jueves, 10 de febrero de 2011

Curzio Malaparte, su bandera de piel


Leer ahora La piel, de Curzio Malaparte, asistir al abismo de la depravación crecida en la derrota y las aristas del hambre, sin dejar la novela a la mitad, tiene un componente duro de autocrítica. Asistir al derrumbe de Nápoles en la Segunda Guerra Mundial, cuando llegan los aliados y la venta de niños se convierte en la actividad menos perniciosa de la vida, con esa extraña peste ya extendida por todos los suburbios de una Europa que yace denigrada por sus propias matanzas, es un enfrentamiento con nuestras últimas sombras: y sin demarcaciones literarias, porque puede leerse, al mismo tiempo, como una confrontación con nuestros peores miedos, porque aún son posibles.

Es novela de guerra desde el bando vencido –esos mismos soldados italianos que han estado combatiendo, hasta hace poco, al lado del ejército alemán, y que en el último momento han cambiado de filas para integrarse en las tropas estadounidenses: esos soldados altos y aseados que caminan por las ruinas de Europa para liberarlas de sí mismas, atravesando el fango sin mancharse las botas, con esa bondad fuerte sin historia-, pero no en un discurso exculpatorio, sino más bien todo lo contrario: así, Malaparte asume su propia carga histórica, pero también entiende que su pueblo, esa vieja Europa de entreguerras, venida de los césares romanos, halla la dignidad no del derrotado -otra figura literaria y moral-, sino aquella que acepta su propia compasión.

Sin embargo, en una realidad dantesca sin círculos, cielo ni purgatorio, la belleza lasciva del paisaje sigue conmoviendo a cualquier víctima, y Curzio Malaparte se pregunta, y nos pregunta a un tiempo, cómo es posible que la vida siga saliendo al paso de su propia barbarie, siga sobreviviendo a pesar del esfuerzo del hombre por matarse:

“Estaba atardeciendo y el mar se volvía poco a poco del color del vino, que es el color del mar en Homero. Sin embargo, más allá, entre Sorrento y Capri, las aguas y las altas riberas escarpadas y los montes y las sombras de los montes se encendían lentamente con un vivo color de coral, como si las selvas de corales que cubren el fondo del golfo emergieran lentas desde los abismos marinos, tiñendo el cielo con sus reflejos de sangre antigua. Los acantilados de Sorrento, abundantes en cítricos, se alzaban, lejanos, sobre el mar, como una dura franja de mármol verde que el sol muriente hendía al bies desde el horizonte opuesto con sus antiguos dardos, extrayendo así el resplandor dorado y cálido de las naranjas y el destello frío y plomizo de los limones.

Semejante a un hueso antiguo, roído y pulido por la lluvia y el viento, se erguía el Vesubio, solitario y desnudo en el inmenso cielo sin nubes, mientras se iluminaba poco a poco gracias a su secreta luz rosada, como si el fuego interior de sus entrañas se trasluciera en el duro caparazón de lava, pálida y reluciente como el marfil; hasta que la luna resquebrajó el borde del cráter como una cáscara de huevo y remontó, clara y extática, maravillosamente remota, sobre el azul abismo del ocaso. En el último horizonte se elevaban, casi como llevadas por el viento, las primeras sombras de la noche. Y ya fuese por la mágica transparencia lunar o por la fría crueldad de aquel abstracto y espectral paisaje, una tristeza delicada y efímera impregnaba aquella hora, la sospecha, casi, de una muerte feliz”.

Es la muerte de Italia, es la muerte también de los viejos valores, de toda una pericia de vivir en la contemplación aristocrática del mundo.

En La piel encontramos también El gatopardo, y Lampedusa, y Visconti. Pero también ese nuevo espíritu que, detrás de los escombros, conquistará el silencio. Esto no es una novela: es la vida con cada claroscuro, la presencia del mal con más dolor aún que en La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez. El humanismo entre ametralladoras. Y pasajes de Homero mientras caen toneladas de bombas. Un hombre es aplastado por un tanque, y ésa es nuestra bandera, su cuerpo hecho de piel hondeada en el viento.

Lo explica muy bien Jack, un estadounidense con sensibilidad de pompeyano:

-Daría toda la libertad de Europa por un vaso de cerveza helada.

3 comentarios:

  1. He disfrutado mucho de tu entrada que hoy nos regalas, de la intensidad de cada palabra, de una historia que, aunque nos parezca lejana y a muchos desconocida, fue parte de nosotros mismos, de nuestros abuelos y, tal y como van sucediendose los acontecimientos, quien nos dice que no volveremos a sentir ese miedo al semejante, al hombre, a sus armas, al sufrimiento, a la muerte...
    Siempre me pareció tremenda la II Guerra Mundial desgranada en la cotidianidad de quienes se atrevieron a mostrarnos los acontecimientos mas cercanamente, las muertes con nombres y apellidos, el sufirmiento de cada ciudad, de cada región.
    Es fácil poder documentarse de bandos aliados, de regiones conquistadas, de ciudades sometidas, pero es tan difícil digerir que en cada una de ellas, mujeres, hombres y niños perecieron, sufrieron en sus carnes el horror de una guerra, la metralla invadiendo sus vidas, el miedo al mañana...

    Me apasiona la historia, quizá por eso la estudié(qué tonterías suelo decir, jeje), pero ahora que tu rinconcito alimenta mi sed de historia, te recomiendo, si aún no has leído, "El Cruzado" - Stephen J. Rivelle, lejos de la edad contemporánea, te centra en la época de las cruzadas, a modo de diarío, el protagonista, va describiendo los más bellos paisajes a la vez que su evolución como persona y la nuestra como lectores. Para mí no tiene desperdicio.

    Gracias por este buen ratito, un besote enorme, cuídate

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  2. Gracias Clarita. Tomo nota de "El cruzado"... También a mí me preocupa que esos mismos miedos puedan volverse tangibles otra vez, que estén tan a la vuelta de la esquina´.

    Beso grande,

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