viernes, 27 de mayo de 2011

Mae West y yo: un fragmento


"Ya no queda nada de todo aquello. Queda un tiempo ya frágil y mutilado al que tengo que agarrarme con todas mis fuerzas. No quedará nada de la playa de entonces, de mi recuerdo de la incurable y bondadosa pesadumbre de mi padre, de mi memoria del coraje de mi madre, de mis miedos, de mis escapatorias, de mis días mejores y mis días peores, de mis mezquindades, de mis confusos actos de generosidad, de mis amores y mis desamores, de mis pequeños gestos de cobardía o de solidaridad. No me pasará sólo a mí, ya lo sé, pero imagino que me pasará más que a otros. No dejaré viuda desvalida ni huérfanos necesitados. Es un fastidio y un consuelo: no le causaré ningún trastorno verdadero a nadie".

Eduardo Mendicutti (Mae West y yo. Tusquets, 2011)

jueves, 19 de mayo de 2011

Ernesto Sábato en el fondo del túnel


Muere Ernesto Sábato a los 99 años, casi al final del túnel de su propia existencia. Morir a los 99, para alguien que ha escrito un libro como El túnel, y que seguramente va a ser recordado siempre por este título, además de Sobre héroes y tumbas, es una verdad simbólica escondida en el azar biográfico. Es como si Ernesto Sábato no hubiera podido morir con una edad distinta, en esa luz entera y circular de los 100 años, aunque anduvo muy cerca, y tampoco en la más retraída de los 96, 97: porque era justo esa edad, esos 99 años de silencio, en una oscuridad física y distante, la que antecedía la entrada o la salida de su túnel poético.

Vivía en las afueras de Buenos Aires -las afueras del túnel-, y ya llevaba varios años sin salir a la calle, porque su propio cuerpo era el hogar en el que aún podía sentirse cómodo, pero no más allá. Prácticamente ciego, como Borges, sólo reconocía la pintura como forma menuda de expresión, en la plasticidad de lo tangible cuando el tacto se vuelve una visión, la única mirada en unos dedos. Ya no escribía nada y apenas leía. En su residencia bonaerense de Santos Lugares, el día era una cripta de silencio, una enumeración de los libros vividos, de su acecho nocturno.

Sabemos por Elvira González Fraga, su compañera, que estos últimos años una feroz bronquitis le había complicado todavía más el cansancio. Ahora le recuerdan varios periódicos del mundo, y muchos escritores latinoamericanos prolongan además el luto tras la muerte de Gonzalo Rojas.

No se ha podido prolongar el túnel de su misma vivencia oscurecida, en esa intensidad de las horas pasadas revividas de pronto interiormente, con esa lucidez de una ceguera en la policromía de la propia memoria rescatada. Podemos repasar su biografía, saber que fue un científico que prefirió no serlo, para convertir su propia literatura -esta vez de verdad, sin pretensiones posmodernas- en una investigación de análisis empíricos. Eran los años 40. Su primera recopilación de ensayos fue Uno y el Universo, pero fue Sobre héroes y tumbas, en 1961, el libro que le dio a conocer internacionalmente. Luego vendría también Abaddón el exterminador, cerrando la trilogía iniciada en 1948 con El túnel.

Con la celebración recientísima del Premio Cervantes de Ana María Matute, está bien recordar que Ernesto Sábato lo fue también en 1984, y candidato al Nobel en 2007. Sin embargo, dejando por un momento al margen ese premio mayor que fue su propia obra consagrada, su mejor escritura ciudadana fue la presidencia, en 1984, de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, con la redacción del informe Nunca más, sobre el horror de la dictadura militar argentina entre 1976 y1983. En los últimos días ya apenas hablaba: estaba regresando a su misterio.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Díptico: Eduardo García en Rayuela/El Lobo Estepario






Joaquín Pérez Azaústre. Mayo, 2011, San José de Costa Rica

martes, 10 de mayo de 2011

Dennis Ávila, Rayuela, El lobo estepario



Dennis Ávila es un tipo magnífico. Tiene en San José el mejor local imaginable: un restaurante llamado Rayuela, seguido de la sala El lobo estepario.

En el Rayuela, al aire libre, con una hermosa barra sostenida bajo un retrato estoico de Cortázar, pitillo en mano y sombra embravecida en el reverso oscuro de los ojos, se comen los mejores burritos, los más suaves y tiernos, que uno pueda probar en Costa Rica.

En el enorme escenario de El lobo estepario, en cuanto se cierran sus puertas y se encienden las luces azules como un láser lisérgico, ocurren los milagros de la noche, esa pulsión de piel convertida en verdad de la escritura, el recital, el concierto esmerado hasta las mil horas derretidas bajo la madrugada.

