Quizá lo conocemos más ahora, cuando se ha disipado ya su imagen de mártir fragilísimo al final. Quizá lo imaginábamos algo más amigo de Federico García Lorca, pero ahora conocemos su relación fraterna con Vicente Aleixandre o su filiación brumosa con el mundo selvático de Pablo Neruda. Sabemos, en suma, muchas otras cosas de Miguel Hernández que durante muchos años han permanecido ocultas y enterradas: como su propia vida, como su misma obra, fuera de cuatro tópicos repetidos hasta la extenuación. Quizá haya interesado una simplificación de su imagen pública, como pudimos ver en aquella serie de televisión, simplista hasta el delirio. Quizá haya interesado ofrecer un perfil en bajorrelieve y sin aristas, sin esa evolución proteica y decidida que en apenas ocho años, entre 1931 y 39, fue el mayor crecimiento, en menor tiempo, de la poesía española, para dejar al poeta dentro de la trinchera en la que tan heroicamente militó. Así ha permanecido, declamando junto a sus compañeros, enfangado de sangre y de metralla, para quedarse en estampa militante.
A recuperar a Miguel Hernández, que ha protagonizado un centenario para alzarlo a su verdadera dimensión, ha contribuido especialmente una biografía portentosa, por lo que tiene de investigación pulcra y sin prejuicios, indagadora del hombre y no del personaje, del escritor y no de cualquier máscara, de José Luis Ferris, titulada Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta. También se han vuelto a publicar unas obras completas y varias antologías. Todo contribuye a iluminar el camino de regreso de Miguel Hernández, que es una latitud sentimental, hasta la actualidad poética. Ha sido siempre esa voz de la herida, una herida abierta que sólo cicatriza en el poema. Porque allá al fondo, detrás del retrato, Miguel Hernández era un gran desconocido.
El viaje de un escritor no acaba nunca. Ahora parece, por fin, que empieza no tanto a ser leído –lo fue siempre-, sino sobre todo bien leído. No es que no haya tenido habitualmente lectores de mucha calidad: fue alabado públicamente por Juan Ramón Jiménez, que ya era mucho, y suscitó la escucha más sentida de Vicente Aleixandre, del mismo modo que ahora ha concitado el estudio pormenorizado de especialistas como Jorge Urrutia y el propio Ferris. A Miguel Hernández, entonces, se le ha leído siempre y siempre bien; pero quizá hasta la celebración de este centenario unas cuantas claves de su obra, y de su evolución proteica en menos de una década, no ha estado tan al alcance de la generalidad lectora. Ya sabemos que hablando de poesía, lo hacemos de “una inmensa minoría”, aunque incluso esa minoría no siempre ha estado libre de caer en unos tópicos muy superficiales, sí, pero grabados con un hierro candente sobre toda la obra de este hombre, como si la serenidad viril de ese bello retrato a carboncillo, que le hiciera en la cárcel Antonio Buero Vallejo, poliédrico y de pómulos marcados, con los ojos henchidos de la vida más alta del final, hubiera estado desde entonces condenado a encarnar su versión más folclorista.
No es que en los centenarios necesariamente se tengan que decir cosas interesantes: en ocasiones no son necesarias, como en el caso de Lorca, del que está dicho todo, y el resto es un silencio luminoso. Sin embargo, quizá Miguel Hernández sí necesitaba una nueva autopsia no sólo poética, sino también vital, con la mirada limpia de cochambres populistas.
Fue muy humilde, sí, pero no pobre. Antes de retirarse al monte con las cabras, había aprovechado diez años de instrucción primaria que no estaban al alcance, entonces, de la mayoría de los niños. Alma pura, sí, pero buscó, de manera legítima y con cierto desespero, como aparece en su correspondencia, el ascenso social del reconocimiento, sabedor como era del talento y la densidad que iba ganando a un tiempo cada vez más esquivo con su vida. Pastor-poeta, sí, pero poeta esencialmente, una esponja que aprehendió la mejor enseñanza de un ultra-católico como Ramón Sijé, y cruzó al tiempo el río gramatical de Góngora, para pasar luego al bosque invertebrado de Neruda y a lo neo-popular preciosista.
