¿Cómo se transita la memoria, con qué vigor de tiempo se mantiene en una pulcritud de las estampas? ¿Vivimos o soñamos el recuerdo? ¿Lo vamos escribiendo con nosotros? ¿Qué es la literatura, entonces, sino un regreso eterno a las palabras de la pura vivencia? Todas estas preguntas me vienen a raíz de la lectura de Los escenarios de la memoria, el maravilloso libro de Josep Maria Castellet sobre los años felices de la celebración, ese tiempo de vida, por parafrasear el título de la última novela de Marcos Giralt Torrente, en el que viven las horas más brillantes de una plenitud.
Realmente Barcelona era entonces otra, otros también los bares y hasta el humo de las conversaciones. Se bebía ginebra hasta caerse –algunas cosas no cambian-, y después se tiraba de Alka-Seltzer como medicamento generacional. Las copas se tomaban en Boccaccio, y Jaime Gil de Biedma atendía a un jovencísimo Serrat, que le comentaba su proyecto, entonces muy vivo, de musicar uno de sus poemas. Aquello era más grande que la vida, porque el exilio era ya gravitatorio, se hablaba más de España fuera de ella y había unos oasis muy pequeños, visibles y fulgentes, también en Madrid, como el Café Oliver en Madrid y todavía el Gijón, que vivía el canto del cisne más espectral y rítmico, antes de convertirse en un museo.
Hoy todo se transita en el museo, pero abriendo Los escenarios de la memoria uno se reencuentra con un mundo que ahora apenas vive en los poemas de Gabriel Ferrater. Carlos Barral, mientras, procura que su barba se mantenga cuidadosamente recortada. Ungaretti contempla el mar Mediterráneo en un barco invisible que navega de Sitges a Alejandría, y otra vez a Sitges, como si Ítaca fuera el bamboleo del mar. Rafael Alberti en la URSS no se cree su propio personaje, Josep Pla nos cae algo antipático y Aranguren parece un tipo abrigado por los libros y una conversación que se nutre a sí misma a lo largo de años, siempre que no interrumpan por teléfono. Pere Gimferrer es director y guionista, pero también estrella fulgurante de una película en blanco y negro que nos lleva a su casa, hace más o menos treinta años, convertida en guarida para una iniciación, libresca, sobre su propio mito, y Mercé Rodoreda nos mira desde la eternidad de un piso minúsculo en Ginebra, cuyas sombras la envuelven por la noche.
Realmente Barcelona era entonces otra, otros también los bares y hasta el humo de las conversaciones. Se bebía ginebra hasta caerse –algunas cosas no cambian-, y después se tiraba de Alka-Seltzer como medicamento generacional. Las copas se tomaban en Boccaccio, y Jaime Gil de Biedma atendía a un jovencísimo Serrat, que le comentaba su proyecto, entonces muy vivo, de musicar uno de sus poemas. Aquello era más grande que la vida, porque el exilio era ya gravitatorio, se hablaba más de España fuera de ella y había unos oasis muy pequeños, visibles y fulgentes, también en Madrid, como el Café Oliver en Madrid y todavía el Gijón, que vivía el canto del cisne más espectral y rítmico, antes de convertirse en un museo.
Hoy todo se transita en el museo, pero abriendo Los escenarios de la memoria uno se reencuentra con un mundo que ahora apenas vive en los poemas de Gabriel Ferrater. Carlos Barral, mientras, procura que su barba se mantenga cuidadosamente recortada. Ungaretti contempla el mar Mediterráneo en un barco invisible que navega de Sitges a Alejandría, y otra vez a Sitges, como si Ítaca fuera el bamboleo del mar. Rafael Alberti en la URSS no se cree su propio personaje, Josep Pla nos cae algo antipático y Aranguren parece un tipo abrigado por los libros y una conversación que se nutre a sí misma a lo largo de años, siempre que no interrumpan por teléfono. Pere Gimferrer es director y guionista, pero también estrella fulgurante de una película en blanco y negro que nos lleva a su casa, hace más o menos treinta años, convertida en guarida para una iniciación, libresca, sobre su propio mito, y Mercé Rodoreda nos mira desde la eternidad de un piso minúsculo en Ginebra, cuyas sombras la envuelven por la noche.
No he pisado jamás esos escenarios, pero tras leerte descubro que acabo de terminar mi última ginebra en Boccaccio. No tengo prisa. Tomaré una última copa. Abrazos.
ResponderEliminarJosé Luis, siempre hay tiempo mientras dure la noche.
ResponderEliminarOtro abrazo!