viernes, 9 de julio de 2010

Ismael Serrano: acuérdate de vivir



Hay un momento en la vida, más o menos en torno a la treintena, en que uno puede hacer ajustes a su vida si la vida le deja, por lo menos, un margen pequeño. Se trata, o lo intentamos, de reinventaros a nuestra imagen y semejanza, quizá porque hay un trecho que se ha significado y terminó. Podría ser el instante en que mirar de nuevo hacia el trabajo no como una búsqueda silente, sino como un derecho rutilante de sol en la humanización de ser sencillamente un hombre. Podría ser, pero todos vivimos dentro de un espejismo con un tanteo de niebla en el cristal, y somos solamente ese reflejo que a veces nos saluda, desde un rostro cambiante que se parece sólo remotamente a nosotros.

Es como el calor oscilante, hirviendo el alquitrán de cualquier calle. Es la calima de cualquier regreso, al escenario limpio del amor que guarda consonancias con un crimen. Es como un regalo para un primer cumpleaños, siempre que todavía se puedan enredar, en tu cabello, mis dedos espumosos mientras suena una triste chacarera, agitada tu piel también por esta fiebre de un calor que no derrite aún tu fulgor verde.

Procurarás cumplir con lo que has prometido, si un tipo a menudo piensa en ti y sonríe, si mantiene la luz encendida por si se te ocurre volver de repente, por más que sólo quede un mensaje en el contestador. Pero quizá, de todo esto, lo más importante sea que afuera siempre está esperando una nueva mañana, en la treintena y también más allá del hueco en el que anido, por más que se formulen las preguntas y no reconozcamos al despertar nuestro gesto. Volveremos, sí, y hasta haremos balance, y escucharemos nuevas músicas cambiantes, sonidos que también nos hablen de nosotros. Se trata en suma, de recordar la vida, y también de ejercerla. Se trata de escribir la biografía con voluntad de estilo, de cincelar incluso hasta el alcance de una mano, y esa vocación por la mirada que va reconociendo, paso a paso, su verdad palpitante.

Acuérdate de vivir es el nuevo disco de Ismael Serrano. Si ha habido un cantautor generacional en los últimos años, con quien hayamos ido creciendo mientras él también iba creciendo con nosotros, es Ismael. Este disco hermoso y sensitivo, rítmico y hondo, es su mayor cima musical y poética, es la plenitud de un hombre que ha marcado, con ardiente paciencia, el surco de una vida y de una obra. Nunca, ni siquiera en los primeros discos, ha hablado Ismael tanto a la vida del aquí y el ahora, a las incertidumbres y emociones del aquí y el ahora, y a su reconstrucción: quizá como un papel hallado en la cocina, con un encargo abierto de esperanza.

miércoles, 7 de julio de 2010

Conversación con Rodolfo Serrano


Ayer por la tarde, en Madrid, un grupo de cordobeses, unos nacidos y otros adoptados, salieron al encuentro de la ballena blanca. Madrid, ballena blanca, como ha escrito Pablo Guerrero, pero también Madrid-Pequod: un barco a la deriva, el lance sinuoso de los días buscando la espiral de la gran luz. Esa luz aún existe: es volver a algún poema de Miguel Hernández, de su inicio de tierra tras llegar a Madrid, cuando se anonadaba con la electricidad y extrañaba la luminosidad más tierna de las huertas; o ese Miguel Hernández ya crepuscular, dentro de la trinchera, hablando a la mujer del poeta-soldado que ya había abandonado, finalmente, al gran poeta-pastor de la inocencia, recuperada al fin sobre su hijo más allá del sueño de oropel de la ciudad.

Sin embargo, existe otro Madrid mucho más menudo, más secreto, como aquel café sombrío más arriba de Cuatro Caminos en el que Antonio Machado se pasaba las tardes con Guiomar después de pasear por los jardines de Moncloa, donde los dos tenían su banco preferido, un banco que ahora ya solamente existe en las fotografías. Un Madrid cercano a Gil de Biedma, a ese Casa Manolo justo tras las Cortes que es un café de Rick en miniatura, La Latina y el gran Capitán Trueno antes de la última aventura.