Así, hay una inteligencia primera en la poesía de Miguel Hernández que es hija directa de su sensatez, pero también de una honestidad vital. Es la naturaleza razonable, o el uso verdadero de su simbología poética. Así, tras Perito en lunas, su prometedor primer libro, en el que pondría el poeta tantas esperanzas, quizá una de las críticas más acertadas se debe a Pedro Pérez-Cloret, en Isla, de Cádiz, cuando, en palabras de Ferris, emplea “una cita de Goethe que revela la intencionalidad de la obra, esto es, el uso de la realidad no como modelo a imitar, sino como una vaga referencia”. La cita de Goethe es la siguiente: “Tened en cuenta la realidad, pero apoyad en ella un solo pie”. El detalle resulta significativo en atención a sus logros finales, esa fusión clara entre el impecable vigor lírico y su transparencia popular.
Cuando Miguel Hernández da a imprenta su Perito en lunas, ya es un experto en Góngora, a quien ha leído bien. También conoce sobradamente la mejor poesía de su tiempo y se ha declarado admirador, entre sus íntimos de Orihuela y también en su primera aventura en Madrid, de Rubén Darío y los poetas del 27, encabezados por García Lorca.
Habría sido muy fácil para Hernández incurrir en el plagio lateral, en una imitación de las formas leídas, dado su deseo de ocupar un lugar merecido entre los poetas de su edad, o no mucho mayores que él. Sin embargo, Miguel Hernández sólo se apropia del oficio, de la adecuada técnica compositiva, porque ya tiene dentro el ritmo y la respiración. Porque los materiales que utiliza, esa naturaleza razonable, le pertenece íntegramente. Es, digámoslo así, un material real, y no poético. Ésta es una grandeza más en la poesía de Miguel Hernández: es dueño de los materiales que usa, que en otros escritores, también en sus días, eran únicamente un asunto poético.
Pero no en Miguel. Su pie en la realidad, según la frase de Goethe, está apoyado no sólo con fuerza, sino con conocimiento. Por eso es “una vaga referencia”, porque no se alardea de lo que se posee: ya tiene la belleza, pero su manera de nombrarla es suya enteramente. Así evolucionó, en apenas diez años, lo equivalente a cualquier escritor sólido en una vida larga. Muerto a los 31, ha sido nuestro gran poeta joven.
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ResponderEliminarEra muy joven cuando descubrí a Miguel Hernández. Fue una lectura iniciática; autodidacta y limpia (compañera del alma tan temprana) de un andaluz de Jaén (aunque ni aceitunero ni altivo) que también quiso llamarse "Barro" (porque Miguel me llamo).
ResponderEliminarRazones -como ves- de peso para que me haya gustado tanto tu magnífico artículo:
"Hoy estoy sin saber yo no sé cómo..."
Gracias por escribir tan bien, amigo.
Un abrazo
Ya esperaba yo una semblanza, como esta, de Miguel Hernandez. En este año tan importante para su reconocimiento definitivo, este artículo me parece equilibrado y a la altura del poeta del que se trata.
ResponderEliminarMi elogio y agradecimiento.
Un abrazo.
Miguel, gracias a ti siempre por la compañía. Por cierto me gustó mucho tu último poema. Perfecto, acabo de entrar en tu Blog, que es como una casa abierta con la música exacta. Bienvenido al territorio Felton, y un abrazo!
ResponderEliminarHace años en el homenaje póstumo que le dieron a mi padre, su amigo el también fallecido dramaturgo Martín Recuerda leyó la elegía a Ramón Sijé, tal vez uno de los más bellos poemas jamás escritos, siempre mantendré en mi memoria las palabras del poeta.
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