Un milagro. Un local. Un barman que también es cocinero porque se puso a serlo, y además es poeta cuando quiere:


Arena lenta

Líquidos de una memoria
golpeada, salimos a buscar la
calma que nos mantiene impacientes.
Ahorramos el beneficio y las dudas,
de este modo nuestras propias
energías no intentarían gastar las
pasadas formas de las horas, y
otro minuto deslizado sí sería
capaz de quitarnos la unida
mitad de la tristeza.
Ahora creemos
en las tres
partes
del
cansancio,
en la extraña
opuesta estructura
con que el sol se retira
cuando pensamos que sería
una verdadera victoria nuestra
apuesta por el desvelo intacto de
la tarde, pero nos retocó muy pronto
la violenta llamada y la ternura
de nuestro anterior y tan humano
verano, que recuerda no haber visto el
otoño, el color del camino que llora
la memoria rota de sus hojas.

lunes, 9 de mayo de 2011

La quinta esquina del cuadrilátero, de Paola Valverde


Todavía en la geografía de los bosques lluviosos, donde llovió también la muerte de Ernesto Sábato en el túnel. En el X Festival Internacional de Costa Rica me encuentro con muy buenos poetas y con mejores amigos, con dicciones diversas, con recursos cambiantes. Todas las tradiciones se amalgaman, porque no hay un único lenguaje, ni una única escuela, ni una forma precisa que desestime todas las demás.

Prueba de estos múltiples discursos es el libro La quinta esquina del cuadrilátero, de Paola Valverde Alier. Publicado en una bonita y cuidada edición cartonera, con papel reciclado, La quinta esquina del cuadrilátero nos propone un diálogo verbal en el que lo pugilístico se entremezcla con lo amoroso, y con la construcción de una identidad, que sigue siendo, también en este lado del océano, uno de los temas principales de la nueva poesía. El libro se articula como un ring -de hecho, se presentó sobre un ring, hubo combate de verdad y la autora también boxeó, con lo que el libro se convierte en una acción directa del poema-, y el combate va avanzando por distintos asaltos:

"En mis puños cerrados vive
una piedra,
abiertos una mariposa.
Vuelan de cualquier manera".

Perra de Pavlov es el nombre de guerra de la púgil-poeta. Hay apostadores y un buen juego de piernas: "Recuerdo haber mordido / la flor de las avispas". Es muy bueno el poema Gancho, y también Billy Gallardo:

"Mi antiguo promotor visita la contienda
última fila
palomitas y cerveza.
No es cualquier espectador
Billy Gallardo vuelve a la escena
y a las piernas.
Foto en portada
de cifras imprevistas.
Perra de Pavlov lo observa.
Billy Gallardo disfraza su inocencia
sombrero / gafas
cargo de conciencia
boxeadoras combinadas
en el cuadro de guerra".

Atmósfera de ring, como en un título de cine negro poetizado, con la fotografía en blanco y negro, un poco expresionista con ese claroscuro en las toallas, las vendas de los guantes. Es como el principio de un drama apresado entre las cuerdas.

A la cuenta de diez, Campana, El cinturón, El veterano, La caída, Besar la lona, son poemas que conducen a lo largo de un combate prolongado, en el que la materia poética se adelgaza igual que la energía, la potencia del golpe, cada vez más escueta y contenida. Retrato de la adolescencia es un poema tierno sobre la rebelión, el coraje de ser una mujer-púgil, una mujer-poeta, sobre la lona cada vez más dura del lenguaje y la vida.

La quinta esquina del cuadrilátero es un libro de poemas que habría gustado mucho a Budd Schulberg, tras escribir su novela, luego película con Humphrey Bogart, Más dura será la caída. Pero dejémonos de charlas, o, como escribe Paola Valverde:

"Choquen guantes y salgan a pelear".


(Imagen: Hanna Gabriels, boxeadora costarricense.
Campeona del mundo peso superwelter)

domingo, 1 de mayo de 2011

Poema del domingo


Es especial este poema del domingo. Lo escribí hace siete años, en 2004, paseando por el bosque lluvioso de Braulio Carrillo, cerca de San José. Tanto tiempo y libros después, vuelvo al mismo escenario, pero ahora acompañado del sujeto poético.
Desde Costa Rica, con amor

J.
BOSQUE LLUVIOSO

Un azul en verde sacrificio,
la áspera conciencia de una llama.
Rompe una caída de hojas
un temblor de cielo en la azotea.
Quién podrá tender su cuerpo ahora
de la delicadeza de un helecho
enorme dentro de un contorno de agua
y aguja matemática y febril.

Hay lluvias que no sacan de otras lluvias
y nos dejan la piel sin cobertura,
cafés que lamen torsos
y nos marcan la huella de un somier.
Si pudieras mirar tanta belleza,
saber que veo tus ojos,
que vos estás también,
certera y frágil,
impúdica y constante en la espesura,
perezosa colgante de unos dedos
sabrosos como el fruto de una vaina,
dolientes sin rompés su pulpa abierta.

Hay una semilla incontestable,
un crujir silencioso,
una prominencia casi de aire,
vibrátil y atendida
con la sabia pericia de un pulgar.
Aparto la caricia de la palma
y una bocaracá salpica el labio ardiente.

Hay serpientes nocturnas y diurnas,
arañas interiores que palpitan
si una lengua de vaca entra en tu vientre
bajo un musgo de azúcar afilado.
Hay mariposas con alitas rojas
en tu derrame abierto sin rutina.
Si se endurece el gel de la liana,
un canal finísimo en el vello
hará que no te comas la corteza.

Un animal herido en pleno bosque
es una presa fácil para vos.

Tendida en la tarántula de un beso
ansiosa y detenida y expectante
en terciopelos rojos bajo manos
que amansan tu explosión desorbitada:
eres casi la selva, casi muda,
ya casi mar o casi transparente.
Perteneciente a El jersey rojo (Visor, 2006)