de todo ese ornamento de la vida y tal.

jueves, 1 de julio de 2010

Sara Casasnovas como Electra


Hay una Electra antes y después de Sara Casasnovas, que es la interpretación de los matices convertida en poder verbal y físico. Hace un par de semanas fui al Teatro Español a ver Electra: la versión de Galdós, adaptada por Francisco Nieva con montaje de Madico. Fui, entre otras cosas, para comprobar in situ -en el mismo teatro en el que se estrenó en 1901- cómo había resistido el paso del tiempo la obra del maestro, y también cómo había asimilado la actriz lo que pudo haber sido un accidente fatídico: el ataque que sufrió hace un año de un fan perturbado, que acudió a la puerta del Teatro Victoria y le disparó a la cara con una ballesta. Pues bien, creo que debemos ir olvidando esta historia. No sólo por la normalidad deseable para la muchacha, sino también porque el estancamiento en este desgraciado episodio nos distrae de la única verdad: la realidad de excelencia de esta actriz, su plasticidad en los registros y su potencia interpretativa.

Con respecto a la obra, quizá se ha resentido más de un siglo después: la transgresión que supuso el día de su estreno, que hasta llevó a Villaespesa a fundar una revista modernista en honor del texto de Galdós, llamada, precisamente, Electra, en la que escribieron los hermanos Machado y seguramente también el primer Juan Ramón, por lo que suponía de insurgencia de la mujer llamada por su propio tiempo a rebelarse, y también revelarse, quizá ya tiene más valor testimonial que literario. Sin embargo, el preciosismo impactante de la dirección escénica y de la producción, junto con un elenco de actores eficaces y televisivos, sostuvieron la obra por entero.

Con respecto a Sara Casasnovas, en su papel de Electra, la inocencia con la perturbación, la ingenuidad pueril y el desafío constante y acendrado de una seducción, que lo mismo danza que corre, que patina y que danza patinando asímismo, sólo queda decir que el suyo puede ser el recorrido continuo de los focos, de esa luz gaseosa que desprenden a veces las estrellas. Pero, por encima del éxito futuro que esta actriz tendrá seguramente, resalta sobre todo el magisterio de una juventud: y es que el escenario era ella de pronto, gesticulando de felicidad, y luego replegándose en sí misma, hasta bordar la hebra enfebrecida que entraba dando paso a la locura. Esta chica joven, que ha hecho mucha televisión y la ha hecho bien, es una actriz completa que puede doblegar cualquier papel. Es una chica guapa, pero es bastante más que un bello rostro.

Este mediodía, con un calor amarillo, me he cruzado con ella. Al principio no la he reconocido, sólo me he fijado en la única chica que en ese momento se cruzaba conmigo por la calle: con un vestido claro, morena y muy menuda, hablando por el móvil, con el pelo más largo y una fragilidad que contrastaba con toda esa energía portentosa desplegada en las tablas. Me habría gustado acercarme a ella amablemente y decirle que estuvo sencillamente espléndida en Electra, algo que a los actores y a los músicos -tengo amigos en ambos gremios- les suele alegrar mucho, y que a los escritores, para qué nos vamos a engañar, nos ocurre muy poco. Me habría gustado decirle: olvida aquello, puedes ocupar un escenario con todo ese talento destilado, eres mucho más fuerte y ya has vencido, has recuperado todo tu coraje con Electra. Pero no me he atrevido, o simplemente no he querido molestarla.

miércoles, 23 de junio de 2010

Andanzas del Barrio Alto


El Barrio Alto es un bar singular en el barrio. Tiene nombre de novela naturalista, ambientada en la lucha de clases, pero también de relato de los años 20, un poco Scott Fitzgerald, con aquella nostalgia de los días claros de la primera juventud. El Barrio Alto es un bar singular en el barrio porque no es tabernario, pero tampoco es bar únicamente, en plan copeo de sábado, sino que sabe albergar una clientela de lo más variopinta, estimulante.

Entre semana resulta especialmente agradable. Nosotros, nuestro grupo de amigos, cuando quedamos para comer, acabamos muchas tardes yendo al Barrio Alto, quizá porque parece de otro barrio, por la música álgida, vibrante, o porque uno de los dueños, Marc, rubio con la mirada atenta de los buenos detectives, es un buen lector de Ian McEwan con el que da gusto hablar de su novela Amor perdurable. Está en la calle Humilladero y tiene dos camareras -especialmente, dos- que encarnan el encanto y la amabilidad: Susana, con vocación de cóctel en las venas y unos imponentes dry martinis, y Lua, que es una suavidad bajo los ritmos musicales de piel.

