jueves, 28 de abril de 2011

Edad



Joaquín Pérez Azaústre. Monasterio de los Jerónimos, Córdoba, marzo 2004

martes, 26 de abril de 2011

Juana Castro y sus Cartas de enero


Juana Castro transcribe unas Cartas de enero, las hilvana en la pugna sideral de un remanso suave. Mucho ha tenido Juana Castro, que acaba de ganar el Premio Nacional de la Crítica por su último libro de poemas, Cartas de enero, que vivir y sufrir, para llegar a esta depuración final que ha revalorizado al fin toda su trayectoria. De hecho, Cartas de enero (Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2010), se publicó conjuntamente con Heredad, una antología del resto de su obra. Juana Castro es una poeta cordobesa que lleva mucho tiempo cultivando un esmero verbal, una intención ética. Todos sus libros anteriores –Arte de cetrería, como Cóncava mujer- le han dado el estímulo del reconocimiento lector, de un afianzamiento de los movimientos feministas que han visto en ocasiones, en la poesía de Juana, una razón de ser estética.

Juana Castro lleva muchos años reivindicando la poesía femenina. Pertenece a una generación –nació en Villanueva de Córdoba, en 1945- en la que se había vuelto imprescindible, o al menos así lo entendió ella, escribir desde su condición de mujer, y también explicarlo y matizarlo. Quizá para los nacidos a partir de la democracia, este empecinamiento bravío, constante, de Juana Castro por los valores feministas nos pueda parecer algo superado abiertamente –aunque luego ahí está el lacerante, indignante, doliente, terrorismo doméstico, para convencernos de que las cosas no han cambiado tanto como a veces parece-, y la cuestión de género, capital para ella y sus compañeras de aventura, sea ya también un concepto asumido.

Entre mis compañeros escritores, una novela o un poema no es mejor ni peor por estar concebido por una mujer o por un hombre, sino por sus cualidades formales, por su ritmo, por su capacidad para la evocación o su respiración sensorial, su porte onírico. En la generación de Juana Castro, venida de una época de absoluto menosprecio hacia lo femenino, de subordinación de la mujer a un machismo asfixiante, vindicar la naturaleza de la mujer y su necesidad imperiosa de una igualdad absoluta de derechos, se convertía en un asunto poético.

La poesía de Juana Castro es plástica y sonora, tiene esa verbalizad gozosa enlazada con el 27 y con el Grupo Cántico, de Córdoba, pero también con la revista Caracola en Málaga y con Platero en Cádiz. Pura poesía viva, ese tiempo heroico regresado. Juana Castro se afina, resplandece, entre la compasión y el dolor.

domingo, 24 de abril de 2011

Poema del domingo


EL LABERINTO

Ella estaba detrás del laberinto.
Lo supe al conocerla.
Aunque al principio, al relumbrar su cuello
en la puerta fugaz de aquel hotel
(creo que podía ser el Miguel Ángel,
y había un piano-bar), jamás me habría creído
que era posible entrar con tanta suerte
ni en ningún otro hotel, ni en cualquier otra parte.
Tenías que haberla visto. Tenías que habernos visto.
Era casi imposible imaginar
a dos seres tan frágiles,
con un fulgor tan raramente humano.
Y el brillo se quedó dentro del pecho,
como un tibio dolor del corazón.
Poco después moriste, pero ya pude ver
que había una hebra invisible, un deseo capilar,
en ti y en ella,
de no tener más freno que la muerte.
Y se lo dije entonces, quizá hasta un poco antes:
eres como un cachorro de león asustada.
Tú sólo tienes miedo de tener
ese miedo más grande que la vida.
Eres como un cachorro de león asustada,
porque un león no se rinde,
no cesa ni claudica,
se encrespa en la batalla,
apenas retrocede
y muere de un impulso o ruge y toma aliento
y vence a dentelladas.
Me gustaría decirte que fue fácil.
Me gustaría decirte que aún es fácil.
Pero ella está detrás del laberinto
y no hay salida fuera de sí misma:
es un hotel costero abandonado
donde todas las puertas nos llevan hasta el mar.

Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

jueves, 21 de abril de 2011

El aire regresado


La entrada despedía el olor a libros en cuanto abría la puerta. Una Semana Santa de hace más de diez años, también con otros pasos para los mismos ritos. Granada entonces era, para mí, Paseo de los Tristes sobre todo, Cuesta de Gomérez y la Alhambra. Y Bodegas Castañeda, con sus toneles pulcros para el sorbo concéntrico. Y una mirada oscura, como piel de pizarra, con el rastro de Lorca seguido hasta el hotel que fue la última casa que habitó. También una librería, como siempre suele aparecer, con todas las paredes en su escama de libros. Compré dos, que luego regalé: una vieja edición de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez, y, en su edición intonsa de Adonais, El aire que no vuelve, de Julio Aumente.

Era 1996. Cántico entonces, para mí, era un recuerdo sin habitación, una fotografía de enigma y juventud en la que reconocía, únicamente, los rostros de Ricardo Molina y de Pablo García Baena. Empecé a leer a Julio Aumente uno de esos días, seguramente después de un paseo por el Albaicín: “Ah, las tardes de estío en las quietas ciudades… / Pálidas procesiones donde brillan las sedas, / suaves bajo el sol que muere tras las torres / del Palacio Obispal, pintado de amarillo”. Claro que aquello no era la Pasión, sino el poema Octava del Corpus. Pero aquello era Córdoba, y también Granada y uno mismo. Estas tardes de estío en las quietas ciudades. La solución del libro, y de mi tiempo de entonces, estaba sin embargo en el poema Bajo la lluvia mira… En no escribirlo.

miércoles, 20 de abril de 2011

El faro de Avicena





Joaquín Pérez Azaústre. Sevilla, marzo, 2007

martes, 19 de abril de 2011

Recuerdo de Manuel Cuesta en Córdoba


La Espiga como buque fantasma de la noche, como visión de nimbos entreabiertos donde es posible el milagro de la cordialidad. Qué tiene la noche si no es cordialidad, vestida con los mimbres del misterio. La Espiga, como espacio, tiene esa hospitalidad de encuentro, porque incluso los mismos materiales, su gente y esa disposición amable y recoleta, hacen a uno pensar que nuevos episodios están aún por venir. Así sucede en Córdoba en locales como La Espiga, con esa acción efectiva de la programación propia, que es la mejor manera de vincularse, de puertas para adentro, con cualquier iniciativa verdadera de cambio.

Uno de esos cambios, aunque ya es reincidente en el nuevo paisaje de la ciudad de noche, lo representa el cantautor sevillano Manuel Cuesta. La música de Manuel Cuesta, la composición de sus canciones, en un largo poema entre el amor y el júbilo, y en la desesperanza de los días rojos del calendario junto al perfil de nácar de Audrey Hepburn, es una ensoñación que va bien a La Espiga, por lo que tiene de descubrimiento íntimo. Cada vez más ligado a la ciudad, Manuel Cuesta va a Córdoba y transita las rutas verdaderas, con un vino en Bodegas Guzmán y una caña en El Correo, mientras nos va ofreciendo un repertorio que, en los últimos años, no se ha movido mucho de su espacio en la transformación más personal, que es la que se va vertiendo sobre un compositor sin que él mismo lo advierta, tenuemente. Los ritmos son los mismos, las melodías también; sin embargo, hay una presencia tenebrosa que a veces aparece en el abismo de otros mundos posibles, en un acantilado que incluso presentido da la señal de alarma. Música como concienciación, palabra como música.

