Un poco de poesía cada día: acabemos esta semana terrible con un poco de ritmo. La reiteración tiene su causa, porque seguramente en esta situación, frente a las reformas económicas que ocultan el despido libre, o más flexibilizado, que es lo mismo, o contra el desencanto colectivo, ahora sólo tiene sentido el poema entendido como derecho más fundamental. No como celebración, porque quizá ahora sólo encuentra razón no tanto el entusiasmo, que incluso acaba siendo demasiado optimista, sino la supervivencia, que tampoco lo es menos, y el poema también como artefacto es la supervivencia cimentada en sí misma.
¿Qué se puede esperar de la poesía? Una respiración, lo que ya es mucho. En estas condiciones, vindicar cualquier libro es un oficio libre en el fervor humano, porque nadie cree en nada, y porque la fe cansa más que cualquier consigna. Quizá por eso mismo acercarse a La blancura de la ballena, el último y más reciente libro de poemas de Rodolfo Serrano, sea el mejor oficio de perduración referido a este hombre, maestro de periodistas, que ha hecho de la sombra alargada de Melville no sólo un motivo de expresión, sino también toda una credencial de su poética, que es el periodismo convertido en vertiente emotiva, o la barra del bar como experiencia bajo la luz de gas dúctil de la metáfora.
¿En qué podemos creer? Seguramente, en nada: los hermanos, la luz, esa franca familia que uno escoge bajo el manto de paz de los amigos. Una cerveza fría bien tirada. Un gin-tonic servido con ese gusto justo de limón. Un escaparate en que el librero puede hablar contigo de los libros, y enjuiciarlos después: en Madrid, la Méndez, en la calle Mayor, y en Córdoba la nueva librería Luque. Stefan Zweig, los libros. Y Leonardo Padura, con su Adiós, Hemingway, pero especialmente El hombre que amaba a los perros, la mejor disección del asesinato de Trotski y de Ramón Mercader, de todo el comunismo y su mancha siniestra derritiendo cualquier ideología humanista. También Juan de Mairena, y ese hermoso prólogo que le ha escrito a Rodolfo el cantautor Pedro Guerrero, porque tiene que llover a cántaros para que el hombre nuevo, si existe, alcance la conciencia de un amanecer.
Éste nuevo libro de Rodolfo es una recomendación para el verano, siempre que se quiera revestir el verano de un gran pulso interior: la sentimentalidad, la dicha, la imagen flanqueada por una nueva música mordiente. Y la hospitalidad, el milagro de la literatura como forma de vida, de ese gran periodismo junto al tren 27, en altos hornos, cuando la mina ajaba el último lamento en la espiral oblicua de coronas de flores. "Llamadme Ismael", arranca Moby Dick. Poesía casi dictada en el último hotel. Esas coordenadas del milagro.
Sin duda un pedazo de poemario como una gran ballena blanca.
ResponderEliminarSuscribo tus palabras y me pierdo en sus páginas una y otra vez...
ResponderEliminarPlayita, algo fresquito para refrescar el cuerpín y cubierto por un papel de periódico(para no estropearlo) se encuentra "La Blancura de la Ballena"¡¡Que más puedo pedir!!
Un besote enorme y feliz fin de semana
(Rodolfo debe de estar orgullosísimo de esta columna de hoy)
Un gran libro y una gran columna, amigo Joaquín. Grandes lectura para empezar la semana de verano :)
ResponderEliminarGracias a los tres y un abrazo grande!
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