A mí me gusta pensar que el Barrio Alto lo hemos puesto un poco de moda nosotros, con tanto ir y venir, y trayendo siempre a más amigos a tomar algo allí, que es la única forma de apoyar un local. Es seguramente el bar del barrio, entendido como coctelería, y la especialidad es la degustación de ginebras. Hace un par de días pasé allí toda la tarde y parte de la noche, en una de esas jornadas de evasión que luego tienen algo, si lo piensas, de una extraña victoria.

Todo el mundo debiera tener un bar así, donde se sienta uno bienvenido al llegar porque sepan ponerte sin pedirla tu copa. Es un placer pequeño, ya lo sé, pero qué sería de la vida sin ellos.

viernes, 18 de junio de 2010

La blancura de la ballena


Un poco de poesía cada día: acabemos esta semana terrible con un poco de ritmo. La reiteración tiene su causa, porque seguramente en esta situación, frente a las reformas económicas que ocultan el despido libre, o más flexibilizado, que es lo mismo, o contra el desencanto colectivo, ahora sólo tiene sentido el poema entendido como derecho más fundamental. No como celebración, porque quizá ahora sólo encuentra razón no tanto el entusiasmo, que incluso acaba siendo demasiado optimista, sino la supervivencia, que tampoco lo es menos, y el poema también como artefacto es la supervivencia cimentada en sí misma.

¿Qué se puede esperar de la poesía? Una respiración, lo que ya es mucho. En estas condiciones, vindicar cualquier libro es un oficio libre en el fervor humano, porque nadie cree en nada, y porque la fe cansa más que cualquier consigna. Quizá por eso mismo acercarse a La blancura de la ballena, el último y más reciente libro de poemas de Rodolfo Serrano, sea el mejor oficio de perduración referido a este hombre, maestro de periodistas, que ha hecho de la sombra alargada de Melville no sólo un motivo de expresión, sino también toda una credencial de su poética, que es el periodismo convertido en vertiente emotiva, o la barra del bar como experiencia bajo la luz de gas dúctil de la metáfora.

¿En qué podemos creer? Seguramente, en nada: los hermanos, la luz, esa franca familia que uno escoge bajo el manto de paz de los amigos. Una cerveza fría bien tirada. Un gin-tonic servido con ese gusto justo de limón. Un escaparate en que el librero puede hablar contigo de los libros, y enjuiciarlos después: en Madrid, la Méndez, en la calle Mayor, y en Córdoba la nueva librería Luque. Stefan Zweig, los libros. Y Leonardo Padura, con su Adiós, Hemingway, pero especialmente El hombre que amaba a los perros, la mejor disección del asesinato de Trotski y de Ramón Mercader, de todo el comunismo y su mancha siniestra derritiendo cualquier ideología humanista. También Juan de Mairena, y ese hermoso prólogo que le ha escrito a Rodolfo el cantautor Pedro Guerrero, porque tiene que llover a cántaros para que el hombre nuevo, si existe, alcance la conciencia de un amanecer.

Éste nuevo libro de Rodolfo es una recomendación para el verano, siempre que se quiera revestir el verano de un gran pulso interior: la sentimentalidad, la dicha, la imagen flanqueada por una nueva música mordiente. Y la hospitalidad, el milagro de la literatura como forma de vida, de ese gran periodismo junto al tren 27, en altos hornos, cuando la mina ajaba el último lamento en la espiral oblicua de coronas de flores. "Llamadme Ismael", arranca Moby Dick. Poesía casi dictada en el último hotel. Esas coordenadas del milagro.

martes, 25 de mayo de 2010

Bolaño en Córdoba



Bolaño alguna vez estuvo en Córdoba. Siempre fue un viajero, fue desde el principio un detective salvaje. Ya su primera infancia estuvo atravesada por el nomadismo: Los Ángeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Después, a los trece años, su familia se fue a México. Sin embargo, en 1973 volvió a Chile, luego de un viaje en autobús y en barco en el que atravesó toda America Latina, un viaje en el fondo no demasiado distinto del que protagonizara el joven Ernesto Guevara de la Serna, estudiante de Medicina, junto a su amigo Alberto Granado, y que diera lugar a un hermoso libro, Viaje por Sudamérica, y a una película no menos entusiasta, contenida y vital: Diarios de motocicleta. Roberto Bolaño también cogió la carretera, pero esta vez rumbo a Chile, de regreso a su patria -él, que no tenía patrias, o que era de verdad ciudadano del mundo, quizá más que Rick Blaine-: quería ser testigo, pero también actor, de su nuevo país modernizado por las reformas de Salvador Allende. El resto es Historia, y también la historia menuda de Bolaño: tras el golpe de estado del 11 de septiembre se unió a grupos de revolucionarios trotskistas y fue detenido llegando a Concepción, donde sería liberado tras ocho días de prisión por la ayuda de un amigo aparecido misteriosamente, un viejo compañero de estudios en Cauquenes que era, y aquí es donde la literatura se engarza con la vida, uno de los policías que le vigilaban.