En estos años, y de esto se podría discutir mucho, ha habido una tendencia interesada y muy bien dirigida, para denostar todo lo que huela a canción de autor. Canción del autor o tío dando la chapa, con la guitarra y la camisa de cuadros, en plan folk. Algún día habrá que explicar, en estos términos, el daño que ha hecho a la cultura española la famosa movida, que se movió tanto que no ha dejado mucho. Hoy en día, todo el mundo tira hacia lo indie, porque la canción de autor está tan denostada que a ver quién tiene huevos, con perdón, de subirse a un escenario en esa estética. Pues bien, aquí tienen un cantautor de los de toda la vida, y además talentoso. Discípulo de Woody Guthrie, Bob Dylan, Leonard Cohen, pero también Pablo Guerrero, Serrat y los dos Silvios, el sevillano y el cubano. Poesía hecha palabras, con vocación de ser cantada, como en los poemas de Rodolfo Serrano y Miguel Ángel Ortega-Lucas. Bienvenido al futuro.

lunes, 18 de abril de 2011

Ernesto Pérez Zúñiga y su juego del mono


Qué misterio anida en el paso espectral a la bodega, en ese claroscuro de la alucinación moteada con unos cuantos monos evadidos, los custodios del sueño. La realidad alcanza su tensión de mixturas diversas, de varios y continuos planos soterrados que pueden atisbar, sobre las cosas, la mejor mirada diagonal: la inmediatez primera, la ensoñación lisérgica después, la ficción de una nueva juventud como contrabandistas en la playa, entre los pupitres del deseo, y también la necesidad de escapar de nuevo y renunciar al callejón escueto y sin salida de una vida marcada.

Toda esta amalgama de situaciones, prendidas como redes subterráneas, pero también visibles, luminosas, y también mucho más, nos espera en la novela El juego del mono, de Ernesto Pérez Zúñiga. Ernesto Pérez Zúñiga es poeta y novelista, o novelista y poeta. Creo que en ningún momento una escritura ha llegado a imponerse definitivamente a la otra, y en ese sano equilibro convive –ha convivido- su actividad creadora, que sí se ha ido nutriendo de esa perspectiva múltiple y compleja, de vasos comunicantes pero autónomos también, dotando a su discurso de una complejidad no exenta de belleza natural en la forma. Natural o también artificial, porque el artificio del personaje central de su nueva novela, El juego del mono, está tan bien hilado, tiene tal maestría anímica en el encuadre espacial, que cualquier secuencia surrealista, increíble a priori, se nos vuelve posible y verosímil.

El protagonista de El juego del mono es un profesor de instituto en un pueblo costero cerca de Gibraltar. Convive con una realidad dura, con alumnos sin futuro a los que tiene que convencer de que lo tienen, cuando las dos partes saben que, de hecho, no es verdad: les espera una desesperanza indómita y certera, les espera la cárcel, la delincuencia, el crimen. Pero tampoco el joven profesor, alejado de cualquier eco literario a lo Keating de El club de los poetas muertos, posee un horizonte de vida deslumbrante: vive solo, no cree en nada –en su trabajo mucho menos-, apura cada noche con sus compañeros, en los bares de la zona, lo que aguantan sus cuerpos jóvenes aún, pero ya menos, y de vez en cuando duerme en otras camas.

Un día, volviendo con una tremenda borrachera, descubre que su casa, con un jardín descuidado, tiene un sótano. No lo había visto nunca, a pesar de que un ventanuco da al césped frondoso. Es entonces cuando se adentra en el enigma de su propia existencia, cuando aparece el mono con su juego envolvente. Metaliteratura, la foto de Ava Gardner como único asidero emocional, Dana Andrews, Lolita. El juego del mono es la literatura; pero también la vida descarnada de un profesor sin mañana, envejecido y solo, contada con verdad.

domingo, 17 de abril de 2011

Poema del domingo

SOBRE LA MUERTE

La muerte así, sin más, es una excusa larga,
un engaño fijado,

porque esa carne aún está en tu carne
y sabes que te mira,

que el tacto se mantiene,

que hay un suspiro tenue en el granito,
un eco que se filtra
más allá de la arena,

una voz que susurra que tras el monte
hay luces,

que estará esperándote
con la sonrisa franca de la tierra
abriéndose de pronto al encontraros.

Perteneciente a Delta (Visor, 2004)

viernes, 15 de abril de 2011

Elizabeth Taylor regresa a Babilonia


Era mucho más grande que la vida. Lo sabemos ahora, cuando ya no tenemos esos ojos violetas para bucear en silencio en su océano sereno. Ha sido todos sus personajes, y también ella misma, como su mayor creación, desmedida y tremenda, de una gran belleza sensual que ha excedido el canon de cualquier belleza sensual, porque era una estrella en un sentido del término que, seguramente, también ha muerto con ella.

