martes, 15 de marzo de 2011

Amparo Muñoz frente a su alfombra roja


Tenía una simpatía torrencial modulada en los ojos, un tierno entusiasmo de vivir. Hace más o menos tres años, cuando el Festival de Cine de Archidona le rindió un homenaje con el repaso de toda su filmografía, bajó las escaleras de aquella alfombra roja con la suave elegancia de una estrella que todavía conserva el brillo sostenido del tiempo. Durante aquella semana, en ese pueblo envuelto cada año en el celuloide del cine español, se volvieron a repasar las películas de Amparo Muñoz, irregulares muchas de ellas, algunas demasiado aferradas al marco de una época y unas pocas muy buenas, como Mamá cumple cien años, de Saura, y Familia, de Fernando León. Se sentía entonces bien, con ganas de celebrar la vida cotidiana que no aspira más que a la hora siguiente, como si la fortuna le hubiera regalado una segunda oportunidad. Quería, sobre todo, volver a trabajar: le daba igual en el teatro que en el cine, o la televisión. Porque, después de todos estos años, y de toda una vida con el precio muy alto, Amparo Muñoz se sentía actriz, y era en el escenario donde su verdadera luz podía renacer.

Amparo Muñoz, sin la alfombra roja, era una mujer ancha con la mirada limpia, que había vivido todo o casi todo y había sobrevivido no para contarlo, pero sí para sublimarlo en cada nuevo tiento de su vida. Después de la bella biografía, a modo de conversación dialogada con un lector invisible, escrita por el periodista Miguel Fernández –uno de los instigadores de aquel homenaje, que la hizo entonces tan feliz-, titulada La vida era el precio, la figura de Amparo Muñoz se había reposado en el inconsciente colectivo. Lejos habían quedado los episodios más difíciles, que supero ella sola, siempre con el apoyo familiar y unos cuantos amigos escogidos. Se vendió mucho de su vida o se intentó vender, y por eso esta biografía, amable y rigurosa, significó una dignificación no ya de ella, que no lo necesitaba -porque cada uno vive no tanto como quiere, sino también como puede-; pero sí del personaje público, que quedó barnizado con la pátina esbelta de una trayectoria marcada por la más salvaje libertad personal, con un verdadero canto de individualidad y de arrojo, pero también de una generosidad y una bondad íntima que la hizo ser querida casi tanto o más que su belleza.

Todos hemos soñado con Amparo Muñoz. Ella no querría ahora mismo, creo, ningún tipo de duelo. Seguramente propondría, si pudiera, una gran fiesta, una celebración de amigos muy cercanos, para brindar al menos por los momentos más hermosos de su vida, por esa brillantez de una mirada que sólo deseaba el bien ajeno. En Familia se vio lo extraordinaria actriz que fue, mientras la vida y las circunstancias le dejaron. Siempre será guapa.

2 comentarios:

  1. "Nada puede acabar con la belleza
    si es una plenitud del corazón".

    Tú lo has dicho.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Miguel, qué bueno fue verte en Córdoba, en esta riografía del encuentro. Gracias y un abrazo!

    ResponderEliminar