Luego, años después, Bolaño llegó a España, concretamente a Barcelona, con una novela bajo el brazo titulada Los detectives salvajes. El resto también es historia, pero esta vez Historia literaria. Se ha escrito tanto de esta novela, que tratar de decir algo nuevo sobre ella puede resultarnos redundante. Quizá, como confesó en su día Vila-Matas, que se trata de una novela que a uno -al propio Vila-Matas- le hace replantearse la manera de concebir el hecho de ser escritor. También que es un estímulo para seguir intentándolo. Los detectives salvajes, en suma, no tiene las hechuras de una simple novela: es más un libro sagrado, tiene la dimensión de verdad revelada sobre el mundo, de una nueva manera de narrar sólo equiparable con Rayuela, y decir esto tampoco es muy original. La novela transcurre en México, Nicaragua, Estados Unidos, Francia, España, Austria, Israel, África, y lo alucinante es que en todos los escenarios Bolaño muestra un conocimiento del terreno nunca atribuible al turista minucioso, ni siquiera al viajero literario, sino sólo al ciudadano autóctono, que se ha criado allí y ha vivido allí desde su nacimiento. ¿Cuántas vidas tuvo, en realidad, Roberto Bolaño?

Su personaje Xosé Lendoiro dice, tras su viaje por Andalucía: "Qué bonita es Granada, que graciosa es Sevilla, Córdoba qué severa". Córdoba definida en una sola palabra… Ni Baroja.

lunes, 24 de mayo de 2010

Un poema de Carlos Pujol

A fuerza de pulir como un diamante
espléndidas palabras, sus sentidos,
las sombras que la música sugiere,
se achica el material y se hace raro,
como una ensoñación que desvaría.
En mi juego de espejos ya no sé
a quién remite cada imagen ni
adónde me conducen
las oscuras verdades de la estética.
Ese polvillo de oro
es un producto cruel de la pericia.
Como sacar del aire perfección,
y el aire nos devuelve su vacío.

martes, 18 de mayo de 2010

Nosotros, los detectives salvajes


Llegué a Madrid en otoño del 98. Leía El cielo protector, sentado sobre el césped de la Ciudad Universitaria, y pensaba que el cielo de Madrid también iba a protegerme, un poco. En noviembre de aquel año le dieron el Premio Herralde a un escritor entonces desconocido, omnipresente hoy: Roberto Bolaño, por Los detectives salvajes. Transcribo parte del principio: "Tengo diecisiete años (...), estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitacion y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía". Bueno, no es la historia de mi vida, pero casi. Mía y de muchos otros. Así que Roberto Bolaño en ese párrafo de arranque nombra un momento universal en la vida de cualquier escritor: cuando se le "induce" a estudiar Derecho, que por otra parte no está mal, pero cómo se puede comparar con disertar horas y más horas sobre un poema de Claudio Rodríguez con embriagadora lucidez... Luego Derecho puede acabarse o no, y hasta ejercerse -o no-, pero eso ya son otras categorías dentro de la principal: el escritor que estudia para lo que no va a ser, rebelión silenciosa ante uno mismo.

Releo Los detectives salvajes y llego a una conclusión fácil: la protagonista de esta historia poliédrica, con cientos de personajes fascinantes, reconocibles en toda geografía, es la literatura misma. Porque también sabe cobrarse sus víctimas sabrosas esa fascinación, todas esas horas cincelando los bordes de un poema. La literatura, sí, como veneno o como bendición, pero especialmente como una condena. En Los detectives salvajes uno comprende que nunca hay suficientes cielos protectores, que por cada uno de aquellos a los que la literatura hizo feliz ha arrasado la vida de cientos de infelices.

lunes, 17 de mayo de 2010

Walter Benjamin y las nuevas tecnologías


Walter Benjamin se ocupaba también de las nuevas tecnologías y de sus posibles diálogos frente a la tradición. Lo hizo en varios ensayos reunidos por Pre-Textos, publicados hace años y reeditados periódicamente: Sobre la fotografía. Asistimos al debate de finales del diecinueve: si la fotografía había vuelto obsoleta a la pintura. Sí, en cierto sentido artesanal: los miniaturistas, esos especialistas en retratos pequeños en marfil, se vieron desmarcados por los nuevos estudios fotográficos. Pero, ¿y en el resto? Delacroix lo tenía claro: la fotografía nunca podría con la pintura. Paul Valéry tuvo una visión más futurista: la pintura seguirá siendo pintura, pero de su mixtura con la fotografía vendrán nuevas posibilidades de expresión asimiladas entre sí.