Quizá fue en Ivanhoe, interpretando a la judía Rebecca de York, con la melena oscura refulgente y la mirada pura de inocencia, cuando la carnosidad de su presencia alcanzó su limpieza cenital: la de una virgen avocada al patíbulo por no haberse entregado al despechado templario George Sanders, aunque luego sería salvada por el caballero sajón, favorito de Ricardo Plantagenet, Sir Ivanhoe/Robert Taylor. Era 1952. Dos años después –y con varias películas ya en su filmografía- vendría La última vez que vi París, un melodrama hermoso, doliente y elegante, basado en el relato Regreso a Babilonia, de Francis Scott Fitzgerald –que era también, en su literatura y en su vida, tan hermoso como doliente y elegante-, dando vida a una mujer enamorada de su joven marido novelista, con ese virtuosismo natural para dotar al mundo de alegría. Hay una gran ternura en esa lluvia fina golpeando la puerta cuando ella decide no caer en los brazos de su joven pretendiente –el futuro Santo y Bond, Roger Moore-, y volver a su casa. Pero su marido dormita en medio de una enorme borrachera y la puerta está cerrada por dentro. Ella llama, quiere de nuevo entrar para abrazarle, se acabó esa vida disipada, deben regresar al cariño sencillo; sin embargo, la puerta no se abrirá mientras la lluvia sigue golpeando su frágil corazón, y ella morirá luego de una pulmonía.

Vendría después Gigante, y su gran amistad con el gigante Rock Hudson, que sólo a partir de entonces llegó a tomarse en serio como actor. También El árbol de la vida, donde encarnaba –y nunca mejor dicho- a una mujer sureña arrastrada a un infierno de incendios interiores, grandes pesadillas infantiles y un final en aguas pantanosas. Nadie como ella pudo ser La gata sobre el tejado de zinc caliente, ni salir de una alfombra enrollada ante el César con apenas un manto transparente. Activista eterna contra el Sida, tras la muerte de Hudson, sus ojos siguen siendo los del cine.

jueves, 14 de abril de 2011

Belle Époque




Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero, 2011

miércoles, 13 de abril de 2011

Eduardo García, o escribir un poema


Escribir un poema, hacer su estancia como un disparadero vertical, un catalizador de toda vida. Escribir un poema, quizá como respuesta a cualquier experiencia razonable, con lo que tiene también de incognoscible todo cuanto queremos razonar, de inaprensible cualquier lógica mundana, y por eso también escribir un poema en la visión de esas otras muchas latitudes holladas sin ninguna credencial tangible. Escribir un poema, como medio de estar en la calle y en casa, como un salvoconducto de días y de horas, de amalgamas diversas, de ritmos fluctuados más cerca de nosotros que de ayer, en una geografía de la memoria convertida en punzón ajustado al lenguaje. Qué sería de nosotros sin escribir un poema. Qué sería de muchos de nosotros sin una reflexión sobre por qué, cómo, cuándo, escribir un poema.

Eduardo García lo logró en un ensayo titulado precisamente así: Escribir un poema, que podía delinearse como ese territorio adyacente y limítrofe con su obra poética. Después de títulos recobrados en la distancia ganada en la lectura, en ese humo difuso de los bares con unos recitales casi de leyenda –casi una leyenda- Eduardo García ha ido cincelando su propia biografía poética en unos márgenes cada vez más escuetos, reducidos, en una búsqueda propia que después ha ganado una luz torrencial de baile suelto, de movimientos plásticos, crecidos, que le han llevado a ver su vida nueva. Si uno lee sus títulos, puede así apreciar la variación, desde Las cartas marcadas hasta Horizonte o frontera, pasando por No se trata de un juego y acabando, ya también felizmente, en La vida nueva.

