miércoles, 29 de junio de 2011

Córdoba: una ruta poética


A Rodolfo Serrano, cordobés de La Latina


Las rutas literarias cordobesas son una precisión sobre el silencio. Sea cual sea el inicio que se escoja, ya sea la Puerta de Almodóvar o la de Sevilla, o la Puerta del Puente, equidistante entre la Torre de la Calahorra y la Mezquita, todo un paraíso azul cobalto en un atardecer, o la Posada del Potro, en la que una vez durmió Cervantes, la geografía es tan vasta y tan pequeña, tan irreconocible y tan cercana, tan esquiva y cambiante, como cualquier lienzo de Romero de Torres, con ese vaho fijo de abandono que nos cuenta una historia siempre al final del cuadro, detrás de lo inmediato. En Córdoba, lo inmediato es el riesgo de una pérdida, porque a la belleza conocida de la Judería, con los jardines del Alcázar o la exactitud cortante de sus calles, anudadas por hambre de humedad y una promesa tibia de luz en los balcones, resulta tan imposible resistirse desde cualquier mirada abarcadora que luego quedan libres otros trazos, quizá estampas pequeñas de esta novela en marcha sobre un secreto grave, sobre melancolía y tiniebla, sobre un dolor dormido, que siempre ha ido escribiendo esta ciudad.

Las referencias son interminables, desde el “excelso muro, oh torres coronadas” de Luis de Góngora, que hoy se puede leer frente a la Calahorra, al otro lado del puente romano, a la esencia más preciada de la Canción del jinete lorquiana, con tanto peso en el ánimo de la ciudad, como naturaleza y conciencia crítica: “Córdoba. Lejana y sola”, o su romance San Rafael: “Blanda Córdoba de juncos. Córdoba de arquitectura”. La presencia del río Guadalquivir, quizá como distancia que recorta una arquitectura del silencio, que es también conciencia de juncos amparados por las sombras, por una ausencia súbita.

Sin embargo, aunque la presencia de Córdoba en la poesía tiene sangre ocre de crepúsculo, de esa vista del río con la Mezquita recortada como un palacio extraño del invierno, es el amanecer lo que nos trae su expresión más vivaz, y más recóndita, y más desconocida por la geografía oficial. Lo supo ver, en Elegías de Sandua, Ricardo Molina: “Amanece en las calles. Córdoba se despierta. / Ya es de día. Te amo”, que es también pulsión del cromatismo en los famosos patios cordobeses. De nuevo Molina: “El patio oye el suspiro de otros días en sus arcos”. Se hace más amable comprender la sentimentalidad de una ciudad que es capaz de cuidar hasta el detalle esa plasticidad de las macetas, su predisposición al aire, su ocultamiento cíclico, sólo para esperar un mes del año en que todas las puertas se abrirán y todos los portales serán un paso lúdico, una aproximación a un ruido de agua.

Córdoba se oculta todo el año para aparecer durante un mes. Pero ocurre con mayo como con los lugares más reconocibles de la ciudad: que suelen ser las plazas menos transitadas, como los meses menos concurridos, un descubrimiento inesperado y una plenitud. Así, una vez visitadas las rutas conocidas, podemos dejar atrás la Judería más ribereña y subir desde la Filmoteca de Andalucía, dirigida hoy por el poeta Pablo García Casado, pasando por la Facultad de Filosofía y Letras y subiendo después hasta la Plaza de la Trinidad, donde de nuevo Góngora saluda con una pulcritud de estatua viva. Luego, dejando a un lado Las Tendillas, podemos encontrar la Plaza de la Compañía, donde una vez brilló una librería que fue lugar de encuentro de todos los escritores cordobeses actuales, y también foráneos: se trata, o se trataba, de Anaquel, la vieja librería de Paco Liso, heredera consciente de una tradición cada vez más difícil, junto a la cerveza del Mestizo.

Llegar hasta la Plaza de San Miguel y entrar en la Taberna El Pisto es una conciencia literaria: especialmente, si doblando una esquina que nos llevaría hasta la Taberna Góngora nos encontramos con Pablo García Baena, con toda una expresión romanizada, de senador emérito, camino ya de cierta beatitud. Es en la poesía de García Baena donde nos es más fácil vislumbrar una Córdoba oculta a la visible: sólo hace falta leer su poema El río de Córdoba. Bajar la calle Claudio Marcelo, con esa columnata romana alzada sobre el cielo insostenible, es atisbar también la Córdoba secreta, con un bar que podría haber sido escenario de El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina: el Jazz Café, y una taberna como Salinas, en la que una vez estuvo García Lorca poco después de pasar por Las Beatillas, en la Plaza de San Agustín. Es en San Agustín, como en San Lorenzo o San Andrés, como en Las Ollerías, cuando la ruta literaria se convierte en verdad poética.

5 comentarios:

  1. Córdoba poesía siempre, hasta las últimas habitaciones de la sangre. Y hoy me muero por volver ;) Cómo anda vuecencia, hermano en barras? Te envié un correo hace semanas, por cierto; te llegó? Espero que esté todo en su sitio, encajándose. Un fuerte abrazo

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  2. Que lujo tenerte como guia de una ciudad tan mágica y sorprendente, gracias Joaquin.

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  3. Ciudad que nos habitas
    Origen de los hijos que engendré
    Río abajo en sus orillas
    Dédalo de tus calles donde se pierde el tiempo
    Olvidado por viajeros errantes
    Buscadores de pasos seculares
    Andados sobre alfombras de silencio.



    Un paseo compartido, Joaquín.

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  4. Rodolfo, qué paseo tan largo hemos dado por Córdoba, casi siempre fuera de ella; Miguel, yo también voy buscando los pasos seculares; Siroco, qué alegría encontrarte siempre; y Miguel Ángel, que haces buenos a amigos cantautores, otra vez en el Kafka, rue de Laeken, echándote de menos. Por cierto, ¿sabías que tienen los mejores whiskies del mundo?

    Un abrazo grande!

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