jueves, 29 de diciembre de 2011

El invernadero de nieve




Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, diciembre, 2010

lunes, 26 de diciembre de 2011

Un abrazo para Sancho Gracia


Sancho Gracia deja atrás, una vez más, toda su cabellera portentosa para agrandar el salto de la vida. Le he escuchado hablar, en una entrevista, del tercer cáncer al que tiene que enfrentarse: tras superar uno de pulmón y otro muy violento de vejiga, ahora le han descubierto un tumor cerebral. Le pregunta la presentadora si tiene la cabeza rapadita y Sancho Gracia responde: “Como una bola de billar”, con esa simpatía socarrona que es un ánimo alzado, una especie de presencia joven o una disposición que es la sonoridad corpórea de su voz.

Sancho Gracia es su voz: tanto, que hizo grabaciones musicales recitando temas como Usted, incluidos en discos recopilatorios de canciones de amor, que era lo suyo, y ahora sigue siendo también su propia voz, con vigor telefónico y ganas de volver para quedarse más.

La voz de Sancho Gracia es también el cuerpo de Curro Jiménez, la leyenda. Qué se puede decir hoy de Curro, ese barquero de Cantillana que no rodó nunca en Cantillana, sino en Lora del Río, porque, como dice él mismo con bastante gracia, allí no quedaba ya ni rastro de la barca. Luego el resto de Andalucía, Ronda, Córdoba, persiguiendo franceses y defendiendo la legitimidad de la Constitución del 12, como luego defendería también la del 78 pidiendo el voto para Adolfo Suárez.

Este hombre de acción debutó con Margarita Xirgú, todavía con el eco lorquiano entre las tablas, estudió en Los Ángeles y se estrenó en España con Vampiresas 1930, de Jess Frank. Antes de Curro, la serie Los tres mosqueteros, haciendo un D’Artagnan más bien hispano, alejado de aquellas cabriolas de Gene Kelly, con una sobriedad entre castellano-uruguaya, en la que ya montaba a caballo y peleaba él, su corteza del héroe. Doce hombres sin piedad y Los camioneros, con una trashumancia por la nueva España.

Después, Curro Jiménez, que ha sido una cara de la Transición, con sus tres temporadas y un regreso, en 1995, todavía no crepuscular, como el nuevo proyecto que acaricia ahora Sancho Gracia: una vuelta de Curro Jiménez, anciano y muy cansado, que recuerda los años de su primera juventud, en los que encarna al personaje su hijo, el excelente actor Rodolfo Sancho.

Me ocurre con Sancho Gracia y con Curro Jiménez como con El padrino: todo me parece bueno, el inicio, el regreso y también el ocaso. Recuerdo un día en Sigüenza, hace cuatro años: me encontré, saliendo de una cafetería, con Curro Jiménez vestido de domingo, con la misma sonrisa que montado a caballo y sin su pistolón. Nos hicimos una foto y recuperé al niño que también quiso unirse a él y su cuadrilla.

Deseo ver estrenado ese proyecto, con Sancho y su hijo. Ahora, más que nunca, necesitamos de nuevo a Curro Jiménez cabalgando por Sierra Morena.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Alberto Ballesteros, Teatro Chino y Libertad 8


Merece la pena mantener plaza fija en Madrid para poder asistir al velo de la luz, curvada y ocre, en una sala mágica, sobre el escenario minúsculo del Libertad 8, donde hay milagros puros que se ofrecen sin grandilocuencia, pero con una verdad que se palpa y se escucha, se respira y se escribe.

Ayer por la noche se presentaba Teatro Chino, el segundo compacto de Alberto Ballesteros. La noche en que me despedí no me pidieron las llaves, pero ayer vigilábamos todos la entrada y la cortina de la sala, porque no nos queríamos perder ni un solo minuto del arranque.

