lunes, 23 de abril de 2012

Día del Libro: Cervantes y la modernidad


Vuelves al Quijote y se acumula una lentitud de hojas prensadas, de grabados enormes de Doré ilustrando los ecos del pasaje. El Quijote es el eco del pasaje, y también del paisaje, la salida a la luz después de haber entrado en la Cueva de Montesinos, para poder mirarnos con más fuerza en la revelación de lo que somos. Al Quijote se vuelve siempre o casi siempre, aunque no se tenga el libro entre las manos; porque, de alguna forma, siempre lo tenemos durmiendo en la retina, atisbando los párpados, presionando el envés de lo que no seremos. Sin embargo, el Quijote sí es dueño de nosotros; no tanto de lo que somos, como de lo que ansiamos ser, de esa naturaleza paradójica entre la realidad y el deseo, con la idoneidad de cualquier sueño puesto cara a cara con su revés patético. Somos el Quijote y su angostura, somos la sustancia invertebrada de la España posible, en donoso escrutinio, con su hoguera final.

En esta vida, cualquiera se define en los homenajes que hace. Uno, cuando escoge hacer un homenaje, se está nombrando a sí mismo en el valor, y también en la falta de valor, de la figura homenajeada, de aquél a quien le presta, y le organiza, el aplauso de otros. Cuando Miguel de Cervantes comenzó a pergeñar el Quijote no estaba ya para muchos homenajes: la vida no le había dado demasiadas ocasiones como para sentirse agradecido, a pesar del aplomo valeroso con que don Juan de Austria había valorado su participación heroica en la batalla de Lepanto.

Corrupciones de entonces, no muy diferentes a las nuestras de ahora, con la compra de honores incluidos, fanfarrias al abrigo de figuras de honradez dudosa y justos que purgaban, en la cárcel, por las culpas de otros. Sin embargo, Cervantes deja a un lado el teatro y también la poesía, en parte porque no puede, ni con Lope en los escenarios, ni con Quevedo y Góngora en las rimas, y es entonces cuando decide, en el colmo de toda frustración, reinventarse a sí mismo, y probar a inventar su propio género, que nombre y pueda contener su vida.

Así nace el Quijote, con sus consabidos homenajes poéticos: así, parodiando a la novela de caballerías acaba sublimando su linaje –no sólo el de Amadís, o el de Tirant, sino también el propio, esa misma conciencia de hijosdalgo que tanto preocupara a su limpieza de sangre-, acaba prestigiando sus valores, esa tierna equidad que era una indignación del XVII.

El Quijote, con toda esa literatura dentro de la literatura, con toda esa raigambre de homenajes dentro del homenaje que es el libro con placer de contar, es la modernidad: no sólo Galdós, en pleno costumbrismo; el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes. Una gran road-movie.

4 comentarios:

  1. En el Quijote estamos todos. Es el libro que nos explica, que nos narra, que nos descubre. Su paisaje es el nuestro. Sus palabras duermen en nuestra boca.
    Cervantes puso la primera piedra de lo que somos y edificó los estereotipos de una sociedad que hasta entonces se desconocía a sí misma. Qué gran espejo al que preguntarle con frecuencia.
    Abrazos, Joaquín.

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  2. Querido José Luis, sólo puedo suscribir completamente tu comentario.

    Ahí estamos todos, en esa rescritura permanente del mundo.

    Muchísimas gracias y un abrazo!

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  3. No obstante, es probablemente uno de los libros menos leídos en España, a pesar de que todo el mundo, aunque sea por vergüenza, asegura haberlo tenido en sus manos para disfrutar de su lectura.
    ¿Sabéis cuál es el problema de El Quijote? Quizá que es una obra exquisita a la que no dudo en calificar de densa y que, por obligada, una parte importante del alumnado de colegios e institutos la rechaza con asco.
    A la vez, es muy larga para un mundo en el que el tiempo se antoja como un bien escasito y en el que los que pretenden usar parte de él recreándose con la lectura prefieren novedades literarias antes que enfrascarse en un libro que les queda lejos en mentalidad, lenguaje y ambiciones. Yo lo leí de cabo a rabo (como también hice con el Ulises, de James Joyce) y reconozco que no me disgustó (al igual que ocurrió con el trabajo del dublinés), si bien ya no puedo pensar en releerlo(s), a no ser que sea siempre a base de capítulos salteados, extractos o pasajes concretos, pero nunca como novela(s) unitaria(s) a la(s) que intentar redescubrir de principio a fin.
    Siento mi crudeza para con esta obra que tanto admiráis, pero quizá habría que presentarla de nuevo de otra forma, más atractiva, para que la juventud no le acabe dando la espalda por completo.
    Un saludo.

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  4. Hubi, creo que tienes mucha razón en lo que dices. Sobre todo en lo relativo a la velocidad del tiempo nuestro, que nos priva de la demora necesaria, de esa gran conciencia de la lentitud, precisa para poder apreciar determinadas obras.

    Pero no sucede sólo con la literatura. No sucede sólo con el arte. Ocurre igual con la vida misma, con el placer de una conversación, incluidas sus pausas de silencio, el paseo, la observación de todo lo que ocurre alrededor. Vivimos con unos plazos atrasados impuestos por no se sabe quién y así claro, quién se va a parar a leer no sólo el Quijote, como bien dices, sino también Ulises, En busca del tiempo perdido o la recientemente reeditada Antagonía, de Luis Goytisolo. En fin, al final, saber apreciar la lentitud acaba siendo un privilegio.

    Un abrazo y gracias por tu interesantísimo comentario!

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