La fotografía libró a la pintura de su función notarial de la realidad, pudiendo avanzar, la pintura, en otras direcciones: cubismo, surrealismo. Más adelante -en realidad, muy pronto- también la fotografía abandonó su carácter único de retratista objetivo y avanzó por el camino del arte -Man Ray, Rober Doisneau-, hasta llegar a las fotografías sobre lienzo o a las pinturas sobre fotografía. Todo esto lo encontramos en Sobre la fotografía, como un debate viejo con cierta gracia ilustre, pero también con cierta actualidad: el diálogo entre Internet y una presunta nueva literatura nacida bajo su ala protectora.

En el caso de la fotografía, se convierte en arte al adoptar los rigores propios del pintor: el punto de vista, el encuadre, la perspectiva, la hondura y la intención, sus relaciones con la realidad. No es arte por la mera reproducción -aunque la reproducción fotográfica de un cuadro del propio Delacroix sí lo puso al alcance de las masas, algo parecido a lo que ocurre ahora con la Red-, sino cuando incorpora su discurso. Así los blogs también son los dietarios con respuesta directa, y la novela sigue en la novela, y un poema seguirá siendo un poema por muchos signos tipográficos diversos, incluidas @@@ y demás, que traten de investir la palabra de modernidad. Lo moderno, claro, es la metáfora, o también el discurso, pero nunca el formato, que igual sirve para un texto caduco. Walter Benjamin no dice finalmente que la tecnología puede potenciar un arte, reproduciéndolo o intensificándolo: pero no como una innovación, sino como un mero cambio de soporte.

jueves, 6 de mayo de 2010

José Luis Pastor, el tercer hombre


Esta noche de jueves, 6 de mayo, a las 20:30, se inaugura la exposición de José Luis Pastor. Será en el Espacio de Arte Contemporáneo de Almagro, en Ciudad Real, en el Museo López-Villaseñor. Le acompañan Eduardo Barco y Joaquín Barón. La exposición durará hasta el 19 de junio, y sería bueno darse un paseo por allí. Siempre que pienso en José Luis Pastor y su pintura recuerdo una historia de Pablo Neruda en Confieso que he vivido, esas memorias en las que él mismo se ponía demasiado bien y pueden ser leidas como una novela. Se trata de un relato que le contó un viejo tabernero inglés, que tenía el local en un valle. Cuando llegó Neruda, el tabernero le explicó que algunos años antes también había pasado por allí otro español -a Neruda, claro, lo tomó por español-, con el que decía haber pasado muchas tardes. Cuando Neruda comprobó que el tabernero no hablaba ni una gota de español, le preguntó si su compatriota, del que todavía desconocía el nombre, se expresaba en inglés. El tabernero le contestó que no.

"¿Entonces, cómo lo hacían?", le preguntó Neruda, y ahí quedó la cosa. Luego resultó que en realidad no hablaban, o hablaban bastante poco, pero se tomaban unas cuantas pintas. Tiempo después, investigando en el pueblo, Pablo Neruda descubrió la identidad del "otro" español: se trataba del poeta Pedro Garfias, exiliado tras la Guerra Civil. Parece ser que Garfias -autor de ese canto sobre la evanescencia de cualquier paraíso, Primavera en Eaton Hastings- recordaba frente al tabernero la tierra que había dejado atrás, siendo consciente del regreso imposible, y el tabernero, mientras, le contestaba con su propia tristeza: su mujer le había dejado. Los dos hablaban, claro, el mismo idioma, que era una elegía de la pérdida.

