Me gusta del personaje, y también de la autora, y de todos sus textos, que no pretenden nada, que no van a impostar nada, sino que son, directamente. Es lo que ocurrió con el Premio Cervantes. Cualquier otro se habría manifestado más taimadamente, habría dicho no esperar el premio, o quizá habría amagado con el habitual recurso de restarle importancia, por si luego no ocurre. A mí me encantó Ana María, en las entrevistas anteriores, admitiendo abiertamente que ganar el Cervantes le hacía mucha ilusión, porque ya le tocaba, igual que cuando ha dicho que la noche de antes no ha podido dormir. Todo esto tiene mucho de juventud vital, de una ingenuidad dulce y suave en la mirada niña que luce la escritora, ahora tan feliz, como merece. Ella admitió antes lo que ningún otro habría admitido: que prefería ganarlo, que deseaba ganarlo, como fue.
Toda la construcción de La torre vigía, Aranmanoth y Olvidado rey Gudú, es la recreación mítica y gustosa, misteriosa y onírica, de un tiempo perdido poetizado, es la mejor fiesta deseable de una narrativa de la imaginación. Hay, claro, muchas novelas más, que son nuestra lectura de los libros de texto desde hace muchos años: Primera memoria, Los Abel, Los hijos muertos… Pero si algo distingue a esta escritora, con su vida difícil, sus oscuros silencios, es la chispa limpia de los ojos, que luego se traduce al escribir en entusiasmo libre. Fabular, fabular, para contar el mundo verdadero: el dolor, la maldad, la miseria, pero también la luz del telúrico asombro. Merecido el Cervantes, mejor tarde que nunca, a una de las escritoras más brillantemente quijotescas que hoy tiene el idioma. Su premio es escribir, pero el nuestro es leerla.
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