En los últimos días, hablaba sobre todo de Madrid. Soñaba con volver, pero esperaba que antes fueran a verle a París sus amigos, para hablar de nuevo un poco de español. Madrid ya apenas tiene que ver con la ciudad plomiza y tabernera que le vio nacer en 1923, ni tampoco con la que vivió treinta años después, cuando regresó con otro nombre bajo su militancia comunista, ni tampoco exactamente con aquella que abandonó cuando fue destituido como ministro de Cultura en el segundo Gobierno socialista de Felipe González, allá por 1991. Madrid, como ciudad, ya no existía para Jorge Semprún, y tampoco para Federico Sánchez ni la sombra alargada del escritor-político que no encontró su espacio ni en un país ni en el otro, ni en Francia por español ni en España por gabacho, pero que sí encontró en la lengua, mixturada en matices, el vehículo ideal para dar testimonio de la Europa terrible a la que le tocó sobrevivir.
Como en el caso de la muerte reciente de Ernesto Sábato, no es la columna el mejor lugar –ni mucho menos la extensión ideal- para entrar en la obra de un autor. Sin embargo, sí podría apuntar los libros que prefiero de Semprún: La segunda muerte de Ramón Mercader y Autobiografía de Federico Sánchez seguramente son dos de las más logradas, Federico Sánchez se despide de ustedes su libro más insólito –confesiones de un ex ministro con filtro literario- y también Adiós, luz de veranos, esa elegía de una juventud aventurada apenas después de la primera adolescencia. Jorge Semprún se ha pasado la vida diciendo adiós a la luz de los veranos, y después de ser liberado, con apenas 22 años, del campo de exterminio de Buchenwald –al que fue condenado por ser miembro de la Resistencia en París-, tuvo que elegir entre La escritura o la vida –otro de sus títulos- y escogió la vida para escribir más tarde, y no pegarse un tiro ante el horror: 44.904, su número de piel y su otro nombre, dieciséis meses en mitad del infierno.
Trabajó como traductor para la Unesco y renunció cuando la ONU reconoció la dictadura de Franco. Fue miembro del Comité Central del PCE hasta el 64, cuando Santiago Carrillo le expulsó de un partido que Semprún veía abocado a la regeneración. Él había comprendido lo que ya supo Stefan Zweig: que ninguna Europa será nunca posible, ni tampoco ninguna ideología, si se funda en el totalitarismo. Así condenó a ETA varias veces y a su tiro en la nuca, que le era demasiado familiar porque lo había visto de frente, con otros uniformes y el mismo resultado. Ha muerto en su estudio de París, rodeado de libros y maletas. Decía que con él se perdía la memoria del olor a la carne quemada de los campos.
No sé si la columna será o no el mejor lugar, pero este escrito es una síntesis perfecta de la figura y de la trayectoria de este gran hombre. El espacio y el tiempo cruzándose en el centro de las coordenadas literarias y biográficas del personaje.
ResponderEliminarAyer vi en Canal+ su sobrecogedor Epílogo, el testamento de una entrevista que él sabía que no iba a ver. Semprún por siempre.
Te felicito, Joaquín, por tu columna.
Un abrazo
Muchas gracias Miguel!
ResponderEliminarJoaquín. Yo solo conozco "fragmentos" de Semprún. Gracias por ayudarme a descubrirlo un poco más. Un fuerte abrazo. Alfonso
ResponderEliminarHola Alfonso! Yo lo descubrí sólo hace cuatro años. Tuve oportunidad de conocerle en Gijón, durante una Semana Negra, y también de escuchar su conferencia. Me entusiasmó y comencé a leerlo.
ResponderEliminarUn abrazo!