Entretanto, Eduardo García ha ido rescribiendo su poética: primero privadamente, pero después de una manera digamos más pública, y con vocación pedagógica, de ensayo poetizado convertido en materia, o en una teoría propia, que publicó con ese mismo título nada sugerente o elíptico, sino directo y sincero: Escribir un poema, porque Eduardo tenía ganas de contar todos sus mecanismos, esa relación con una realidad cada vez más cambiante en la toma de asuntos poéticos, esa variación de la naturaleza hacia la multiplicidad de perspectivas pero siempre en el aliento íntimo.

Lo ha reeditado en El Olivo Azul. Claro que Eduardo García no explica cómo se debe escribir un poema, porque él sabe mejor que nadie que en esto no hay más reglas –salvados ciertos límites muy básicos, casi gramaticales- que la voz de uno mismo. Pero tampoco Rilke lo intentó en las Cartas a un joven poeta, ni Vargas Llosa en las Cartas a un joven novelista o Ángel Zapata en Escribir un relato. Son ensayos que tienen más de autoconfesiones que de intención programática. Una aproximación divulgativa, una especie de autorretrato generoso y amable.

martes, 12 de abril de 2011

Los ojos del cine



Sus ojos contenían la sangre del ocaso. Hizo tantas películas en vida, desde esa infancia frágil vulnerable a los focos, que apenas tuvo tiempo de aprender a actuar. Sin embargo, siempre tenía su propia vida abierta como un álbum de fotos, con variaciones hacia la compasión y el dolor. De hecho sus mejores amigos masculinos, con los que cualquier affaire sólo era posible en la ficción, eran íntimamente susceptibles de inspirar dolor y compasión: no sólo Rock Hudson y también Michael Jackson, sino además Monty Clift, antes y después del accidente que le desfiguró la cara.

Fue verdaderamente el personaje que encarnó en La gata sobre el tejado de cinc, esa mujer brava de una carnosidad intelectual, de una viveza plena y desbordante que en el cine resulta incomprensible: porque nadie se explica que Paul Newman pueda rechazarla, únicamente, porque echa mucho de menos a un amigo. Se entiende más en la obra de Tennesee Williams, donde la homosexualidad es un tema tangible, pero nada en el cine: sin embargo, pese a la incomprensión de su marido, ahí esta siempre Maggie/La gata, cortejando a Brick/Paul Newman, mientras recibía la noticia de que su marido por aquel entonces, Mike Todd, había muerto en un accidente de avión. Ella se volcó en el personaje, renació más turgente y más real para abrasar, explosiva, toda la película.

Seguramente nunca como entonces fue Elizabeth Taylor la expresión clara, pulcra y oceánica, a la sombra de cualquier crepúsculo, que llevaba latente bajo su cuerpo frágil. Un cuerpo que la ha llevado, tras muchas operaciones, a sobrevivir a uno de sus mejores glosadores hispánicos, Terenci Moix, que tanto disfrutaba escribiendo acerca del rodaje de Cleopatra. Imaginamos las escapadas de los dos, de Liz Taylor y Richard Burton, a moteles de Hollywood en las pausas del rodaje, que ellos convertían luego en días de fuga dejando atrás a los ayudantes de los productores, que seguían su rastro por toda la ciudad, volviendo loco al pobre Joseph Mankiewicz.

Hasta leyendo No digas que fue un sueño, uno veía más los rostros de Burton y de Taylor que a Marco Antonio y Cleopatra. Rodaron catorce películas, más la gran película vivida por los espectadores que asistían a sus divorcios y sus reconciliaciones como un eco mundano en el que el cine se volvía turbio y poroso. Hace varios meses murió Jane Russel, que también fue grande del cine, pero por menos tiempo -aunque sólo sea por la pelea que entabló Howard Hughes con la censura por defender su busto en El bandido-, pero fue una estrella mucho más momentánea.

Liz Taylor, que ha vivido luego más años que Terenci, parecía que no iba a morir nunca. Ahora sólo nos queda Robert Redford, pero ya es el emblema de otra época: el Hollywood dorado, Sunset Boulevard, ha muerto para siempre.

domingo, 10 de abril de 2011

Poema del domingo

EL FOTÓGRAFO

1

Estás tan bella descalza y en vaqueros
que decido quitarte el jersey rojo:
ese deseo antiguo de horadarte
con una trasparencia en los tejidos
que se hace transfusión vertida adentro.

