Acaba el curso y cierran las heridas de una dimensión crepuscular. Es, en ocasiones, lo que parece ir viviendo la enseñanza: un crepúsculo suave, pero también violento, en el ojo quebrado de la mirada pública. Desde todos los puntos de vista, la labor del maestro se cuestiona: sobre todo, tras el Informe Pisa, que nos ha colocado en nuestro propio lugar. Cuando la cuenta de resultados arroja un saldo tan negativo, se necesita alguien a quien poder echar esa cuenta encima, y para eso, como para tantas cosas, nadie mejor que el maestro.
Sin embargo, si atendemos a las condiciones en que se enseña hoy, encontramos riesgos de serios desajustes en la serie trenzada de pactos consensuados que han hecho posible la enseñanza, a saber: entre el maestro y el Estado, a través de los planes de educación; entre el maestro y los padres, en virtud de una fe de confianza recíproca orientada al crecimiento del alumno; entre el maestro, claro está, y ese mismo alumno, en una relación de respeto recíproco, pero también de la imprescindible sumisión intelectual hacia la figura que detenta un saber ancestral; y, por supuesto, entre el maestro y el resto de la comunidad educativa, empezando por los inspectores y acabando también consigo mismo, porque la fe más férrea también puede caer.
Todos estos pactos, todos estos contratos tácitamente admitidos durante generaciones, hoy están en serio peligro de extinción, si no se han extinguido ya, porque la crisis singular de la enseñanza dentro de la crisis, de manera indirecta, se ha achacado al maestro, como se suele hacer, y el maestro está más sólo que nunca ante el peligro. A veces tengo la impresión de que lo único que necesitan los maestros es que les dejen, sencillamente, trabajar. Es una profesión tan vocacional como la propia escritura, y la pasión que surge de mirar el mundo apenas reflejado en la pizarra sólo puede explicarse en una clase, asistiendo a la vida y la fascinación en los ojos de un niño.
Pero claro, si desde los distintos ejecutivos cada uno hace una nueva ley educativa, nos cargamos el criterio de continuidad en la progresión de la enseñanza; si los padres piensan en la escuela más como una residencia que puede mantener ocupada la vida de sus hijos no sólo durante las horas lectivas, sino todas las horas si de ellos dependiera, y además los alumnos no han sido educados, desde casa, en el respeto hacia la persona adulta y, en concreto, hacia la veneración por el misterio de cualquier aprendizaje, y los padres les dejan pasar las horas muertas viendo cualquiera de los programas cochambrosos, luego cómo va a llegar cualquier pobre maestro a explicarles el mundo, con su verdad menuda y transparente.
Siendo como soy hijo y nieto de maestros, te doy mi apoyo en todos los extremos expuestos. El misterio del aprendizaje, la seducción y el encanto de la enseñanza se empeñan en destruirlos. Gracias Joaquin por éste alegato en defensa de la calidad de la enseñanza pública.
ResponderEliminarGracias a ti, Siroco. Esto nos acerca aún más, porque también yo soy, en mi caso, hijo y nieto de maestras. Un abrazo fuerte!
ResponderEliminarEl informe Pisa es la torre inclinada de los despropósitos que amenaza con caer sobre nuestras cabezas. Mientras tanto, como decía Sabina en la gran entrevista que le hizo Millás en Conversaciones Secretas, el personal alardea de su analfabetismo belenestebanista con ese nuevo opio del pueblo que es la vomitiva televisión basura.
ResponderEliminarPues bien, Joaquín, con el bagaje de 39 años "repitiendo curso" por las aulas andaluzas, este maestro recién jubilado sólo quiere decirte emocionadamente: ¡GRACIAS!.
Un abrazo