¿Qué pasa con este muchacho, que se sube al escenario casi de puntillas, como un gato, pero con unas botas repletas de energía que golpean, tienen ritmo, con una humildad intensa, con su palabra breve y su postura, de fetal a creciente, apostado en su silla, que de pronto despliega esa fortaleza quebrada de la voz, esa fragilidad hecha misterio, esa sutileza convertida en el eco más nítido?

Ellos seguirán allí, fumando en cubierta, y nos acordaremos de ti: estamos destinados a acordarnos de Alberto Ballesteros, y también celebrarlo. Le acompañaron Ángel Pastor, con su armónica negra, de blues incorporado al corazón de Madrid, y también Héctor Tuya, productor y músico total, entre Asturias y Nueva Orleáns, sobreviviente de noches muy lejanas que ayer también regresaron con su mejor versión, cuando el poeta, novelista y noctámbulo Diego Medrano desnudó El clítoris de Camille y acabó descubriendo que, lo suyo, siempre ha sido Tapar el sol con el pulgar.

Noche de sinergias y reencuentros, noche con Elvira hecha una reina, como siempre, turquesa bajo el cielo del desierto del Atlas, y con Salva volando encima de la Puerta de Toledo.

Pura alegría de noche humada en piano-bar, que también pudo ser una noche infinita, y en realidad lo fue.

Alberto Ballesteros escribe con una pulcritud musical de concepción poética, que juega con tu oído y lo despierta en el entendimiento de lo sugerido. Hay elegancia, sobre todo elegancia, en este chico que lo mismo te arranca un aullido interno con su Bésame, o dispara, que consigue levantar a todo el Libertad con su trepidante canción Tu ventana, porque cada día que nace resucito contigo: "voy a abrir tu ventana y a besar tu sonrisa, / voy a hacerlo despacio que no tengo prisa, / la tristeza se ahogó en el fondo del vaso, / si te vienes conmigo seremos hermanos".

Y lo somos. No hay certeza en él, sino discernimiento; no hay una afirmación, sino un interrogante que se encuentra a sí mismo y también nos alumbra un poco a los demás, nos sube al escenario sin subirnos.

Tanto Teatro Chino, como su anterior disco, Sheffield –con temas ya clásicos entre nosotros, como Buscando un trozo de cielo, No habrá dolor y Sweet Corinna-, van precedidos de textos que son unas novelas comprimidas, una especie de prólogo que es también una fotografía del trasiego de Alberto, de todas las imágenes fijadas dentro de la maleta, como las hojas sueltas de una vida que luego cobra forma al ser cantada.

Me gusta mucho el arte de los discos de Alberto, la forma de contar lo que no cuenta, el concepto de la fotografía, la estética, la guasa y también el dolor, cuando es preciso, pero siempre mostrado con decoro, con esa emoción fina que aparece de pronto debajo de las letras.

Estuvo acompañado de toda su familia, de sus padres y hermanos, que es la mejor manera de cantar, y también de muchos de sus amigos.

Y de sus seguidores, que cada vez son más.

Cantó de maravilla. Zapateó, transmitió, sin levantarse ni una vez de la silla. Es increíble lo que puede lanzar este muchacho, toda la carga tan profunda de belleza y verdad, de melodía sensible, sólo con la fuerza de sus brazos llevando la guitarra sobre el baile de su propio disparo.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Poema del domingo


EL INDIANO

Si la memoria curva arde en los arcos,
cómo se comprime una conciencia
dura de ventisca y senectud.
Fue la mañana gris del vendaval,
con el mantel de lino sobre el campo
en su tensión mojada.
Quién podrá beber ahora su cáliz,
en qué verdad de yermo, si es un dolor sin muerte
hurgando entre los párpados vencidos
de un vaivén de columpio en la ladera.
Quedan, apenas, trozos de un paisaje,
sólo restos de ti, como tu nombre
que ahora se define con nosotros,
se perfecciona, vuela, es casi exacto
si podemos volver a tu ciudad
casi como a la nuestra:
sin regresar y sin asimilarnos,
si nos mira como a un desconocido,
como a alguien que se adentra
por un tiempo que fue su propio tiempo
y no le reconoce.


Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

jueves, 15 de diciembre de 2011

Puente aéreo: "... Y la palabra se hizo música", de Fernando Lucini


Y la palabra se hizo música. Porque la música tiene su propia palabra. Porque la palabra es música. No hay otra explicación: nacemos para el éxtasis y el canto, como dice Javier Vela, de una verdad interior, de su propio linaje convertido en el ritmo de un latido secreto. No se trata tanto de musicar un poema, de añadir melodía a lo que ya tiene melodía: sino de cantar, de bailar los acordes de una celebración, de levantar la voz como un emblema que es también un nuevo testimonio de vocablos palpables, de memoria sonora.

La palabra se hizo música: fue entonces cuando se reconoció, cuando la canción popular amarró sus cimientos a una densidad y también cuando el propio poema ganó respiración, se oxigenó, en otra dimensión que hacía vibrar los libros en su nueva impresión del escenario.

Esta tarde se inaugura, en Rivas, la exposición de Fernando Lucini "... Y la palabra se hizo música", abierta hasta el 13 de enero. Como escribe Rodolfo Serrano, "Merece la pena, porque es la memoria no sólo musical, sino artística y social de un país y de un pueblo. De Fernando ya lo he dicho todo. Creo que es uno de los pocos que ha dedicado su vida a la canción de autor, a la memoria, a la lucha. Hombre de una generosidad que casi hiere, tiene en el corazón cada nota que se ha interpretado en España para luchar por la libertad. Yo me siento orgulloso de ser su amigo".

Yo me siento también orgulloso de ser amigo de los dos, de asistir a tantas conversaciones sobre Miguel Hernández, sobre Lorca y Machado, alguna vez Guillén, Luis Cernuda, José Hierro, Pablo Neruda o José Agustín Goytisolo; pero también Paco Ibáñez, Serrat, Carlos Cano, Hilario Camacho... Fernando Lucini tiene espacio para todos en su mirada abierta, dedicada al estudio de la canción de autor como un género que puede abarcar todo, empezando por la propia poesía y terminando en el arte de los discos. Pura creación amplia, para dar otro vuelo al adjetivo.

Claro que un poema es una cosa y una canción otra, pero aquí el asunto es diferente: se trata de integrar el pálpito sentido al escribir con esa exaltación de su canto encendido. Porque la palabra se hizo música, se vuelve otra vez, hoy, música en Rivas Vaciamadrid, en su verdad múltiple.

Carátulas de discos y fotografías de autores españoles y latinoamericanos de los años 60 y 70, Edad de Oro de la canción de autor -seguramente ahora, desde mediados de los 90 para acá, vivimos la Edad de Plata-, en una concepción orgánica de tres brazos nutrientes: el exilio, el arte y la poesía.

El canto exiliado, así, es un "homenaje a las voces prohibidas y silenciadas durante la Dictadura", con álbumes editados entre 1962 y 1974 por Imanol, Paco Ibáñez, Bernardo Fúster, Chicho Sánchez Ferlosio, Elisa Serna o Pedro Ávila; Arte y canción nos muestra la variedad cromática, casi poesía plástica, en discos de Adolfo Celdrán, Raimon, Vainica Doble, Tita Parra, Los Sabandeños, Camarón, Martirio, María Dolores Pradera o Luis Eduardo Aute; y La canción y los poetas reincorpora a Jarcha, Olga Manzano o Soledad Bravo, a la vigorización de una poesía entendida entonces, sobre todo cuando era musicada, como compromiso político. Todo esto, acompañado de ilustraciones de Miró, Dalí, Mariscal, Tàpies, Barceló... También el propio Alberti, que, de haber nacido cuarenta años más tarde, seguramente, también hubiera sido cantautor. Como Rodolfo Serrano, cantautor sin guitarra, veterano de noches recortadas con discos.