Aparece tu vientre,
hay una niebla intacta en tu desnuda
manera de quitarte los zapatos.

Perteneciente a El jersey rojo (Visor, 2006)

miércoles, 6 de abril de 2011

Málaga night



Joaquín Pérez Azaústre. Málaga, septiembre, 2010

lunes, 4 de abril de 2011

José Manuel Belmonte y su recreo de los ausentes


La imagen se recrea suspendida en el aire, con el caparazón de un cuerpo inerme apenas sostenido por un arnés colgante agitado en el viento. La imagen se arrodilla con los brazos extendidos, sosteniendo los libros que ya no podrá leer, la imagen se contempla en su espejo desnudo, incluso mira al frente, duerme, piensa, el eco indescifrable de ilusiones secretas, de pensamientos dichos en idiomas ignotos, en esa geografía de los cuerpos fundados en las nuevas realidades de millares de mundos concebidos desde una recreación en un idioma que va desmenuzando los recuerdos.

La imagen es el cuerpo de un hombre vigoroso, pero anciano. La imagen es aquella silueta que ya se pudo ver en la estación ferroviaria de Córdoba, la de un ajedrecista apoyado, silente, en el vacío, mientras jugaba su partida infinita quizá contra su propia claridad, ese adversario opaco de memorias que va ganando peso en transparencia, que se va adelgazando hasta acabar siendo los retazos de una sombra, el suspiro más apergaminado de una voz, un nombre que no tiene ya ni nombre. Aquella escultura, que saludaba a los viajeros de AVE que llegaban de Sevilla o de Madrid hace pocos años, era obra de José Manuel Belmonte, uno de los creadores más geniales, y con más carga humanista, que tiene Córdoba hoy. La obra de Belmonte, que ha recorrido casi medio mundo para quedarse, luego, expuesta en el otro medio, no siempre ha sido comprendida en Córdoba. Sin embargo los pliegues de sus cuerpos, sus miradas perdidas aledañas, como aquellos primeros hombres pájaro que parecían salidos de las historias primigenias de Flash Gordon, como si un nuevo Alex Raymond escultor se hubiera decidido a reinventarse en la mitología clásica, ya dieron una dimensión onírica a un proyecto que tiene siempre el hombre como fin y punto de partida, como una redención que muestra así su origen en la propia carencia, en el extravío de uno mismo.

Ha presentado, en el Patio Barroco de la Diputación de Córdoba, su nueva colección: El recreo de los ausentes, protagonizada por un grupo escultórico que es una alegoría del alzheimer, la demencia senil, ese estado puro y esencial que alcanzan esos cuerpos cuando están todavía dotados para la vida, aunque sus mentes, sus espíritus, sus hálitos internos, ya se han adentrado en otra vida; pero no la muerte especialmente, sino otra latitud, paralela quizá, donde el infantilismo puede incluso llegar a ser el resultado de la mayor depuración vital. Es difícil tratar de explicar una escultura, sobre todo con la intención moral que hay siempre en Belmonte, suavizada por la cualidad estética de hilar la sugerencia corporal. En esa misma ausencia se origina parte de la mejor poesía de Juana Castro, y también varios poemas muy hermosos de Matilde Cabello. Pasemos al recreo de los ausentes, a su escultura poética.

domingo, 3 de abril de 2011

Poema del domingo

RETRATO

Una vez fuimos de pesca,
trazamos la mañana de líneas invisibles.

Qué larga pesadez las cañas en la orilla
como arcos relajados que nunca se tensaron.

Aquello era un concurso de horas presagiadas,
el premio tanta paz junto a un río seco.

Sólo vimos un pez y eran mis manos
jugando con el agua a ser humildes.

Una vez fuimos de pesca y no pescamos nada,
sólo la ocasión intacta del regreso
por habernos mirado tan dentro del retrato.

