lunes, 27 de septiembre de 2010

De qué hablo cuando hablo de correr



Haruki Murakami regentaba un bar en Kioto. Era un jazz-bar, un poco jazz-café, como el de Córdoba, en esa esquina limpia de la Espartería hacia La Corredera, con sus conciertos semanales y su niebla nocturna a través de la barra. Murakami había ido a la universidad, y ya sabía que le gustaba escribir. Sin embargo, también le gustaba mucho la música, y montar su propio bar fue quizá su primera obra creativa. Allí empeñó los años de su incipiente juventud, como sólo se hace en un local de copas por la noche, a base de quedarse recogiendo hasta las tres de la madrugada, levantándose luego al mediodía y volviendo a empezar a media tarde.

El bar iba tan bien que ya se empezó a plantear Murakami abrir otro segundo, o se lo habían sugerido, cuando de pronto la vida de empresario nocturno y mecenas de grupos emergentes de jazz se le fue volviendo cuesta arriba, o mejor noche arriba, más camino del alba que del escenario de su bar. Fue entonces cuando Murakami, que todavía era un hombre joven, decidió dejar el bar. No contratar un encargado, con el ojo del amo engordando el caballo en la distancia cómoda, sino dejarlo, desentenderse por completo de él, para empezar a escribir una novela. Fue entonces cuando dejó de fumar, se mudó del centro a las afueras para estar más cerca del campo, y también cuando comenzó a correr largas distancias y a escribir.

"Escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico (…) Tal vez piensen que, con tal de tener la fuerza suficiente para poder levantar la taza del café, se pueden escribir novelas. Pero, si probaran de veras a hacerlo, estoy seguro de que enseguida me comprenderían y se darían cuenta de que escribir novelas no es un trabajo tan apacible (…). Aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. La que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas, envueltos en el ropaje de nuestras historias, pensamos con todo el cuerpo".

Se vive con el cuerpo, se escribe como el cuerpo. En Murakami hay mucho de Hemingway, por esa acción directa del lenguaje, y también de Fitzgerald, por la sensualidad de las palabras, por su porosidad. De hecho, quizá sólo en París era una fiesta puede rastrearse una forma tan fina y tan exacta de definir el oficio de novelista; también en The Crack-Up: no obstante, Murakami ha sido traductor al japonés de Fitzgerald. Ahora Murakami sigue haciendo maratones y escribiendo novelas, muy buenas por cierto. De qué hablo cuando hablo de correr es la mejor definición del cuerpo convertido en escritura.

martes, 21 de septiembre de 2010

José Antonio Labordeta


Palabras para cantar. Palabras para reír. Palabras para llorar. Palabras para vivir. Palabras para gritar. Palabras para morir". Esto ha sido siempre Labordeta: un bosque infinito de palabras, la tierra mineral del canto convertido en testimonio. El inicio de la columna es suyo: es la primera estrofa de su canción Palabras, incluida en Cantar y callar. Si algo ha hecho José Antonio Labordeta en estos años ha sido cantar. Si algo no ha hecho, ha sido, precisamente, callar, porque desde el principio de su vida pública -como escritor, como cantante, como conductor de programas televisivos, como diputado- se ha sabido deudor de una heredad de hombres con las vidas secadas bajo el sol del silencio. Más que conciencia de clase, la suya ha sido siempre una conciencia histórica, que es la ideología con la raíz telúrica del suelo.

El suelo se lo ha pateado muy bien Labordeta, en su juventud y también más adelante, cuando presentó el programa de televisión Un país en la mochila, que sirvió a gran parte de la población, por no decir la mayoría, como recuerdo de una sociedad que se extinguía, ese grito apagado en la desolación de la lluvia amarilla sobre pueblos desiertos, siguiendo el título de Julio Llamazares. No sólo contaba ese libro oculto de oficios olvidados, esa artesanía de las tardes cosidas al abrigo del invierno, un registro de voces venidas de otro tiempo, que todavía era éste y se estaba inclinando, sino que también era un canto sostenido con pura resistencia ante el exterminio de esa vida, esa lentitud como un valor recuperado al menos en lo que duraba un episodio. Quien resiste no gana: resiste, que no es poco.

Para los que nacimos con la democracia, nuestro primer recuerdo de José Antonio Labordeta está muy asociado a aquel programa. Antes hubo discos, recitales, libros de poemas y dolor: el de la muerte de su hermano, el poeta Miguel Labordeta, el 1 de agosto de 1969. Ahora podríamos cantarle al propio José Antonio los versos que escribió entonces a su hermano: "El quiso ser / palabra sobre el río al amanecer, / y caminó / por viejas esperanzas que nadie entendió". Labordeta siempre fue su voz y también el recuerdo de su hermano, el otro poeta, el tronco de otra vida y de otra obra verbal. "Polvo, niebla, viento y sol. Donde hay agua, una huerta. Al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón".