... Y la palabra se hizo música, en Rivas Vaciamadrid, se inaugura esta tarde, a las 20:00, en el Centro Cultural García Lorca -no hay mejor nombre-, y lo hará, claro está, con música y palabras, con palabras y música: hablarán, recitarán, cantarán, históricos como Pablo Guerrero, Luis Pastor, Elisa Serna, Javier Bergia o Martirio, jóvenes maestros como Pedro Guerra, Ismael Serrano y Manuel Cuesta y también gente nueva, estimulante, tan prometedora como Marwan, Jorge Castro y Muerdo.

Yo también mordería por estar allí.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

África




Joaquín Pérez Azaústre. Marruecos, octubre, 2011

martes, 13 de diciembre de 2011

Ciudadanos de Rusia


El pueblo ruso empieza a levantarse. Cientos de miles de ciudadanos se manifestaron el sábado en Rusia y acaban de aprobar una resolución en la que exigen al Gobierno una convocatoria de nuevas elecciones, después de que Hillary Clinton, jefa de la diplomacia estadounidense, en el Consejo ministerial de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, afirmara que las recientes elecciones parlamentarias no fueron “ni libres, ni equitativas”. Los observadores de la OSCE informaron de varias “violaciones” de la legalidad, incluido el “relleno de urnas”.

Ganó Rusia Unida, de Vladimir Putin, con mayoría absoluta en la cámara baja de la Duma, pero ahí no acababa la victoria: el martes, el dirigente opositor Boris Nemtsov era detenido en Moscú junto a 250 manifestantes, así como otros tantos cientos de opositores también fueron encerrados en furgones policiales. También el bloguero Alexei Navalni era retenido durante una manifestación que acusaba al gobierno del fraude electoral y otro líder opositor, Ilia Yashin, era condenado a 15 días de cárcel solamente por manifestarse. Pero ahora, esta resolución firmada por miles de rusos, ha sido publicada en la web liderada por el ex campeón de ajedrez Gari Kasparov, exigiendo al Gobierno la libertad de los presos políticos y la anulación de un escrutinio que entienden falsificado, la dimisión del jefe de la comisión electoral, Vladimir Churov, la investigación de todo indicio de fraude, la penalización de los culpables y el cambio de la ley electoral. Para los 35.000 manifestantes del sábado, y para cualquier tipo decente, ya sería una gran conquista democrática que Putin no siguiera metiendo en la cárcel a los candidatos de la oposición antes de las elecciones.

En realidad, se está luchando también por los comicios próximos de marzo, en los que se vuelve a presentar, para recuperar la presidencia que nunca abandonó del todo, Vladímir Putin, un ex-capitán del KGB con unas vestiduras aparentemente democráticas para el miedo interior de cualquier dictadura. Pienso en las matanzas de la población chechena a manos del ejército ruso. Pienso en la crisis de los rehenes del Teatro Dubrovka, en Moscú, cuando un comando terrorista islámico checheno lo secuestró, con 850 rehenes, exigiendo por su liberación la retirada rusa de Chechenia, recuerdo el breve asedio y el lanzamiento policial, a través de los sistemas de ventilación del teatro, de un agente químico desconocido que causó la muerte de 39 terroristas, pero también de 129 rehenes inocentes. Pienso en el asesinato, nunca aclarado, de la valiente periodista Anna Politkovskaya, mientras preparaba un artículo sobre las torturas sistemáticas en Chechenia, bien documentado con testimonios y pruebas gráficas.

Es la Rusia de Putin: la represión soviética pero sin comunismo, con libertades falsas y el mayor abismo imaginable entre ricos y pobres. Pero esa misma Rusia también está en el mundo que ansía respirar una democracia verdadera.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Viernes de La Latina


Pienso ahora en los viernes de La Latina. En cómo una reunión de amigos puede convertirse en la familia, en ese extraño nudo parental que te acoge y te abraza. Se habla mucho de los domingos de La Latina, en Madrid, porque son estupendos: el mercadeo del Rastro, con su gesto ambulante de devenir cansado, de una antigüedad de las costumbres que hemos heredado y que nos salva.