Ayer nos encontramos con esto y mucho más en la presentación del libro de poemas de Rodolfo Serrano La blancura de la ballena. Quizá cada poeta, como cada escritor, tenga un pulso interno que ofrecer a los otros, su latido más personalísimo. En el caso de Rodolfo, sería muy evidente hablar del ritmo sostenido de sus versos, de su capacidad para la imagen convertida en la fotografía de la calle, en esa elegía íntima y discreta de aquellos días disueltos de una plenitud. También tiene este libro de Rodolfo el recuerdo político de la vida de antes, con el que casa bien el disco Plata, esa dulce ambición solaz de transcurrir, y también escribir, por el lado más ancho de la Historia, recuperada al fin para la gente entre un tumor de tanques y la oficialidad dictatorial asimilada por la democracia. Incluso podríamos hablar de un desencanto elegante, de ese amor tan grande y tan quebrado que después los fragmentos pueden irradiar un calor infinito.

Sin embargo, el magma genuino de Rodolfo es su autenticidad poética de voz. Leyendo los poemas de Rodolfo uno habla con él directamente. Este libro hermoso, La blancura de la ballena, es en realidad un libro-amigo, es la conversación en un bar invisible donde los camareros conocen nuestros gustos. O, en palabras de Pablo Guerrero, "un libro luminoso, blanco, enamorado, sincero, escrito por un joven que ya tiene experiencias". Leer estos poemas es escuchar su voz despojada de todo ese ornamento de la vida y tal.

jueves, 1 de julio de 2010

Sara Casasnovas como Electra


Hay una Electra antes y después de Sara Casasnovas, que es la interpretación de los matices convertida en poder verbal y físico. Hace un par de semanas fui al Teatro Español a ver Electra: la versión de Galdós, adaptada por Francisco Nieva con montaje de Madico. Fui, entre otras cosas, para comprobar in situ -en el mismo teatro en el que se estrenó en 1901- cómo había resistido el paso del tiempo la obra del maestro, y también cómo había asimilado la actriz lo que pudo haber sido un accidente fatídico: el ataque que sufrió hace un año de un fan perturbado, que acudió a la puerta del Teatro Victoria y le disparó a la cara con una ballesta. Pues bien, creo que debemos ir olvidando esta historia. No sólo por la normalidad deseable para la muchacha, sino también porque el estancamiento en este desgraciado episodio nos distrae de la única verdad: la realidad de excelencia de esta actriz, su plasticidad en los registros y su potencia interpretativa.

Con respecto a la obra, quizá se ha resentido más de un siglo después: la transgresión que supuso el día de su estreno, que hasta llevó a Villaespesa a fundar una revista modernista en honor del texto de Galdós, llamada, precisamente, Electra, en la que escribieron los hermanos Machado y seguramente también el primer Juan Ramón, por lo que suponía de insurgencia de la mujer llamada por su propio tiempo a rebelarse, y también revelarse, quizá ya tiene más valor testimonial que literario. Sin embargo, el preciosismo impactante de la dirección escénica y de la producción, junto con un elenco de actores eficaces y televisivos, sostuvieron la obra por entero.

Con respecto a Sara Casasnovas, en su papel de Electra, la inocencia con la perturbación, la ingenuidad pueril y el desafío constante y acendrado de una seducción, que lo mismo danza que corre, que patina y que danza patinando asímismo, sólo queda decir que el suyo puede ser el recorrido continuo de los focos, de esa luz gaseosa que desprenden a veces las estrellas. Pero, por encima del éxito futuro que esta actriz tendrá seguramente, resalta sobre todo el magisterio de una juventud: y es que el escenario era ella de pronto, gesticulando de felicidad, y luego replegándose en sí misma, hasta bordar la hebra enfebrecida que entraba dando paso a la locura. Esta chica joven, que ha hecho mucha televisión y la ha hecho bien, es una actriz completa que puede doblegar cualquier papel. Es una chica guapa, pero es bastante más que un bello rostro.

Este mediodía, con un calor amarillo, me he cruzado con ella. Al principio no la he reconocido, sólo me he fijado en la única chica que en ese momento se cruzaba conmigo por la calle: con un vestido claro, morena y muy menuda, hablando por el móvil, con el pelo más largo y una fragilidad que contrastaba con toda esa energía portentosa desplegada en las tablas. Me habría gustado acercarme a ella amablemente y decirle que estuvo sencillamente espléndida en Electra, algo que a los actores y a los músicos -tengo amigos en ambos gremios- les suele alegrar mucho, y que a los escritores, para qué nos vamos a engañar, nos ocurre muy poco. Me habría gustado decirle: olvida aquello, puedes ocupar un escenario con todo ese talento destilado, eres mucho más fuerte y ya has vencido, has recuperado todo tu coraje con Electra. Pero no me he atrevido, o simplemente no he querido molestarla.