La imagen se recrea suspendida en el aire, con el caparazón de un cuerpo inerme apenas sostenido por un arnés colgante agitado en el viento. La imagen se arrodilla con los brazos extendidos, sosteniendo los libros que ya no podrá leer, la imagen se contempla en su espejo desnudo, incluso mira al frente, duerme, piensa, el eco indescifrable de ilusiones secretas, de pensamientos dichos en idiomas ignotos, en esa geografía de los cuerpos fundados en las nuevas realidades de millares de mundos concebidos desde una recreación en un idioma que va desmenuzando los recuerdos.
La imagen es el cuerpo de un hombre vigoroso, pero anciano. La imagen es aquella silueta que ya se pudo ver en la estación ferroviaria de Córdoba, la de un ajedrecista apoyado, silente, en el vacío, mientras jugaba su partida infinita quizá contra su propia claridad, ese adversario opaco de memorias que va ganando peso en transparencia, que se va adelgazando hasta acabar siendo los retazos de una sombra, el suspiro más apergaminado de una voz, un nombre que no tiene ya ni nombre. Aquella escultura, que saludaba a los viajeros de AVE que llegaban de Sevilla o de Madrid hace pocos años, era obra de José Manuel Belmonte, uno de los creadores más geniales, y con más carga humanista, que tiene Córdoba hoy. La obra de Belmonte, que ha recorrido casi medio mundo para quedarse, luego, expuesta en el otro medio, no siempre ha sido comprendida en Córdoba. Sin embargo los pliegues de sus cuerpos, sus miradas perdidas aledañas, como aquellos primeros hombres pájaro que parecían salidos de las historias primigenias de Flash Gordon, como si un nuevo Alex Raymond escultor se hubiera decidido a reinventarse en la mitología clásica, ya dieron una dimensión onírica a un proyecto que tiene siempre el hombre como fin y punto de partida, como una redención que muestra así su origen en la propia carencia, en el extravío de uno mismo.
Ha presentado, en el Patio Barroco de la Diputación de Córdoba, su nueva colección: El recreo de los ausentes, protagonizada por un grupo escultórico que es una alegoría del alzheimer, la demencia senil, ese estado puro y esencial que alcanzan esos cuerpos cuando están todavía dotados para la vida, aunque sus mentes, sus espíritus, sus hálitos internos, ya se han adentrado en otra vida; pero no la muerte especialmente, sino otra latitud, paralela quizá, donde el infantilismo puede incluso llegar a ser el resultado de la mayor depuración vital. Es difícil tratar de explicar una escultura, sobre todo con la intención moral que hay siempre en Belmonte, suavizada por la cualidad estética de hilar la sugerencia corporal. En esa misma ausencia se origina parte de la mejor poesía de Juana Castro, y también varios poemas muy hermosos de Matilde Cabello. Pasemos al recreo de los ausentes, a su escultura poética.
La imagen es el cuerpo de un hombre vigoroso, pero anciano. La imagen es aquella silueta que ya se pudo ver en la estación ferroviaria de Córdoba, la de un ajedrecista apoyado, silente, en el vacío, mientras jugaba su partida infinita quizá contra su propia claridad, ese adversario opaco de memorias que va ganando peso en transparencia, que se va adelgazando hasta acabar siendo los retazos de una sombra, el suspiro más apergaminado de una voz, un nombre que no tiene ya ni nombre. Aquella escultura, que saludaba a los viajeros de AVE que llegaban de Sevilla o de Madrid hace pocos años, era obra de José Manuel Belmonte, uno de los creadores más geniales, y con más carga humanista, que tiene Córdoba hoy. La obra de Belmonte, que ha recorrido casi medio mundo para quedarse, luego, expuesta en el otro medio, no siempre ha sido comprendida en Córdoba. Sin embargo los pliegues de sus cuerpos, sus miradas perdidas aledañas, como aquellos primeros hombres pájaro que parecían salidos de las historias primigenias de Flash Gordon, como si un nuevo Alex Raymond escultor se hubiera decidido a reinventarse en la mitología clásica, ya dieron una dimensión onírica a un proyecto que tiene siempre el hombre como fin y punto de partida, como una redención que muestra así su origen en la propia carencia, en el extravío de uno mismo.
Ha presentado, en el Patio Barroco de la Diputación de Córdoba, su nueva colección: El recreo de los ausentes, protagonizada por un grupo escultórico que es una alegoría del alzheimer, la demencia senil, ese estado puro y esencial que alcanzan esos cuerpos cuando están todavía dotados para la vida, aunque sus mentes, sus espíritus, sus hálitos internos, ya se han adentrado en otra vida; pero no la muerte especialmente, sino otra latitud, paralela quizá, donde el infantilismo puede incluso llegar a ser el resultado de la mayor depuración vital. Es difícil tratar de explicar una escultura, sobre todo con la intención moral que hay siempre en Belmonte, suavizada por la cualidad estética de hilar la sugerencia corporal. En esa misma ausencia se origina parte de la mejor poesía de Juana Castro, y también varios poemas muy hermosos de Matilde Cabello. Pasemos al recreo de los ausentes, a su escultura poética.
Que envidia no poder estar en Córdoba para disfrutar de esa maravillosa Exposición, ¡Qué capacidad para capturar similitudes! "hombres pájaro que parecían salidos de las historias primigenias de Flash Gordon" ¡Me encanta esto!
ResponderEliminarPor cierto, espero ver a Felton esta noche, ¿no?
Un abrazo.
¡¡Que suerte!!Estaré cerquita de Córdoba, en Montilla, disfrutando de su vinito, un buen platito de sarmorejo acompañado con unas riquísimas alcachofas a la montillana...
ResponderEliminarAsí que, sin dudarlo, terminaré el día disfrutando de la que parece, según describes tan bien, una maravillosa exposición.
Gracias por la recomendación.
Un beso, cuídate