Uno imagina el Rastro de Madrid andado por Machado y por Baroja, buscando libros de viejo que a ellos, entonces, les parecerían muy viejos, de esos escritores olvidados que quizá entonces ya comenzaban a estarlo, pero aún no lo sabían. Uno imagina El Rastro en plena transición, con Patxi Andión saliendo de su esbelta torre de vigía para coger la moto y apoyar un concierto solidario, y reteniendo al fin en la retina las notas musicales de la canción que luego sería el himno del Rastro, uno, dos y tres, y también su alegría.

Luego una cañita en el bar de Los Caracoles, con fotos de Ava Gardner cuando andaba entonces por allí, risueña como el nimbo de un amanecer sin resaca posible, o en esa Fuentecilla que es el abrevadero de los viajes, una especie de alto en el camino con misterio apacible. Todo esto son los domingos de La Latina, sus tardes trepidantes de largas cervezadas, una especie de furia por vivir y apresar el instante, por brindarlo y beberlo.

Pero ay, quien conoce los viernes sabe que existen otras latitudes de dimensión pequeña, con la voz queda y menuda en las conversaciones que acaban como el viernes pasado, haya o no un filete de hígado por medio. Cuando todavía no empieza la locura del sábado, ese fiesteo continuo de bares y mujeres sacudiendo el asfalto con tacones lejanos, pero ya la semana se derrumba, estar en La Latina, un poco en plan cocido a lo Galdós, es un lujo al alcance de muy pocos.

Siempre puedes tomar un gin-tonic distinto en un bar al que vamos porque nos tratan mal, sobre todo la camarera guapa. Venimos desde todos los puntos de Madrid y siempre llega tarde el de más cerca. Brindamos con vermú en La Paloma y contamos el chiste del vermú. Pienso ahora en Serrat, en aquellas pequeñas cosas y en todas las historias de Madrid. Son historias de viernes.

Guardadme bien el sitio, porque vuelvo muy pronto.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los escenarios de la memoria (I)


¿Cómo se transita la memoria, con qué vigor de tiempo se mantiene en una pulcritud de las estampas? ¿Vivimos o soñamos el recuerdo? ¿Lo vamos escribiendo con nosotros? ¿Qué es la literatura, entonces, sino un regreso eterno a las palabras de la pura vivencia? Todas estas preguntas me vienen a raíz de la lectura de Los escenarios de la memoria, el maravilloso libro de Josep Maria Castellet sobre los años felices de la celebración, ese tiempo de vida, por parafrasear el título de la última novela de Marcos Giralt Torrente, en el que viven las horas más brillantes de una plenitud.

Realmente Barcelona era entonces otra, otros también los bares y hasta el humo de las conversaciones. Se bebía ginebra hasta caerse –algunas cosas no cambian-, y después se tiraba de Alka-Seltzer como medicamento generacional. Las copas se tomaban en Boccaccio, y Jaime Gil de Biedma atendía a un jovencísimo Serrat, que le comentaba su proyecto, entonces muy vivo, de musicar uno de sus poemas. Aquello era más grande que la vida, porque el exilio era ya gravitatorio, se hablaba más de España fuera de ella y había unos oasis muy pequeños, visibles y fulgentes, también en Madrid, como el Café Oliver en Madrid y todavía el Gijón, que vivía el canto del cisne más espectral y rítmico, antes de convertirse en un museo.

