martes, 15 de febrero de 2011

Salvador Gutiérrez Solís y el orden de la memoria


El tiempo es la medida vital del novelista, es su piel y es su capital. El tiempo, tiempo, es el cartucho seco en una bandolera, el aquilatamiento de un disparo antes de susurrar el toque del gatillo. El tiempo es el espacio entre la mirada y el gatillo, es una densidad que una vez firme ya no necesita las palabras. Tiempo es lo que tiene Eloy Granero, el protagonista de esta novela de Salvador Gutiérrez Solís, que es una lectura fina y minuciosa para cualquier verano. Le leí por primera vez en el Hotel Atlántico de Cádiz, en la terraza abierta sobre el césped con el piano de fondo, y he vuelto a hacerlo en Bruselas, porque algo o mucho hay, en El orden de la memoria, de regreso al lugar del crimen.

El orden de la memoria se titula la novela, orden como la de un álbum fotográfico con las instantáneas de una vida, orden alterado por esa lucidez que da el vacío, orden de un hombre con tiempo que está fuera del tiempo, que es un espectador aburrido de su propia vida pública al frente de una cadena de grandes almacenes; porque, su vida interior, de pericia psicópata y sangrienta como la del estrangulador de Boston, es su rabia torcida ante la negación de un tiempo propio.

¿Quién es dueño, realmente, de su tiempo? No lo es desde luego Eloy Granero, ni muchos de los lectores de estas líneas o de El orden de la memoria. ¿Quién puede, realmente, ordenar su memoria, acotar esas lindes, estructurar al fin su propia vida? Salvador Gutiérrez Solís lo ha conseguido en un relato exacto y bien trabado, con pulcritud de oficio y ambición psicológica, que también se coloca a la cabeza de una narrativa: porque esta novela habla del miedo y del horror, pero desde el miedo y el horror, no desde la disquisición ensayística, que adormece la historia, o desde el disparate surrealista de un efectismo atronador de ketchup. Así, por mucho que nos extrañe, también hay críticos con muy poco talento, y si para valorar una novela es necesario haber leído antes veinticuatro como calentamiento, entonces la novela no funciona o necesita una andamiaje excesivo.

La clave de toda esta reciente narrativa a cuya cabeza se ha situado ahora Salvador Gutiérrez Solís es hablar del miedo y del horror, de la vaciedad que da el exceso, sin que se evidencie esa intención, sin que la coartada sociológica trate de ocultar la necedad estilística. Es, claro, Don DeLillo, es Cosmópolis y El hombre del salto, y la fragmentación como respiración tradicional, pero no como ingenuidad renovadora. En otras palabras: verdadera modernidad y honradez narrativa que no requiere artificio teórico. El orden de la memoria es una gran novela de ahora mismo que se leerá bien siempre, es la precisión y es la sugerencia en el relato, esa sutileza que narra en los detalles de tantos personajes verdaderos pura vida cierta, una fotografía del desastre.

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