Perteneciente a Delta (Visor, 2004)

sábado, 2 de abril de 2011

Concierto de Alexonor


La canción de autor me persigue también en Bruselas, o a lo mejor soy yo quien la persigue a ella. Vamos anteayer por la noche al recoleto Le Jardin de ma Soeur, un Café-Théâtre en una de las esquinas de la plaza de Saint Catherine. Entramos al local subiendo unas escaleritas: tiene forma de tubo y acaba en una tarima con un órgano electrónico, un micrófono con pie y unos altavoces sobre dos taburetes. Junto a las paredes, con varias viejas fotografías colgantes, unas cuantas mesitas de madera, con banquitos. Uno de los lados da con pulcritud a la plaza, y laluz verde de algunos de los árboles dormidos entra por las ventanas. Tenemos nuestra mesa reservada justo al pie del escenario. En la esquina, una pequeña barra repleta de botellas de todos los colores y tamaños. No sirven combinados -auténticos combinados, quiero decir-, pero sí tienen vermouth Noilly Pratt. Leemos:

Les petits Matins et les grands Soirs d'Alexonor

It revient avec de nouvelles chansons...
Et d'autres que vous connaissez déjà...
Il rit de lui, il rit de vous,
il rit de tout et de tout le monde

Alexonor (auteur-compositeur-interprète)

Aparece Alexonor, con pantalón rojo y zapatones rojos, y comienza a cantar, tocando el órgano. A partir de ese instante no se sirve ya ni una sola bebida. El dueño del local, fan de Alexonor, se coloca tras la barra como en el balconcillo de un anfiteatro, a disfrutar de su propio espectáculo. Escuchamos a Alexonor, en la plaza de Saint Catherine, y de pronto nos llegan los ecos de Brassens y de Jacques Brel, lo que aquí no es difícil. Es vieja canción de autor en el sentido que inspirara a Guerrero o Serrat, pero modernizada. Se puede disfrutar de la puesta en escena, de este café sin humo y sin embargo con el recogimiento misterioso del humo de las letras. Todo es celeste aquí. Las composiciones son muy rítmicas, y Alexonor se expresa gestualmente como un idioma propio y verdadero. Luego le compramos un par de discos y pensamos que las cosas son iguales en Bruselas y en Madrid, y en todas partes, que hay cantidad de bares en el mundo con buenos músicos y también buenas canciones que al final serán tan sólo -lo que no es poco- el reino celebrado de unos cuantos elegidos por su música de azar.

viernes, 1 de abril de 2011

Serrat, cantares y huellas


Esta tarde-noche ya primaveral, a las 20:00, se presenta en la Librería El Argonauta (C/ Fernández de los Ríos, 50) el libro Serrat, cantares y huellas. Estará el autor, el infatigable, fino y entusiasta escritor gaditano Luis García Gil, que ha hecho del rastreo de la canción una geografía ajustada al poema, y además unos presentadores de lujo: Fernando Lucini, y también Patxi Andión y Rodolfo Serrano. El libro suena a definitivo, a ensayo de vigor literario.

Patxi Andión ha sido la voz que en el poema ha ido desgarrando una verdad de calle delicada y sincera, turbia como el Rastro y honrada como el maestro, ese primer maestro sacudido en la frente por un viento de fuegos tenebrosos: qué habría sido de España, de esta España nuestra, si ese mismo maestro hubiera prolongado su labor pacífica, en esas mismas áulas con el carbón escaso y la pizarra seca dibujando un mundo más ancho y más esbelto que ningún dogmatismo.

Rodolfo Serrano es periodista, ensayista y mucho más que un padrino de este Blog, de su bolsa y la vida, de la caña en Teresa y la tarde en Méndez ojeando los libros del Acantilado. Rodolfo tiene tres libros de poemas publicados y es un poeta de la experiencia verdadera, de ese aire mordiente en las aceras convertido en virtud confesional. Querría comer hoy con él en El Urumea 2, tomar luego un gin-tonic -si nos abren- en el Barrio Alto y acompañarle luego a esta presentación. Para sentirle aún más cerca. Y quizá tomar otra.

En fin, que hoy es viernes en La Latina y yo escucho Lucía en el cielo quebrado de Magritte.