jueves, 3 de marzo de 2011

Luis García Berlanga y su poesía satírica de España


Murió Berlanga con la escopeta nacional cargada, con un palacio lleno de pasillos y fantasmas de sombras arabescas. Algo había expectante, de repliegue arabesco, en el trazado libre del cine de Berlanga, en el retorcimiento de unos tipos que eran también nosotros, pero ya envilecidos por la opresión de sombras humeantes. Se ve sólo siguiendo la maravillosa, bizarra y acendrada trilogía formada por La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III, que logra un gran dibujo diagonal no sólo del franquismo final y la democracia primeriza, sino también de un sustrato que es mucho más hondo que el pavimento histórico: nuestra naturaleza inconfesable, y demasiado evidente, con su barro de humor brutal y lírico, de sangrante betún, depredador al fin como ejercicio de un autorretrato con bisturí consciente, siempre humanamente divertido y dolorosamente lúcido, con una especie de certera elocuencia cervantina que ha sido tan difícil de llevar al cine, y que en Berlanga llega al quijotismo.

Berlanga ha conseguido hacer de su visión, con títulos que son cine de todos, un género literario denso y particular, que tiene la ventaja del dinamismo narrativo, de esa transparencia en las situaciones y los tipos, y al mismo tiempo nombra nuestra región más negra, más quemada. Quizá cuando se habla del gran cine español se alarga mucho la lista, y lo que hay, por singular, es Berlanga y su mundo, que ha tenido también continuadores y una sombra alargada, pero también certera en una acotación. Tenemos tan asimiladas películas como Bienvenido, Mr. Marshall, Calabuch, Plácido, El verdugo o La vaquilla, que han trascendido ya al propio Berlanga, que tienen su existencia abigarrada, extendida y latente, alejadas del surco de su autor. También hablando de autores, no se nombra a Berlanga sin recordar a Rafael Azcona, ese escritor hundido en bloques de cemento, con esa casa antigua de vecinos hacia un patio interior, que de pronto convierte la grisura en prodigio. Pensando en Luis García Berlanga lo hago en lo mejor de nuestro cine, o en lo que más me gusta: también Jesús Franco –o Jess, como prefieran-, y su Rififí en la ciudad, tan cargado de guiños a Orson Welles, y Basilio Martín Patino, que ha sido el marciano de la fragmentación convertida en ruptura portentosa, con la capacidad para nombrar quizá nuestras parcelas más ocultas.

Cuando lo conocí, me contó entre risas que él se había presentado, de joven, al Premio Adonais. No tuvo suerte y quizá se truncó ahí su posible carrera literaria, para nuestra fortuna: porque así pudo escribir la gran poesía satírica del cine español. Porque, si el cine tiene algo –y realmente lo creo- de creación o logro colectivo, quizá ha sido Berlanga el director que nos ha reflejado con más tino. Cómo olvidar nunca a ese Luis Escobar, marqués de Leguineche, exprimiendo a un José Sazatornil, Saza, cuyo gesto ya era, en sí mismo, un portero automático. Cómo no esperar verle saliendo del Palacio de Linares, como una expedición quevedesca en un cuadro de Gutiérrez Solana: Berlanga desvelando los pasos del espectro de España, su risa de delirio inteligente.

2 comentarios:

  1. Y cómo no recordar al gesticulante e histriónico cura Agustín González gritando aquello de:

    “Lo que yo he unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo”

    Hasta pronto en Córdoba

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