En De qué hablo cuando hablo de correr Haruki Murakami se refiere a esos novelistas que tienen que ir ganando fuerza muscular a base de constancia, cavando a pico y pala, hasta que un día se topan con un manantial. Si escribir tiene algo de trabajo pesado, por el trato con unos materiales de difícil manejo, ¿qué es lo que ocurre cuando todo ese trabajo artesanal, duro y continuo, es llevado a cabo, además de con fe, con un impresionante talento de por medio? Lo que ocurre es Leonardo Padura, y el manantial hallado ya no es únicamente una brillantez, sino una soledad de cima rutilante. Si algo había quedado claro antes en sus novelas policíacas era que Leonardo Padura dominaba ese andamiaje, sus armas de escritor, ese pico y pala de la construcción de un personaje y de sus situaciones, de un paisaje poroso y sensorial habitado durante la lectura, pero también cuando han pasado ya meses, y hasta años, desde que se cerró el libro. Ya en Adiós, Hemingway, toda esa destreza estaba al servicio de un reto mayor: la reconstrucción de un personaje conocido por todos, desde la admiración y el desencanto que cualquier lector de Hemingway ha experimentado alguna vez en su vida, y convencernos con verdadero oficio de escritor de que una nueva versión del personaje, y a la vez la de siempre, caminaba de nuevo por Finca Vigía esa última noche del disparo.
Pero ha sido con El hombre que amaba a los perros, centrada en las figuras de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, desde que empieza a convertirse en su ejecutor, y en el propio Liev Davídovich, desde el inicio del destierro que le conduciría hasta su muerte violenta en Coyoacán, cuando Leonardo Padura ha encontrado al final esa vía de agua esplendorosa a la que se refiere Murakami, que en el caso de Padura no queda reducida al gran talento que ya le conocíamos, sino que ha alcanzado una dimensión de magisterio colosal y potente, de una envergadura, sabiduría y pasión, perfil de personajes, de sus travesías y sus miedos, esas zozobras íntimas, secretas, que vuelve humana la Historia y sólo está al alcance de los grandes gigantes.
El hombre que amaba los perros es una novela gigante de personajes gigantes, que luego sin embargo resultan tan creíbles como la compasión y el dolor. La transformación de Mercader en su propia sombra histórica, la del asesino de Trotski, y su evolución posterior, décadas después del magnicidio, tratando de encontrar en sus ruinas un resto del muchacho que un día fue; la figura del propio León Trotski, crepuscular y desesperanzada, pero azuzada por la resistencia, el valor en la huida, e Iván, el narrador, cubano también represaliado por el comunismo de la isla, son sus tres planos alternantes, alimentados entre sí con ritmo y sugerencia instintiva de puzzle.
Los perros borzois, tan amados por Trotski y su asesino, aparecen esbeltos, elegantes, como la dignidad perdida del mundo tras la devastación de la máquina de exterminio estalinista en la guerra española, en Cuba y en sus purgas genocidas. La descripción de la intimidad familiar de Trotski, asediado y condenado a muerte en la distancia, repudiado por todas las naciones hasta que llega al México de Cárdenas, en Noruega, en Turquía o en la desolación de un vagón de tren paralizado por un temporal de nieve en medio de la estepa rusa, es magistral en todos sus matices. Investigación, ficción, ensayo y personajes tratados con una fina autopsia emocional: la novela total vive y respira como esos principescos galgos rusos.
Ya lo termine. Precioso y emocionante, amigo.
ResponderEliminarTomo nota para convertirlo en mi próxima aventura!¿quien podría resistirse con semejante recomendación?
ResponderEliminarPor cierto, "Las Ollerías" una obra magnífica, me ha encantado...Enhorabuena!!
Un besote y felíz semana.
Qué alegría, Rodolfo, que te haya gustado Leonardo Padura. Creo que "Adiós, Hemingway", te encantará.
ResponderEliminarClarita, ¡cuánto tiempo! Qué alegría que hayas paseado por los soportales de "Las Ollerías".
Un abrazo a los dos!