Quizá José Antonio Labordeta ha sido, realmente, el último noventayochista: no tanto por la obra literaria, que también podría verse, sino por la intención de descubrir esa identidad que da la tierra, entendida no como discriminación geográfica, sino como una integridad que a todos nos acoge, y a todos nos empapa. La emigración, el hambre, la tristeza. Esa dignidad en el Congreso. Polvo, niebla. Viento y sol.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Poesía en la prisión


Siempre la claridad viene del cielo, largo se le hace el día a quien no ama. Hace un par de días tuve la ocasión de recitar estos dos versos de Claudio Rodríguez, versos amplios como la luz, versos amplificados del espíritu, en la prisión de Córdoba. Acordarse de Claudio, pero también de Lorca y de Cervantes, dentro de los muros de la cárcel, no puede ser igual que hacerlo fuera: los escritores, claro, son los mismos, pero las lecturas no. No se puede entender sin libertad a Cervantes, y al Quijote mucho menos. Recordé el episodio de los galeotes, cuando el caballero y Sancho los encuentran: al saber que los llevan a galeras, donde morirán de agotamiento o de disentería, remando por el mar Mediterráneo, o en singular combate con los turcos, Don Quijote decide liberarlos. Luego, la historia acaba mal, como casi siempre, cuando el sueño se topa con la realidad. Uno de los presos recordó, precisamente, a Calderón, y La vida es sueño como una cima de la literatura española. También citó a Luis Rosales: igualmente irrebatible. Literatura y libertad es mucho más que la lectura de El conde de Montecristo: la libertad es el poema, nuestra libertad es lenguaje, esa liberación blanca del yo en la interpretación personal de cualquier texto, o la imaginación sobre el poema.

Poesía del conocimiento o de la comunicación, o mixta, o de otro vuelo: también en la prisión pude conocer al venezolano Jorge Real, autor de Los vuelos del silencio, y a los demás integrantes de su club de lectura. Dentro de esas paredes la palabra adquiere necesariamente otro sentido, una plenitud de redescubierta desnudez, igual que la mirada al escribir, desprovista de todos esos velos que pueden corromper la realidad, o la limpieza exacta en la escritura. No se pueden leer las Nanas de la cebolla de Miguel Hernández dentro igual que fuera: es imposible, y ellos lo saben bien. Quizá porque cualquiera, al escribir, tiene que enfrentarse cada día con todas sus tormentas interiores, matizadas o no, que son las que conforman una identidad. Varios de los presos y las presas me hablaron finalmente de la liberación de la lectura, de esa capacidad de ensoñación a través del poema, de esa redención de la escritura, como una salvación.

Normalmente aquí no escribo de lo que me sucede, pero hace un par de días me sentí un privilegiado: por compartir la mañana con ellos y con ellas, con toda esa atención, ese interés verdaderamente único, y por dedicarme a mi oficio de escritor. Porque todos hablamos de lo mismo: la lectura como permeabilidad, como lluvia calando lentamente en el cuerpo, el mundo que se ensancha dentro de uno mismo al leer poesía, ese crecimiento indefinido. La lectura, también, como posición ética: esa religión de la belleza y de la libertad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mankowitz, Wolf Mankowitz



Era un agente doble, o pudo serlo. Wolf Mankowitz, guionista de la primera película de James Bond, al parecer sabía de lo que hablaba. Durante más de diez años, los servicios secretos británicos sospecharon de él, y así fue sometido a una vigilancia exhaustiva y constante, como en cualquier film de guerra fría, por la sospecha de pertenecer a la KGB. ¿Era este escritor un agente secreto, que se la había jugado al MI5 desde el final de la Segunda Guerra Mundial? La agencia británica de contraespionaje no lo dudó nunca, por sus contactos asiduos con varios militantes del Partido Comunista desde 1945. Desde luego, Wolf Mankowitz conocía bien el oficio: cuando presentó el guión de 007 contra el Doctor No a Cubby Broccoli y Harry Saltzman, los primeros productores del famoso agente británico, luego de haber adaptado el texto desde las novelas de Ian Fleming, estos hombres de cine quedaron seducidos por ese magnetismo de la historia, el carisma excitante de su protagonista y también el realismo detallista, que tornaba verosímil ese mundo invisible de las claves en los microfilms.

Todo comenzó en 1944, cuando los nombres de Mankowitz y Ann, su esposa, fueron citados en una carta interceptada de un veterano de guerra sospechoso de militancia comunista. Le estaba investigando el MI5, el mismo MI5 para el que Wolf Mankowitz había desarrollado un reclamo internacional de sofisticación y estilo de manos del mismísimo James Bond. El antiguo soldado, David Holbrook, relataba una visita del matrimonio en Newcastle: "Wolf siempre me acusa de no ser realmente un marxista, lo que probablemente es verdad, pero a mi me gusta mofarme un poco de él y pensar que soy más útil que él". Podía ser una trampa, pero el MI5 se lo tomó tan en serio que al año siguiente mantuvo el seguimiento, cuando el guionista se alistó en las fuerzas armadas. Luego, ya licenciado, en 1948, los servicios secretos británicos obstaculizaron su ingreso en la Oficina Central de Información del Gobierno de Londres: "Nuestros registros demuestran que este hombre era conocido en 1944 como el marido de una miembro del Partido Comunista, y él mismo un marxista convencido"

Sería hermoso que la historia fuera cierta: con toda la tralla que le ha metido Bond, James Bond, a los comunistas en decenas de películas, pensar que uno de sus creadores principales, el escritor cuyas líneas luego interpretó Sean Connery, podría ser un comunista convencido, y además un agente doble, es la mejor noticia literaria del verano. Fue años más tarde, en 1956, cuando Mankowitz volvió de la Feria de la Juventud Mundial en Moscú con ganas de coproducir una película con los soviéticos, pero ya no interesaba al servicio secreto. Ahora su historia es un monumento a un pasado muy poco piadoso. Mankowitz, Wolf Mankowitz. Debía de gustarle el dry martini.