jueves, 19 de enero de 2012

Leer a Carlos Pujol


Escucho la noticia de la muerte de Carlos Pujol ya no estoy viviendo un otoño en Crimea, ni mucho menos en Roma, ni estoy haciendo un viaje por la comedia humana. Recuerdo un poema suyo: “A fuerza de pulir como un diamante / espléndidas palabras, sus sentidos, / las sombras que la música sugiere, / se achica el material y se hace raro, / como una ensoñación que desvaría. / En mi juego de espejos ya no sé / a quién remite cada imagen ni / adónde me conducen / las oscuras verdades de la estética. / Ese polvillo de oro / es un producto cruel de la pericia. / Como sacar del aire perfección, / y el aire nos devuelve su vacío”. Carlos Pujol lleva muchos años puliendo el perfil puro de un diamante en el agua –ahora cito a Gimferrer-, en esa intención pura de ajustar su propia biografía de lector entusiasta a la no menos entusiasta lectura de sus obras.

Mucho ha habido en Pujol del Stefan Zweig ensayista, que se encaraba en la mejor cordialidad con Montaigne, con Tolstoi o Dostoievski, en ese primer plano de los textos que luego nos desvelan varias capas, esas atribuciones de la historia, de las estructuras y sus vuelos, que van dejando atrás su transparencia en la revelación de su sustrato. Carlos Pujol, cuando escribía sobre literatura –escribe: sus textos están vivos, más que nunca, ahora que los géneros se salen de sí mismos: Pierre Michon, Rimbaud el hijo-, entablaba un diálogo lector, pero también creador, en una especie de metafísica de la lectura, algo así como los cursos que dictaba Lampedusa, como el maravilloso de Lord Byron.

Para quienes acusen a los escritores que escriben de escritores de una falta de vida, cuánta pasión plena late en Carlos Pujol –en sus traducciones, sus estudios, de prosista total, entre Ronsard, Racine y Baudeleire, y por supuesto Shakespeare, su gran luz, en un hermanamiento que le acerca a Harold Bloom-, o cuando escribe Balzac y la Comedia Humana.

Está también su poesía, pulida y contenidamente confesional, directa, a la búsqueda de ese “polvillo de oro” que trata de sacar “del aire perfección”, a pesar de que el aire, de la vida y la muerte, luego nos devuelva, al final, “su vacío”.

No ha sido un vacío la obra narrativa de Carlos Pujol. Hemos citado, arriba, Es otoño en Crimea. Pero, ¿y la maravillosa, crepuscular, onírica, viscontiniana, lampedusiana, La sombra del tiempo? Ambientada en una Roma decimonónica –estamos ante es un novelista decimonónico que escribe desde la modernidad-, Roma se corona como un mundo que se nutre a sí mismo –como la misma vida-, que todo lo acumula y lo consume como el sueño más frágil, para luego latir en una eternidad que nos contempla, también, cuando seguimos leyendo a Carlos Pujol.

viernes, 13 de enero de 2012

Los que miran el frío, de Francisco Onieva


Mirar el frío cortante, su limpia desnudez. Francisco Onieva ha escrito un libro de relatos titulado Los que miran el frío, que ya es una intención fina del estilista dedicado a narrar el tierno desamparo, pero también su revés áspero, roído, capaz de rasurar la piel más seca y dejarla encarnecida a la intemperie. Pero, ¿qué es, exactamente, mirar el frío, cómo se configura esa contemplación de una temperatura? Si el termómetro es emocional –pero esa emoción plena, purísima, que a duras penas puede traducirse en palabras, que se vive por dentro y se aglutina como una digestión interminable, la de un dolor infinito-, mirar el frío sería asomarse a la desolación perfecta, la que ha dejado atrás cualquier atisbo escueto de esperanza.

Esto podría ser mirar el frío. Sin embargo, siguiendo cierta norma de Gabriel García Márquez –que cada novela debe estar contenida en su primera página-, y cambiándola ligeramente –porque esto es un libro de relatos y no una novela; y, además, quizá es el primer párrafo el que deba nombrar, por presencia o por omisión, el resto de la historia-, leemos al comienzo de Los que miran el frío: “Tal vez nada sucedió como lo recuerdo y la imaginación haya difuminado mi memoria a fuerza de escuchar una historia contada siempre por los otros, que me han obligado a recorrer mi vida como se recorre un paisaje en una fotografía velada, reinventándola con la yema de los dedos”.

Algo se podría ya decir, una impresión que se va desgranando a lo largo de nueve relatos, desde Las reglas del juego hasta el que da título al libro: una manera morosa, pero también porosa, de narrar, donde la vista es tacto y se convierte en una cualidad de la memoria. Hay una calma exacta en esta prosa, una especie de lenta contención que puede provenir de la doble naturaleza de narrador/poeta de Francisco Onieva –autor de poemarios como Los lugares públicos y Perímetro de la tarde-; así, en contra del tópico del poeta que se derrama en la narración, aquí nos encontramos con el extremo opuesto: el poeta con rigor de relojero suizo, que le aplica a la prosa la cadencia y también esa calidad de párrafo, pero con un pulso interior que se decanta por la sugerencia más sutil.

En Los que miran el frío, el lector encontrará personajes reales –como Miguel Hernández y Pedro Garfias- y otros no tanto; o quizá sí, en esta geografía literaria descubierta en el norte de la provincia de Córdoba, Retamal, donde el dolor se alía con la supervivencia tras la línea del frente.