Hoy todo se transita en el museo, pero abriendo Los escenarios de la memoria uno se reencuentra con un mundo que ahora apenas vive en los poemas de Gabriel Ferrater. Carlos Barral, mientras, procura que su barba se mantenga cuidadosamente recortada. Ungaretti contempla el mar Mediterráneo en un barco invisible que navega de Sitges a Alejandría, y otra vez a Sitges, como si Ítaca fuera el bamboleo del mar. Rafael Alberti en la URSS no se cree su propio personaje, Josep Pla nos cae algo antipático y Aranguren parece un tipo abrigado por los libros y una conversación que se nutre a sí misma a lo largo de años, siempre que no interrumpan por teléfono. Pere Gimferrer es director y guionista, pero también estrella fulgurante de una película en blanco y negro que nos lleva a su casa, hace más o menos treinta años, convertida en guarida para una iniciación, libresca, sobre su propio mito, y Mercé Rodoreda nos mira desde la eternidad de un piso minúsculo en Ginebra, cuyas sombras la envuelven por la noche.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El espíritu del Olsen




Joaquín Pérez Azaústre. Retrato de Javier Vela. Madrid, mayo, 2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

San Cristóbal en Córdoba


Una ciudad vive sus propias transiciones en la barra de un bar o en su última ruina sostenida en el tiempo. Somos nuestra ruina y también nuestros bares, memoria de otros días concentrados en una carta, familiar aún, lejanamente, por esas coincidencias del cuerpo y el espíritu. Bares de transición, noches de entrega: cuando el paisaje muta, cambia nuestro registro de los días pasados, pero también de cualquier punto de unión con nuestro futuro imaginable.

Cuando una ciudad, un barrio, no recuerda sus bares, no los mima, se está dejando atrás la resonancia de unas noches vivas que alumbraron las horas de la celebración; y qué sería de nosotros, ayer y hoy, pero también mañana, sin tener un espacio en el que reflejarnos.

Para volver, para que el regreso sea posible, antes tenemos que habitar un territorio, sus cuencas, sus matices, con esa sucesión de imágenes conexas y también inconexas, pero que son corteza de los días. ¿Es posible vivir sin escenarios? Seguramente, sí. Como también puede hacerse sin poesía y sin música; pero, entonces, ¿qué devenir estamos construyendo? El tráfico continuo hacia otra nueva parte, una especie de nomadismo crónico que ve pasar, sin vida, el decorado.

Un decorado fijo para Ciudad Jardín, en Córdoba, es San Cristóbal, que se ha ido reinventando en su vigor de años. Como un faro nocturno interpuesto entre la plaza de Los Califas y la plaza de Costa Sol, San Cristóbal mantiene iluminado su posición de oasis tabernario, de vocación del encuentro más allá del límite del barrio. Hay bares que crean barrios, que les dan su pujanza cuando cierra el mercado, que emiten su frecuencia de medios bien servidos sobre una barra que es memoria activa, donde padres e hijos se suceden en la contemplación exacta de una calle.

San Cristóbal, hermanada con varias tabernas cordobesas que han hecho de la cocina casera su personalidad, guarda el sabor intacto de la infancia: medallones sabrosos y berenjenas fritas en las noches de invierno, cuando el salón del fondo se ajustaba en la mirada vieja de los pasos pequeños o las manos pequeñas, por citar el título de la novela corta de Andrés Barba. San Cristóbal sigue siendo una hospitalidad para Ciudad Jardín, la taberna como álbum familiar en la vida de un barrio, pero también el pulso sostenido por encarar el día de mañana. La mejor gastronomía tradicional cordobesa puede pedirse allí, pero un observador alerta entenderá que el tiempo es su vigor recuperado.

