Escucho la noticia de la muerte de Carlos Pujol ya no estoy viviendo un otoño en Crimea, ni mucho menos en Roma, ni estoy haciendo un viaje por la comedia humana. Recuerdo un poema suyo: “A fuerza de pulir como un diamante / espléndidas palabras, sus sentidos, / las sombras que la música sugiere, / se achica el material y se hace raro, / como una ensoñación que desvaría. / En mi juego de espejos ya no sé / a quién remite cada imagen ni / adónde me conducen / las oscuras verdades de la estética. / Ese polvillo de oro / es un producto cruel de la pericia. / Como sacar del aire perfección, / y el aire nos devuelve su vacío”. Carlos Pujol lleva muchos años puliendo el perfil puro de un diamante en el agua –ahora cito a Gimferrer-, en esa intención pura de ajustar su propia biografía de lector entusiasta a la no menos entusiasta lectura de sus obras.
Mucho ha habido en Pujol del Stefan Zweig ensayista, que se encaraba en la mejor cordialidad con Montaigne, con Tolstoi o Dostoievski, en ese primer plano de los textos que luego nos desvelan varias capas, esas atribuciones de la historia, de las estructuras y sus vuelos, que van dejando atrás su transparencia en la revelación de su sustrato. Carlos Pujol, cuando escribía sobre literatura –escribe: sus textos están vivos, más que nunca, ahora que los géneros se salen de sí mismos: Pierre Michon, Rimbaud el hijo-, entablaba un diálogo lector, pero también creador, en una especie de metafísica de la lectura, algo así como los cursos que dictaba Lampedusa, como el maravilloso de Lord Byron.
Para quienes acusen a los escritores que escriben de escritores de una falta de vida, cuánta pasión plena late en Carlos Pujol –en sus traducciones, sus estudios, de prosista total, entre Ronsard, Racine y Baudeleire, y por supuesto Shakespeare, su gran luz, en un hermanamiento que le acerca a Harold Bloom-, o cuando escribe Balzac y la Comedia Humana.
Está también su poesía, pulida y contenidamente confesional, directa, a la búsqueda de ese “polvillo de oro” que trata de sacar “del aire perfección”, a pesar de que el aire, de la vida y la muerte, luego nos devuelva, al final, “su vacío”.
No ha sido un vacío la obra narrativa de Carlos Pujol. Hemos citado, arriba, Es otoño en Crimea. Pero, ¿y la maravillosa, crepuscular, onírica, viscontiniana, lampedusiana, La sombra del tiempo? Ambientada en una Roma decimonónica –estamos ante es un novelista decimonónico que escribe desde la modernidad-, Roma se corona como un mundo que se nutre a sí mismo –como la misma vida-, que todo lo acumula y lo consume como el sueño más frágil, para luego latir en una eternidad que nos contempla, también, cuando seguimos leyendo a Carlos Pujol.
Mucho ha habido en Pujol del Stefan Zweig ensayista, que se encaraba en la mejor cordialidad con Montaigne, con Tolstoi o Dostoievski, en ese primer plano de los textos que luego nos desvelan varias capas, esas atribuciones de la historia, de las estructuras y sus vuelos, que van dejando atrás su transparencia en la revelación de su sustrato. Carlos Pujol, cuando escribía sobre literatura –escribe: sus textos están vivos, más que nunca, ahora que los géneros se salen de sí mismos: Pierre Michon, Rimbaud el hijo-, entablaba un diálogo lector, pero también creador, en una especie de metafísica de la lectura, algo así como los cursos que dictaba Lampedusa, como el maravilloso de Lord Byron.
Para quienes acusen a los escritores que escriben de escritores de una falta de vida, cuánta pasión plena late en Carlos Pujol –en sus traducciones, sus estudios, de prosista total, entre Ronsard, Racine y Baudeleire, y por supuesto Shakespeare, su gran luz, en un hermanamiento que le acerca a Harold Bloom-, o cuando escribe Balzac y la Comedia Humana.
Está también su poesía, pulida y contenidamente confesional, directa, a la búsqueda de ese “polvillo de oro” que trata de sacar “del aire perfección”, a pesar de que el aire, de la vida y la muerte, luego nos devuelva, al final, “su vacío”.
No ha sido un vacío la obra narrativa de Carlos Pujol. Hemos citado, arriba, Es otoño en Crimea. Pero, ¿y la maravillosa, crepuscular, onírica, viscontiniana, lampedusiana, La sombra del tiempo? Ambientada en una Roma decimonónica –estamos ante es un novelista decimonónico que escribe desde la modernidad-, Roma se corona como un mundo que se nutre a sí mismo –como la misma vida-, que todo lo acumula y lo consume como el sueño más frágil, para luego latir en una eternidad que nos contempla, también, cuando seguimos leyendo a Carlos Pujol.
Tengo pendiente leer la poesía de CP... Aprovecho tu estupendo, melancólico y sentido post para imponerme hacerlo. Abrazos mil.
ResponderEliminarCon ganas de leer algo tuyo Felton! Algo tuyo de lo tuyo, abrazos desde el sur!
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