Pues bien, si en este cuento admitiéramos la presencia intemporal de un tercero, sosteniendo también la pinta en esa barra antigua de madera, hablara el idioma que hablase, ese tercer hombre sería José Luis Pastor. Además de un pintor extraordinario, autor también de un libro de poemas delicado y finísimo -Telón romano, del que hablaremos aquí-, José Luis Pastor podría comparecer en el relato de las memorias de Neruda con la misma naturalidad con que vuelve a veces a Madrid: como si nunca se hubiera ido de la Residencia de Estudiantes, como si todavía fuéramos los mismos, aunque ya no lo somos. Por eso me alegro tanto de su inauguración, y le envío un brindis desde aquí. Cuánto siento no haber ido con él más al Bo Finn, hace diez años. Pero entonces -como ahora, aunque ya un poco menos- parecía que la fiesta era infinita.


martes, 4 de mayo de 2010

El mundo de ayer


Juanma vive en Londres con su familia nórdica, y por eso nos vemos poco. Ayer comimos juntos: un excelente bacalao a la portuguesa en el Urumea, tras el Mercado de la Cebada. Lo mejor del bacalao del Urumea no es el bacalao -jugoso en finas láminas muy blancas-, sino las patatas encebolladas con perejil y el punto justo de aceite. Luego nos fuimos al 4D, a tomar un gin-tonic bien fresquito en la terraza, con un toque de limón exprimido, mientras nos daba el último sol. En la mesa de al lado reconocí a un hombre con aspecto curtido de ecce homo, largas barbas grisáceas, unos cincuenta años de mirada honda y pantalón vaquero muy viajado, como las sandalias aparentemente cómodas. Lo reconocí, pero no supe quien era. Sólo algunos minutos después de haberse marchado recordé que se trataba de Dante Medina, un poeta mexicano que hace unos años recorrió España en busca de sus escritores, para hacer dos antologías, una de prosistas y otra de poetas, que se publicarían en México. Recuerdo haber entregado los textos y haber tenido alguna noticia de las dos antologías, pero físicamente nunca llegué a verlas. Tampoco imaginé que iba a volver a encontrarme con Dante Medina tomándome un gin-tonic en el 4D, varios años después y sin reconocerle, aunque él sigue exactamente igual. Así nos encontramos y nos desencontramos, somos una música de azar. Superada la anécdota austeriana, atravesamos la Plaza Mayor y fuimos a la Librería Méndez. Juanma me regaló los ensayos de Montaigne -en un solo tomo, tapa dura- y yo a él El mundo de ayer, las maravillosas memorias de Stefan Zweig escritas poco antes de su suicidio solitario y angustiado en Petrópolis. (Ambos, los ensayos de Montaigne y El mundo de ayer, editados por Acantilado: todo un acantilado que resiste, y que incluso sostiene, o nos sostiene, frente a una cultura diluida).

Stefan Zweig te cuenta el final de una vida, de una civilización, de un mundo, con la naturalidad de quien sale a tomar una caña en la cafetería de abajo. Así abandonó Austria, mirando en la lejanía su casa desde el tren, sabiendo que ya no podría regresar tras el advenimiento al poder de los nazis. Zweig te cuenta el final de una vida, sí, pero sin hablarte nunca de la suya, con la humildad elegante y el acierto visual de quien concede siempre mucha más importancia a lo que sucede entorno a él que a lo que le sucede a él mismo. Memorias de la vida europea de entreguerras, memorias de un disfrute en la cultura y en la lentitud.

domingo, 2 de mayo de 2010

1 de mayo, con retraso


La gente come paella a cualquier hora del día: en La Latina y en cualquier lugar de España. Comer paella a cualquier hora del día es un estado de ánimo, una disposición del corazón. Mi hermano está pendiente todo el rato de si Rafael Nadal vuelve o no a jugar la final del Master Series de Roma, suspendida por la lluvia. Hay toda una poética tras Rafa Nadal, precisamente porque estamos demasiado acostumbrados a verlo ganar. Mientras José Luis Rey, en Córdoba, publicado su libro de poemas Barroco, deja el bar El Paso y vuelve a casa con su hija Laura. A Laura la he visto nacer hasta convertirse en una maravillosa niña de 7 años: quiero regalarle la película de Otto Preminger, para que sepa todo lo que su nombre da de sí más allá de la canción de Neck. Quizá luego cene con Matilde Cabello y Paco Cerezo. Quería comenzar este blog el 1 de mayo, por hermanamiento con el derecho al trabajo, pero como todo en mi vida llego tarde.

Debo este diario, o al menos su mayor intención empírica, a Rodolfo Serrano, Salvador Caraballo Polo y Manuel Cuesta. Aparecerán enlaces de artículos, amigos e intenciones. Espero que nos sigamos encontrando, siempre que los brindis sean notables. Esto no va a ser un libro de poemas, ni un ensayo, ni una larga columna de opinión ni una novela: va a ser el pálpito sonoro escrito en el aquí y en el ahora; va a ser un diario misceláneo, con la única intención de lo corriente.