Una ciudad se enhebra de texturas diversas, de aventuras más o menos acertadas, de improvisaciones o proyectos más aquilatados. Ahora, Córdoba contempla un futuro incierto, pero hay que ocuparlo: siempre será más cálido sabiendo que hay lugares a los que regresar, sabores que despiertan la retina para ver el pasado en porvenir. Si pasamos estas puertas, podremos habitar mejor la incertidumbre.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Diario de un poeta reciencasado


Juan Ramón Jiménez en barco a Nueva York, divisando el lenguaje bajo el mar apacible. ¿Cuál es la mirada del poeta? ¿Nada en el reverso de las cosas? Imagino ahora el trasiego de maletas y también el embarque, el primer paseo por la cubierta y esa sensación de acogimiento instantáneo al abrir la puerta de su camarote. Juan Ramón Jiménez se casó a los 35 años y escribió, durante el viaje de novios, Diario de un poeta reciencasado, uno de los libros más fundamentales de la poesía española, mucho más citado por su título que por una verdadera lectura de su intención poética. Si pudiera hablarse del lector de poesía como si existiera realmente, podríamos convenir que títulos como Campos de Castilla o el Romancero Gitano son siempre leídos; y, cuando no se leen, al menos, se conocen algo.

En el caso de Antonio Machado, quizá el poeta sencillo del paisaje es más comprendido, y por tanto más popular, que el de las vidrieras interiores de Soledades. Galerías y otros poemas, del mismo modo que el Lorca digamos menos difundido, el que ya estaba harto de la gitanería que le había atribuido su éxito, tipo Poeta en Nueva York, y no digamos ya sus Sonetos del amor oscuro, siendo unas propuestas superiores, al menos desde ese difícil punto de vista que es la verdad orgánica en poesía, el pulso y la tensión entre la mirada y el lenguaje, se citan tanto, y se leen tanto, como Diario de un poeta recién casado, que es la revelación del artificio poético como verdad vital.

Podría haber una historia delicada en contar la vida de ese libro, cómo se fue gestando cada noche, la sonrisa templada de Zenobia amaneciendo al crepitar del día. Imagino a Juan Ramón no tan maniático como la gente cuenta, todavía hoy, tantos años después de su muerte –en España se lee mucho menos a los poetas, incluso a los más grandes, de lo que se propaga el chismorreo- y quizá llevando a su mujer en brazos antes de abrir la puerta de su camarote. Lo imagino, eso sí, puntilloso con todas las facturas, extremadamente atento a que nada se pierda, mirando con primor y con ternura el equipaje abierto de Zenobia.

No sé, me gusta imaginar a Juan Ramón precisamente así, con la delicadeza del poema convertida en expresión de una corporeidad amable, en su viaje infinito, con su brillo perpetuo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Javier Vela, Ofelia y otras lunas


Javier Vela nos abre el vuelo subterráneo de Ofelia y otras lunas, su último poemario, que va a ser publicado en Hiperión tras haber ganado, ayer, el Premio Ricardo Molina. Largo poema único, con esa expresión íntima de la reflexión existencial y también el tornado -Gimferrer, Tornado- de su propia espiral de fuerza musical, de empeño en expresar su ritmo sostenido, esa celebración de la vida cortada por matices que son la contención de un torrente verbal. Desde sus primeros libros de poemas -pienso ahora en La hora del crepúsculo, pero también en Tiempo adentro o en Imaginario-, muchos encontramos en Javier la predisposición al canto, en ese pulso rítimo y sonoro que no elude los riesgos de la voz y se expresa en poemas nacidos para ser recitados sobre un escenario, con esa contundencia de su timbre, lleno de gravedad percusionista. Sin embargo, se combina en Javier Vela, a través del viaje de sus libros, un cerco intelectual a su propia dicción, una decisión firme y consciente de moldear el meandro de sí mismo, de dotar a su voz, con su frescura, y con ese descaro manifiesto, también de un molde propio, la intencionalidad que se encuentra al azar en ocasiones, pero, al mismo tiempo, confía en no dejar nada a la conciencia del azar.

