Sus ojos contenían la sangre del ocaso. Hizo tantas películas en vida, desde esa infancia frágil vulnerable a los focos, que apenas tuvo tiempo de aprender a actuar. Sin embargo, siempre tenía su propia vida abierta como un álbum de fotos, con variaciones hacia la compasión y el dolor. De hecho sus mejores amigos masculinos, con los que cualquier affaire sólo era posible en la ficción, eran íntimamente susceptibles de inspirar dolor y compasión: no sólo Rock Hudson y también Michael Jackson, sino además Monty Clift, antes y después del accidente que le desfiguró la cara.
Fue verdaderamente el personaje que encarnó en La gata sobre el tejado de cinc, esa mujer brava de una carnosidad intelectual, de una viveza plena y desbordante que en el cine resulta incomprensible: porque nadie se explica que Paul Newman pueda rechazarla, únicamente, porque echa mucho de menos a un amigo. Se entiende más en la obra de Tennesee Williams, donde la homosexualidad es un tema tangible, pero nada en el cine: sin embargo, pese a la incomprensión de su marido, ahí esta siempre Maggie/La gata, cortejando a Brick/Paul Newman, mientras recibía la noticia de que su marido por aquel entonces, Mike Todd, había muerto en un accidente de avión. Ella se volcó en el personaje, renació más turgente y más real para abrasar, explosiva, toda la película.
Seguramente nunca como entonces fue Elizabeth Taylor la expresión clara, pulcra y oceánica, a la sombra de cualquier crepúsculo, que llevaba latente bajo su cuerpo frágil. Un cuerpo que la ha llevado, tras muchas operaciones, a sobrevivir a uno de sus mejores glosadores hispánicos, Terenci Moix, que tanto disfrutaba escribiendo acerca del rodaje de Cleopatra. Imaginamos las escapadas de los dos, de Liz Taylor y Richard Burton, a moteles de Hollywood en las pausas del rodaje, que ellos convertían luego en días de fuga dejando atrás a los ayudantes de los productores, que seguían su rastro por toda la ciudad, volviendo loco al pobre Joseph Mankiewicz.
Hasta leyendo No digas que fue un sueño, uno veía más los rostros de Burton y de Taylor que a Marco Antonio y Cleopatra. Rodaron catorce películas, más la gran película vivida por los espectadores que asistían a sus divorcios y sus reconciliaciones como un eco mundano en el que el cine se volvía turbio y poroso. Hace varios meses murió Jane Russel, que también fue grande del cine, pero por menos tiempo -aunque sólo sea por la pelea que entabló Howard Hughes con la censura por defender su busto en El bandido-, pero fue una estrella mucho más momentánea.
Liz Taylor, que ha vivido luego más años que Terenci, parecía que no iba a morir nunca. Ahora sólo nos queda Robert Redford, pero ya es el emblema de otra época: el Hollywood dorado, Sunset Boulevard, ha muerto para siempre.
Un flipe de mirada de mujer; un flipe de prosa...
ResponderEliminarOceánica mirada, en su interior se contemplan las pirámides junto al Nilo.
ResponderEliminarExtraordinario legado el que dejas, Joaquin. Terenci te contempla con orgullo desde el cielo.
Un abrazo
Luis, Siroco, sois estupendos. Muchas gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarUn abrazo grande!