Poesía con intención, con una vocación por ser lo que primero se ha pensado, pero con puerta abierta a la emoción que tiembla y nos conmueve. Javier Vela ganó el Premio Adonais y el Loewe a la Joven Creación, entre otros muchos galardones. Ahora, con este Premio Ricardo Molina, concedido en Córdoba, ciudad con que le unen tantas y tan puras imágenes biográficas, un poco a lo Antonio Colinas en su novela Un año en el sur, asistimos a la confirmación de lo que ya supimos antes, mucho antes, en Tiempo adentro y en Imaginario: la llegada firme de un poeta que sigue siendo joven sin ser un poeta joven, algo que, seguramente, Javier no haya sido todavía.

En época de poéticas con voluntad minúscula, Javier Vela regresa con un poema largo, con ese largo aliento que es un largo adiós a la comodidad de la ambición escasa: Ofelia y otras lunas no es sólo un poema largo, sino también un canto que ha nacido como el reto tornado en realidad, tras exigir de nuevo a la poesía todo lo que cabe esperar de ella.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Puente aéreo: Jon Andión


Esta noche toca Jon Andión en el Libertad 8. Toca la virtud del pensamiento, el poema entendido como un largo diálogo generado a sí mismo. Presenta su libro Palabras invisibles (Huerga y Fierro): "Asumo aquí, todo sobre lo que la luz desliza, lo que cae delicadamente en la penumbra de las ideas, en el cuartón oscuro de las esencias y los mapas olvidados. Asumo valorar la circunstancia, la coyuntura, la condición el coraje y la libertad de buscar palabras invisibles sobre los ojos quietos de mis hermanos". Versos partidos, diálogo expresado como ritmo poético, una especie de filosofía sin ornamentos que se nombra a sí misma con una delicada transparencia.

Digo que esta noche toca Jon Andión porque estará rodeado de músicos parlantes, de poetas cantores, bien flanqueado, entre otros, por Pablo Guerrero y Patxi Andión, cada vez más jóvenes en esa rebelión del asombro verbal, y por Rodolfo Serrano, que es cantautor sin guitarra, quizá el más puro cantautor que he conocido nunca, por intención y vida, aunque tú no lo sepas, a capela y de cañas. Además, la poesía es canto, y esta noche en el Café Libertad la música estará cargada en los acentos, en esa sutileza del lenguaje que es más una cadencia que sus metros, más una marea que un estanque, más un adentrarse en el paisaje que el paisaje en sí mismo.

He charlado un rato con Jon Andión mientras leía su libro, sin vernos y sin vino. Me quedan los impactos duros del paladar, esas asociaciones de palabras ya no tan invisibles, los versos que golpean, que son el estribillo o el inicio de una conversación: "En la antesala diplomática de la memoria". Aunque me quedo, especialmente, con el poderoso arranque del poema Orientación: "En los entresijos de la cultura moderna, resucitando los convenios de la locura (...). Entronados todos los colores que vuelven al fondo del recuerdo, en un nido de madera tambaleante en la última copa de un cedro en el desierto". Luego, en A la intemperie, leemos que "Los hijos de la razón, criaturas blancas de tez áspera y sangre fría ancladas a la realidad, desmoronan lo que quedaba por soñar". Sueños como palabras, imágenes gastadas por un uso inclemente: hay que recuperarlas, hay que volver a darles el brillo primigenio para así recordarles su primer sonido.

Espero que respete Jon Andión mi poco respeto por la separación versicular de ese diálogo, pero lo cito tal y como me quedó prendido: el lector, en el libro, encontrará los versos ajustados a su intención visual, sonora y rítmica. Pero son las palabras las que quedan en el sueño transido de palabras las que ganan después el poso de la edad, las que también son Palabras invisibles y se vuelven conciencia en el encuentro que no ha ocurrido aún. Quedan más poemas por escribir y, desde luego, muchos que brindar. Esta noche me pierdo una reunión de amigos en la que faltaría cantar tras unos gins, pero sobre todo la presentación de un nuevo libro y de un poeta.

Como no estaré allí, espero que este puente aéreo nos acerque.